3/8/15

119.- La Nueva Alianza


¿Hay otros modelos de ciencia que lleven a una lectura del mundo que reconcilie al hombre con la naturaleza? ¿Es posible reconstruir de nuevo la Antigua Alianza que daba sentido al mundo? Otro científico, el físico Ilya Prigogine, nos dice que hoy tenemos una nueva ciencia —un nuevo “paradigma”—que puede reconstruir la alianza rota. Ilya Prigogine fue premio Nobel de Química por sus contribuciones al estudio de los procesos en los sistemas termodinámicos alejados del equilibrio —estructuras disipativas—. En su libro La Nueva Alianza, escrito en colaboración con Isabelle Stengers, propone una Nueva Alianza entre las ciencias y las humanidades, entre la naturaleza y el hombre, situándose de esta manera en el grupo de científicos que han sacado consecuencias filosóficas de su actividad, como Monod. 
En esa pretensión de salvar la rotura que se ha producido en la modernidad entre las dos culturas, la científica y la humanística, el punto clave del reencuentro es la interpretación que la ciencia clásica ha hecho del tiempo. Para el modelo clásico, como defendían Newton, Monod o Einstein, el tiempo es una ilusión: los sucesos físicos son desplazamientos espaciales de un móvil, son movimientos y como tales, reversibles. Esto parece contradecirlo el comportamiento de los seres vivos, y por eso Monod dice que son seres extraños y raros en nuestro Universo material. Aún más contradictoria resulta esta idea con nuestra vivencia personal, humana, del tiempo. Por eso, las humanidades, el arte, la literatura, la religión o la filosofía, están impregnadas de tiempo. Prigogine y Stengers sostienen que el desarrollo de la ciencia en las últimas décadas permite recomponer esta rotura entre ciencia y humanidades, entre movimiento en un universo mecánico sometido a la entropía y un universo que incorpora el cambio real en el tiempo en su estructura material. 
Por lo que uno ha leído y aquí se viene diciendo, la física clásica niega el tiempo. El cambio no es más que la ecuación matemática de la trayectoria de un móvil en el espacio. Si se conocen los parámetros de la ecuación, se puede determinar en la trayectoria tanto el pasado como el futuro del móvil. La naturaleza aparece como un mecanismo que hacen funcionar leyes deterministas y reversibles; es una naturaleza sin tiempo. Pero el hombre —dicen Prigogine y Stengers— no sólo es el producto de procesos físico-químicos complejos, sino también, y de manera inseparable, el producto de una historia, la historia de su propio desarrollo, la de su especie y la de las distintas culturas por las cuales el mundo es Mundo, es decir, un espacio habitado por el ser humano. Prigogine utiliza la metáfora de la flecha del tiempo para señalar el carácter irreversible, es decir, histórico, de tales procesos. 
En la última parte de este libro, de significativo título —Del ser al devenir— se presenta una nueva ciencia que renuncia al determinismo y la omnisciencia a la que aspiraba Laplace y es capaz, sin embargo, de incorporar la realidad humana del tiempo. Los autores señalan el papel constructivo, creador, de la irreversibilidad, y la apertura de un nuevo dominio científico “en donde las cosas nacen y mueren o se transforman en una historia singular, que se teje al azar de las fluctuaciones y la necesidad de las leyes”. Esta ciencia del tiempo permite construir una Nueva Alianza que supere las contradicciones de las dos culturas, al incorporar la vida y la historia en su seno. 
Pero ¿puede realmente el propio desarrollo de la ciencia superar esta paradoja o contradicción entre lo que dice la ciencia clásica y las interrogantes que nos plantea el tema del tiempo en los seres vivos y el hombre? 
La extrapolación filosófica que Prigogine hace de sus aportaciones en termodinámica ha sido criticada por sus propios colegas, divididos entre seguidores y detractores, como pasa con todas las ideas que pretenden ir más allá de lo estrictamente científico y también con las que se quedan más acá. Las nuevas aportaciones de la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica, con su lenguaje sumamente sugerente y metafórico —flecha del tiempo, caos, incertidumbre, azar, indeterminación…— se prestan al uso y abuso de quienes buscan más el éxito literario que la verdad. Y estas controversias en el seno de la misma ciencia ponen en evidencia los dos grandes problemas que afectan a nuestra lectura del mundo: el diluvio universal de información en que vivimos y el estado de confusión entre las diversas lecturas. Hasta ahí, donde se supone que se habla una sola lengua exacta, la de las matemáticas, se reproduce Babel.  
Yo no soy técnicamente competente para juzgar desde un punto estrictamente científico estas aportaciones; pero leo esto y lo otro y en uso de mi razón y mi pituitaria intuitiva entiendo que no es bueno mezclar churras con merinas. Para mí es razonablemente sano distinguir ámbitos y perspectivas en nuestra lectura del mundo. Y es lo que trato de expresar con mi imagen del iceberg que, sin pretender ir más allá de lo que dicta el sentido común de un simple lector, entiendo también que conlleva cuestiones epistemológicas de fondo. 
A estas cuestiones se ha referido Habermas al distinguir también tres ámbitos de validez discursiva: el de la verdad objetiva (perspectiva de 3ª persona), el de la veracidad argumentada (2ª persona) y el de la rectitud u honradez del testimonio (1ª persona). Es la aplicación estricta del método objetivo lo que convierte un discurso en científico, son los argumentos racionales los que hacen aceptable un discurso compartido y es la honradez y los actos coherentes por una comunidad que los vive lo que hacen un testimonio aceptable. Cada clase de discurso tiene sus exigencias y a ellas deben su validez y legitimidad. No se trata, creo yo, ni de ruptura ni de alianza de dos culturas —a las que también se refirió Charles Percy Snow comparando a Shakespeare con la 2ª ley de la Termodinámica— pues yo creo que sólo hay una. Se trata de perspectivas de lectura en la mirada que echamos sobre el mundo. Confundir estas perspectivas es introducir confusión en el mundo.  
La imagen del mundo como un gran mecanismo automático ajeno a las preguntas, intenciones y deseos humanos, procede de Newton. Pero en Newton ese universo mecánico adquiría sentido porque el edificio tenía un arquitecto y el reloj un relojero. Para Newton, que era un hombre además de científico profundamente religioso —dejó escritas más páginas sobre teología que sobre física— toda la admirable organización del Cosmos con sus leyes inmutables y precisas sólo podía tener su origen en un Dios creador, soberano y omnisciente.  Pero luego vino Laplace y dijo aquello de que Dios era una hipótesis innecesaria. Y después se proclamó la muerte de Dios. Esta misma imagen de la ciencia clásica en la que se prescinde del Arquitecto y del Relojero es la que trajo la lectura desolada del Mundo, de lo que Monod llama “el mal del alma moderna”. 
La ciencia nos dibuja un mundo objetivo del que el hombre se autoexpulsa como premisa metodológica, para no estorbar a esa objetividad. Pero esta lectura del mundo que hace la ciencia no tiene carácter absoluto. Esa lectura se convierte en dogmática y reduccionista cuando no se detiene, como dice Newton en la cita introductoria, ante “el borde del mar”, delante del misterio, que es, como dijo Einstein, “la fuente de todo arte y ciencia verdaderas”.  

Monod y Prigogine son el uno biólogo y el otro químico. El primero entiende la vida como una manifestación extraña, en cierto modo inexplicable dentro de las leyes del universo establecidos por la ciencia clásica, una especie de ocurrencia impredecible, incluso altamente improbable, debida quizá a algún fallo evolutivo; el segundo ve, no sólo en las reacciones químicas controladas en el laboratorio, sino en el nivel cosmológico, que la irreversibilidad propia de la vida, de lo narrativo, de la “flecha del tiempo”, es constitutiva de toda la estructura evolutiva del Universo.  Ambos han tenido el coraje de traspasar los límites de sus respectivas especializaciones y nos han planteado preguntas dignas de reflexión general. Y esto siempre hay que agradecérselo.

117.- Digital y analógico



El máximo de positividad y visibilidad operativa —y consecuentemente de transparencia— es la que posibilitaría una completa digitalización del Mundo: la aplicación técnica de un sistema de cálculo binario en manos de un programador. La digitalización es el proceso de expansión de la lógica científica, de la racionalización instrumental, de la técnica, a todos los ámbitos, tanto a los objetos y a los organismos como a las personas. 
Es digital un sistema cerrado que puede ser dividido en unidades operativas abstractas, generalizables y objetivas, sometidas a cálculo (ceros y unos del sistema binario). Es analógico, en cambio, un sistema abierto que se manifiesta en signos o símbolos interpretables, discutibles, cuya veracidad sobre el Mundo la determina un acuerdo entre partes. 
Un ejemplo de sistema de comunicación digitalizado es el alfabeto morse: puntos y rayas. Por eso, el modelo que sirvió a Shanon para su teoría matemática de la comunicación era el telégrafo. La máquina que enviaba el telegrama cifrado —puntos y rayas— era idéntica a la máquina que lo recibía y descifraba —puntos y rayas—. El modelo se puede relatar así: un remitente-emisor “empaqueta” un mensaje en un código y lo envía mediante un canal —correos, mensajería— a un destinario-receptor que abre el paquete y lo desenvuelve —con cuidado para evitar, también en todo el trayecto del canal, los “ruidos”, las distorsiones en el mensaje—. El mensaje es unívoco y reversible —se puede volver a reconstruir luego de haber sido emitido—, y sólo ofrece una única lectura e interpretación a todo el mundo. Este esquema responde a la perspectiva de lectura del mundo que llamamos de 3ª persona. 
Se podría entender que en un discurso o texto los fonemas constituyen también una combinatoria digital cuyo significado puede ser traducido de manera operativa, mediante un cálculo. Pero este lector lo ha pensado mejor y entiende que el equivalente de los ceros y unos digitales, en el caso del lenguaje, no serían los fonemas, sino en todo caso los rasgos fonológicos. Son estos rasgos fonológicos —o grafológicos en el caso de la palabra escrita— los que se someten a digitalización y permiten que los mensajes de un emisor sean disueltos en código de ceros y unos, esparcidos por la red y luego recogidos y traducidos de nuevo a fonemas y grafemas en la pantalla de nuestro ordenador o nuestro móvil. ¿Se quiere decir con esto que el empalabramiento y apalabramiento del mundo puede ser también sometido a un proceso de digitalización y transparencia absolutas? El lector cree que del mismo modo que el reloj es el artefacto ilusionista que nos hace ver el movimiento como tiempo, la computadora (del inglés: computer; y este del latín: computare, “calcular”), mediante la digitalización, nos crea la ilusión de creer que es la máquina la que lee y escribe, cuando lo único que hace es, como el telégrafo, transmitir información que un humano escribe o lee. 
Es siempre un ser humano el que escribe y lee el Mundo, lo haga en un texto, de oídas o en la pantalla de un ordenador. Del estado de confusión, trivialización y degeneración que hoy sufren los mensajes que pululan por la red no tienen la culpa las máquinas, sino los usuarios. El wasap no es un telegrama, aunque lo parezca, y la intencionalidad tanto de quien lo escribe como de quien lo lee no pertenece al proceso de digitalización; es un proceso analógico, de cuyo desarrollo comunicativo e interpretativo es responsable el lector-escritor, no el medio empleado. La caída en el chismorreo, la habladuría, la difamación propias de la aldea global no es culpa de las máquinas, sino del usuario humano, cuya conducta no parece que mejore con las nuevas tecnologías. Está también la intencionalidad de quien hace negocio con todo este trasiego banal de mensajes, pero este es otro tema. Y están también las consecuencias: la facilidad para hacer cosas que la tecnología nos proporciona, como pasa con el aumento inconsecuente de riqueza —nuevos ricos—, sirve principalmente para que aumente la producción de la tontería humana. 
Aunque evidentemente se trata de una simplificación y no tiene otro valor que otra imagen pedagógica, a mi se me ocurre comparar nuestra lectura del Mundo con una placa de rayos X o una resonancia magnética, que son informes que la medicina recaba para saber sobre aquellas partes de nuestro cuerpo no accesibles directamente a nuestros sentidos corrientes: la vista, el oído, el tacto… Una vez hecha la placa, el médico la pone sobre un plafond de luz y la lee, la interpreta. Algo parecido ocurre también con el informe de la resonancia. 
Cuando este lector afirma que no vemos el mundo, sino que lo leemos, debemos entender esto en un sentido casi literal. Las aportaciones que están haciendo últimamente las investigaciones neurológicas, psicológicas y biológicas,  las ciencias cognitivas o lingüísticas, de la epistemología y la comunicación, vienen a decirnos que nuestra relación con el mundo, nuestro conocimiento y saber sobre él, no es una copia ni un espejo, sino una especie de resonancia más que magnética. Y esto en el sentido con que es pronunciada la palabra “resonancia” en toda nuestra tradición pitagórica, platónica, aristotélica, agustiniana y tomista, que sintetizan magistralmente los versos de Fray Luis de León en su Oda a Salinas

[El alma] Ve cómo el gran Maestro,
aquesta inmensa cítara aplicado,
con movimiento diestro
produce el son sagrado, 
con que este eterno templo es sustentado.
Y, como está compuesta
de números concordes, luego envía
consonante respuesta;
y entre ambos a porfía
se mezcla una dulcísima armonía.

Hoy tenemos tendencia a conceder un valor preeminente a las técnicas y los instrumentos, obnubilados por sus espectaculares aplicaciones —las placas de rayos X, las resonancias magnéticas—; pero no podemos olvidar que aquí lo importante es la lectura que hace el médico de esos informes que la máquina facilita, que es el que sabe leerlos, no el aparato o la técnica que los reproduce. Es más: este lector piensa que habiéndose acostumbrado los médicos al uso y abuso de estas técnicas y estos aparatos, han perdido el ojo, el oído y el tacto clínicos por los que también, sin técnicas intermediarias, antes se detectaba el funcionamiento fisiológico interno de nuestros órganos. Añádase a esto el hecho de que hoy el enfermo es un cliente con derechos y que, por tanto, como tal cliente, siempre tiene razón, y en virtud del prestigio de lo científico y lo tecnológico, se fía más de las máquinas que del médico que tiene delante; así entenderemos que el médico no quiera arriesgarse a ejercer su arte y los errores que como tal conlleva y le escriban su nombre en el libro de reclamaciones, y por tanto se limite a aplicar el protocolo burocrático que lo protege de tales riesgos personales que conlleva el ejercicio del arte de la medicina. De esta manera se han ido convirtiendo los hospitales —lugar de hospedaje, habitación y cuidado del enfermo— en talleres de revisión y reparación protocolaria, en ITVs (inspección técnica de vehículos). 

En todo caso esa lectura de diagnóstico, directa o indirecta, sobre el estado de salud del enfermo, aún la del médico especialista, no deja de ser un acto de libertad y consecuentemente de responsabilidad. Un médico no es sólo un técnico, por eso existe el juramento hipocrático; y las máquinas, por estupendas que sean, no deberían servir para escurrir el bulto de nuestra responsabilidad personal en ningún campo en los que la miseria humana es atendida. ¿No será que la medicina o la pedagogía no son ciencia, sino arte? ¿No será que la misma ciencia tal vez, como nos vienen a decir los nuevos modelos científicos, no es nada más y nada menos que un arte, como acabamos de decir? Hay quienes piensan que todo acabará siendo digitalizado y transparente y, en consecuencia, en manos de quienes en cada momento y lugar detenten el poder de programar y controlar. Este lector confía por eso en que lo analógico siga funcionando y siga siendo posible la lectura personal del Mundo, por lo menos hasta que seamos tan perfectos como nuestro Padre del Cielo, a cuya perfección nunca, gracias a Dios, llegaremos. 

21/1/15

CII.- El zorro lisiado



EL ZORRO LISIADO


Saadi, un maestro sufí cuenta la fábula de un zorro cojo que, como no podía cazar, acechaba a un león que, una vez saciaba su hambre, dejaba siempre parte de su caza abandonada. El zorro se acostumbró a vivir de las sobras del león. 
La moraleja que se desprende de esta parte de la fábula para la gente de nuestra época es si no somos como zorros cojos que se han acostumbrado a vivir de las abundantes sobras que ahora, con la crisis han dejado de ser abundantes. Si le consultáramos al maestro Saadi sobre la moraleja de esta fábula nos diría: No debes comportarte como el zorro lisiado, sino parecerte al león, de manera que no sólo puedas obtener comida por ti mismo sino dejar también algo para los otros. 
Los zorros y los leones, no obstante, son gente cuadrúpeda que anda siempre con la cabeza mirando al frente y al suelo. El hombre debe saber mantener la cabeza erguida por el hecho simple de que se lo exige su propia humanidad. Es decir: tiene que tener voluntad propia y llevarla a cabo. Y no sólo esto, sino hacerlo no de cualquier manera, sino según las exigencias de su propia dignidad, realizándola de forma que él también se realice como persona, allí donde algo mayor de lo que es por naturaleza y circunstancias lo llame a entregarse a una tarea noble. 
Hay otros animales que no miran al frente y van siempre con la cabeza baja: pertenecen a las especies que pastan. Suelen ser estabulados por algunos hombres, confinados para ser explotados. Abundan hoy en todas partes, incluso han desplazado a los zorros lisiados. Viven de subvenciones y subsidios y predican la demagogia, que es la prédica de moda en todas las parroquias, en unas más que en otras. 
Sobre la demagogia hay otro cuento oriental: Un rico ganadero tenía un gran rebaño de ovejas que se mostraban díscolas e imprevisibles y no dejaba de darle vueltas a la cabeza sobre cómo sacarle mayor rendimiento. Lo que hizo fue contratar a un mago. Éste hipnotizó a las ovejas y les hizo creer que eran leones, águilas, lobos y otras especies devoradoras, incluso hombres o magos; y, además, que el amo era un pastor que las quería bien y les daría todo cuanto necesitasen. Las ovejas desde entonces no le ocasionaron más problemas y se dejaban esquilar, ordeñar y degollar serenas y contentas. 

Tú eliges: la cabeza alta o el pasto. Pero ya sabes: la libertad conlleva una carga de responsabilidad y riesgos que no todo el mundo está dispuesto a asumir.