30/10/14

XCV.- Visualización y animación pedagógica (2)


Visualización y animación pedagógica

II

En 1995, la fundación Gorbachov reunió a financieros,  políticos y científicos de primer orden en San Francisco para contrastar sus puntos de vista sobre el futuro de la nueva civilización globalizada. En dicha reunión se reconoció como una evidencia que en siglo XXI dos décimas partes de la población activa serían suficientes para mantener la actividad de la economía mundial. Partiendo de estas evidencias se llegó a la conclusión de que el principal problema político al que el sistema capitalista se vería confrontado en las próximas décadas es cómo podría mantenerse la gobernabilidad del ochenta por ciento de la humanidad sobrante, cuya inutilidad ha sido programada por la Máquina. La propuesta que se formuló recibió el nombre de "tittytainment" (entetanimiento: una combinación de los vocablos ingleses "tits" ("pechos" en argot estadounidense, según me cuentan) y "entertainment" que no tiene aquí connotaciones sexuales sino que alude al efecto adormecedor y letárgico que la lactancia materna produce en el bebé). Con ella se hacía referencia a un cóctel de entretenimiento embrutecedor y de alimento suficiente que permitiera mantener de buen humor a la  población frustrada del planeta. Panem et circenses
Nuestra sociedad, que ha logrado un nivel de escolarización formal sin precedentes históricos, está produciendo al mismo tiempo nuevas formas de ignorancia. A los estudiantes les resulta cada vez más difícil manejar con propiedad, soltura y precisión su propia lengua –a la vez que se les ofrece tempranamente ser bilingües o trilingües-, reconocer la geografía y la historia de su propio país, realizar cálculos y deducciones lógicas o comprender textos escritos que no tengan la simplicidad de un wasap. ¿Se está poniendo intencional y sistemáticamente la escuela, como ha señalado Jean-Claude Michea, al servicio de la difusión de la ignorancia? 
Aunque uno dude de estas tesis conspirativas, lo evidentemente es que ha habido, según creo y uno mismo ha ido constatando por la experiencia, una progresiva exteriorización o reducción a lo superficial de los contenidos y tareas de enseñanza y aprendizaje, de manera que las propias aulas se han contagiado, como he dicho, de un activismo inconsecuente que se parece cada vez más al zapeo televisivo y al nervioso picoteo de los parques de atracción. Con el agravante de que en las aulas, esas cosas que se ven en los videoclips de las pantallas o aquellas otras que se orquestan con gran aparato de efectos especiales en las actividades extraescolares referidas, se presentan a los ojos de los alumnos, por mucho que nos empeñemos en darle color y animación, como pobres, cutres y aburridas. 

Pienso que en razón de las anteriores consideraciones, se debería llevar a cabo un análisis crítico de esa proliferación de actividades externas a la escuela que tienen como clientela principal a los niños y niñas escolarizados con la espuria finalidad, creo yo, de tenerlos ocupados y aturdidos en una constante diversión; o bien, de convertirlos en clientela de productos de propaganda política.  Los padres, los profesores y los responsables de la administración educativa, deberían tomar conciencia de que las aulas tienen una función específica tradicional que deben recuperar -sea como fuere-, si queremos que la escuela pública siga cumpliendo con su servicio de educar al pueblo y formar un ser humano más excelente de lo que es por naturaleza, nacimiento, raza, sexo o nación.

27/10/14

XCIV.- Visualización y animación pedagógica (1)

Visualización y animación pedagógica

I


Hace ya algunos años que se puso de moda en las escuelas y luego en los institutos la elaboración de murales por parte de los alumnos sobre los temas más diversos, especialmente a partir de que se fueron introduciendo en los programas contenidos relativos al entorno cercano y se impusieron las prioridades locales, regionales y nacionales frente a una cultura más universal. Las paredes de las aulas empezaron de pronto a llenarse de cartulinas y papel de envolver rellenos de colorido didáctico. Al principio estas actividades de exposición de trabajos respondían a una fase final, de síntesis, de unas tareas de enseñanza y aprendizaje previamente realizadas; y, por tanto, a unos saberes, habilidades y conceptos, que habían pasado a formar parte –de ahí “formación”- de la personalidad del alumno. Con el tiempo, y en razón de que la enseñanza se ha contagiado del espíritu de marketing de toda nuestra sociedad de consumo, estas actividades se han convertido en fines en sí mismas y han venido a constituir esa especie de activismo inconsecuente con el que las aulas ocultan su falta de incidencia en las interioridades de los escolarizados, es decir, en su formación. Las nuevas tecnologías han potenciado esta cartelera y han reducido su ya de por sí escasa función formativa, como podría ser manejarse con tijeras, rotuladores, pegamentos y otras actividades manuales. La realidad virtual, que asalta las paredes del aula y se convierte en espacio inabarcable, se presta a que la tontería humana, como decía Machado, se muestre inagotable. 
Posteriormente se han ido ofreciendo en el mercado –incluyo aquí las ofertas de los departamentos de política educativa, especialmente los autonómicos, a los que hay que añadir los abundantes festejos locales de los Ayuntamientos-  toda una gama de eventos: ferias y visitas, exposiciones y encuentros, premios y concursos, excursiones y fiestas…- y de profesionales de la animación e industria cultural que multiplican tales actividades, llamadas generalmente “extraescolares”, con la característica general –y con las consabidas excepciones- de que encierran finalidades de entretenimiento y propaganda bajo el disfraz de lo educativo. 
Toda esta farándula que sirve de recreo a la clientela escolar no es que esté mal, y en sí misma no tendría por qué causar daño alguno, siempre que no se confundan aprendizaje y diversión, cultura y entretenimiento. Lo que por lo general ocurre con este tipo de actividades es que se quedan en el envoltorio o la pura superficie sellada de ellas mismas, e invitan al participante a conformarse siempre con la carta del menú sin que llegue nunca a probar la comida. Pues considerar a los aprendices como clientes presupone aplicar en todo momento el principio que rige toda venta comercial: que el cliente siempre tiene razón. Y esto se da de bruces con los fines pedagógicos del aprendizaje, que deben siempre orientarse por principios opuestos. En efecto: un aprendiz es alguien que nunca lleva razón, ya que aprender consiste principalmente en darse cuenta de lo que uno no sabe y de todo cuanto le queda siempre por aprender. 
La pregunta que me planteo es si esta visualización y animación con que se ofrecen algunos contenidos de enseñanza no crean en los alumnos una cierta idea trivializada, irreal y facilona de los hechos culturales y, consecuentemente, incrementan ciertas actitudes de cómoda pasividad -frente a una supuesta cultura rebajada a espectáculo de varieté- y de rechazo al esfuerzo que exige todo aprendizaje que se precie.  ¿Pueden sustituir el “animador” (una mixtura de clow,  titiritero y charlatán) al maestro y al profesor?  ¿Se está empujando al profesor a que adopte ese papel de “animador” frente al papel tradicional de “formador”? ¿Debe olvidarse la escuela de sus funciones tradicionales de enculturación formal, de facilitación de los saberes acumulados por una cultura, y pasar a formar parte también de la industria del entretenimiento y la diversión? ¿En qué clase de servicio social se ha convertido la escuela? La pregunta que nos hacemos es la misma que ya hiciera Sócrates al sofista Gorgias: Explícame, por tanto, a qué clase de servicio de la ciudad me invitas. ¿Es al de luchar con energía para que los atenienses sean mejores, como hace un médico, o al de servirlos y adularlos?


22/10/14

XCIII.- LAS TENTACIONES DEL PROFESOR NOVATO

Las tentaciones del profesor novato

III


TERCERA TENTACIÓN: LA PANACEA DIDÁCTICA 

Si nuestro joven profesor no es especialista de nada o no ha sentido gran entusiasmo por la especialidad estudiada, o ha cursado esa nueva especialidad de especialidades que es la psicopedagogía en alguna escuela de maestros reconvertida en facultad universitaria, y se siente llamado a más altas misiones que la simple tarea de enseñar a leer, escribir y contar a los niños; o bien, siendo especialista de alguna cosa ha recibido después doctrina pedagógica en algún curso de adaptación al oficio, materia de sesenio de CPR , escuela de verano o master on line sobre la cosa pedagógica, si ha ocurrido, digo, una de estas vicisitudes de postgrado, quizá nuestro joven profesor quiera también vestir otra clase de bata blanca identificándose con el tejemaneje de la institución escolar y se sienta un investigador –ya que la química y demás ciencias especializadas se supone que entran en el aula ya investigadas- . 
Armado con sus conocimientos sociopsicopedagógicos del aula, se enfrentará así con su objeto de investigación como si este fuera un conjunto de átomos de realidad que él puede trocear, clasificar, encuestar, someterlo a pruebas estadísticas y experimentales de sofisticada factura imaginativa, en fin, que podrá aplicar el “método científico” y convertir su aula en un laboratorio y pueda incluso hacer su tesis doctoral y recibir el cum laude
Desde este rol, el joven profesor verá que él es uno y ellos son los otros todos juntos y revueltos: rostros más o menos sonrientes que le entregarán papeles más o menos llenos de la sabiduría que él imparte y que tiene que juzgar. La perspectiva que adopta con este papel el profesor es la perspectiva del observador objetivo, la perspectiva de la 3ª persona -un Ello impoluto-, por la que el aula queda dividida en dos partes, una que mira con mirada ajena y otra que es mirada y se siente no menos ajena. El nuevo profesor queda así protegido por su bata blanca como por una coraza ante el campo de batalla. Pero no podrá evitar que irremediablemente su bata blanca de laboratorio se manche una y otra vez en el trasiego del aula invitándole a que la cambie por el mono de taller; pero quizá, acomodado en su impoluto papel de jefe de laboratorio, se resista también una y otra vez a abandonarlo. 
No todos se sienten llamados a esta encomiable visión de producir ciencia pedagógica y simplemente intenten aplicar con buena voluntad las ideas pedagógicas aprendidas de libros, apuntes y conferencias recibidas. El peligro está en considerar la pedagogía como una panacea que cura todo el supuesto mal que tiene la realidad compleja del aula. Hay pedagogos eminentes que tienen la temeridad de afirmar que en sabiendo pedagogía uno puede enseñar cualquier cosa. El pedagogo se confunde aquí con el periodista, que es lo contrario del especialista, según reza otra parecida definición a la antes dicha: un periodista es aquel que cada vez sabe menos de más cosas hasta que acaba sabiendo nada de todo -dicho esto salvando todas las excepciones, que, como entre profesores y especialistas, las hay también entre los periodistas-. 
  Si este hombre o mujer, al que las circunstancias de la vida o su sentida vocación o su destino lo han llevado a ejercer la profesión docente, es una persona mínimamente sensible a las vicisitudes de la realidad, si se muestra abierta a ellas y no tiene miedo de perder sus falsas y convencionales seguridades, llegará un día, tarde más o menos, en que deberá plantearse que lo que tiene allí delante en el aula no es un simple conjunto de átomos sociológicos de un ente grupal, sino una verdadera comunidad de personas de carne y hueso, más o menos organizada y consciente de sí misma.  Se dará cuenta de que aquel “objeto” que observa es, en realidad, un animal pensante, sintiente y hablante, un sujeto compuesto de sujetos que piensan, sienten y razonan como pueden y saben, que se notan observados y responden de una u otra manera a las miradas que los observan, que tal vez incluso oigan y escuchen, que quizá sepan hablar y preguntar. Caerá entonces en la cuenta de que el asunto en que se ha metido es más complejo de lo que le parecía. Y entonces, quizá, tome la decisión de empezar a aprender el oficio. Para eso tendrá que reivindicar su libertad y asumir su responsabilidad, su autonomía.
Dicho de otra manera: tendrá que decidir entre: a) conformarse con ser un obrero enajenado de la cadena de supermercados que vende sus productos a la clientela escolarizada; o, b) se convierte en un artesano que atiende con su trabajo a las necesidades humanas de sus aprendices. Sólo en este segundo caso podrá gozar de su oficio de dos maneras: con su actividad, como experiencia de una expresión vital individual; con la contemplación del fruto de su trabajo, en la alegría  de saber que dispone de un poder objetivo con el que se realiza como persona, a la vez que ayuda al aprendiz a cubrir una de sus necesidades humanas: la de formarse como hombre
.  


20/10/14

XCII.- LAS TENTACIONES DEL PROFESOR NOVATO (2)

Las tentaciones del profesor novato

II


SEGUNDA TENTACIÓN: EL MODELO

La segunda tentación que le asalta a nuestro profesor es la de identificarse con el rol que haya observado y vivido con algún maestro o algún profesor a lo largo de su carrera de estudiante. Seguramente, mal observado y mal vivido, pues el activismo de supervivencia de las aulas no deja mucho sosiego para las observaciones objetivas ni las transferencias psicológicas.  
Yo mismo, que no he fumado nunca, estuve a punto de convertirme en fumador de pipa porque mi profesor de filosofía, que tenía su empaque y personalidad, lo hacía. Me compré la pipa y el tabaco perfumado correspondiente el mismo año que terminé la carrera. Un primo mío me quitó el vicio y la idea nada más estrenarla. Pues iba yo paseando por la carretera de mi pueblo –que es donde paseaban antes los mozos y mozas en edad de merecer- con la pipa encendida cuando mi primo regresaba del campo con las bestias. Y viéndome a lo lejos me gritó: 
  • ¡Dónde vas, primo, con esa “jumarea”!
Guardé la pipa, dejé el tabaco y me olvidé del empaque del profesor de filosofía.
Esta identificación con una figura de profesor está también muy relacionada, en el caso sobre todo de los profesores de secundaria y universidad, con identificarse con la materia de enseñanza que se imparte. Muchas veces, una y otra cosa – la personalidad de un profesor y la materia que imparte- van indisolublemente unidas. Si nuestro nuevo profesor es químico, por ejemplo, intentará desarrollar delante del público de sus alumnos cuanta sabiduría química ha obtenido en sus años de carrera. Pongo el ejemplo de la química porque todos sabemos que los profesores que imparten materia de bata blanca, así como aquellos alumnos que las estudian en el bachiller correspondiente, tienen un mayor prestigio académico que aquellos otros que visten de calle y hablan de las cosas de la calle: de filosofía, historia, literatura y esas cosas -los “eventos consuetudinarios que acaecen en rue”, que decía Machado-.  
Y además, nuestro nuevo profesor, se resistirá a impartir información sobre cuestiones que no sean propiamente química y nada más que química, es decir, a enseñar cosas que no sean de “su especialidad”, pues se siente antes que nada un especialista. Y en fin, ya sabemos lo que es un especialista: alguien que cada vez sabe más de menos hasta que acaba sabiéndolo todo de nada. 
Independientemente de que nuestro joven profesor sea de primaria o secundaria, si sigue atento a su quehacer diario y reflexiona un poco sobre ello, deberá caer en la cuenta que la materia que enseña forma parte de un relato más general de la tribu a la que pertenece y en la que deberán ingresar sus alumnos con capacidad para desenvolverse medianamente en ella y conservar su memoria y su sentido. Entenderá que ese relato es como un gran texto –de textil- urdido con hilos de diversas procedencia, natural y artificial, tejido con discursos que pretenden dar cuenta de la realidad del mundo, de las personas y de uno mismo desde diversas perspectivas complementarias. Y hará bien en declarar los límites de su discurso especializado y relacionarlo en lo que pueda con los demás discursos del conjunto, si no quiere que sus alumnos en vez de formarse se deformen en visiones parciales, exclusivistas y equívocas sobre la realidad. 

No quisiera tener que referirme a aquellos profesores que ante la complejidad de la situación del aula, simplemente repiten la mecánica rutinaria de transmitir información sin pena ni gloria a los alumnos, tanto a los atentos como a los sordos, tal como él la ha recibido en su historial de estudiante. Hay pocos de estos, pero haberlos haylos. Deberían darse cuenta de que la otra parte de la organización a la que el profesor pertenece y en la que diariamente desarrolla su oficio, está también dotada al menos con la facultad del lenguaje; en fin, tendrán que oír, si no son sordos, que los alumnos hablan, quizá demasiado para su disgusto y de manera impertinente, pero hablan. Y de lo que se trata y el oficio honradamente pide de él es que ayude y reconduzca su hablar, para que lo hagan con corrección, propiedad, cohesión, adecuación, relevancia, veracidad y estilo, es decir, que se comporten con la racionalidad y honradez que el contexto práctico del aula exige y una conducta ética congruente les  exigirá en el mundo social adulto en que tendrá que vivir su vida. 

17/10/14

XLI.- LAS TENTACIONES DEL PROFESOR NOVATO (1)

Las tentaciones del profesor novato

I

Imaginemos a un profesor nuevo –o profesora- que entra por primera vez en el aula, bien con un contrato de interino por parte de la administración del Estado, bien con una oposición aprobada con plaza, o bien con un simple contrato empresarial en un colegio privado o concertado. Él (o ella) y los alumnos se miran curiosos y expectantes. Ellos miran al profesor y el profesor los mira a ellos. Ellos lo miran de arriba abajo, lo miden, lo examinan mucho antes de que ellos sean examinados. El profesor está allí y no está, tratando de pensar al mismo tiempo en los alumnos que tiene delante, en las exigencias de la materia que tiene que dar y su didáctica, en las complicaciones burocráticas del contexto, en su propia persona. Sea persona tranquila o nerviosa, tendrá la sensación inevitable de que ha aterrizado en medio de un país extranjero y en principio hostil, viéndose “sólo ante el peligro”. Y si no es todavía consciente, lo sabrá enseguida, a poco que lleve unas semanas de clase y le asalten las primeras tentaciones, alentadas por el síndrome del novato: todo profesor nuevo es por definición un inmigrante que ha pasado del confortable lugar de un lado del aula en dónde se sentía seguro y acompañado como estudiante al otro lado donde se encuentra solo y extraño como profesor. 
Las primeras tentaciones de este inmigrante lleno de miedo -peor sería que se sintiera seguro arropado en su papel institucional- consisten en simplificar la situación mediante la cómoda identificación con algún factor ya simplificado: con los alumnos, con la materia de enseñanza o con el reglamentismo escolar. 


PRIMERA TENTACIÓN: EL COLEGA

El nuevo profesor –o profesora-, a pesar de la zozobra que pueda embargarlo, no vuelve en realidad a un sitio extraño para él. Muy al contrario, vuelve, tras un tiempo de vacaciones –aunque sea estudiando oposiciones, de estudiante al fin y al cabo- que se ha tomado desde que terminó el último curso de universidad, a un lugar en donde, con ligeras variaciones, ha pasado media vida, casi toda su infancia y juventud, sentado allí enfrente, donde están ahora aquellos que ayer mismo eran sus colegas y ahora lo miran como a un enemigo. Allí está él, en la trinchera, convertido de pronto en capitán general sin experiencia ninguna de mando como cabo, sargento, teniente, capitán, comandante, coronel o simple general de brigada. La primera decisión que debe tomar es la de asumir su nuevo papel, que es difícil. 
La primera tentación que debe resistir, si es que la resiste, es la de la regresión infantil, la de identificarse de nuevo con los colegas de enfrente, pues se trata de un papel que conoce bien y tiene de él, como decimos, una larga experiencia. Hay, ya digo, quien no resiste esta primera tentación de salir huyendo de la mesa y la tarima, de los rituales de su recién investida autoridad institucional –hoy, por cierto, extremadamente precaria- y corre a refugiarse allí delante entre quienes se considera todavía como uno de los suyos, como un colega más. Para esto, ya no es necesario, como hace algunas décadas, hacer ningún gesto de acercamiento: “Llamadme de tú, por favor”, ni dar la mano con miedo a que se tomen también el pie. No: las distancias están de antemano rotas y el problema es como reconstruirlas sin romper el flujo comunicativo entre las partes. 
Recuerdo a este respecto una anécdota vivida en un Centro de Adultos con un curso de jóvenes de catorce años que no habían obtenido el Graduado Escolar. Con el mayor desparpajo del mundo –pues esto ocurría en el interregno de la llamada transición política y nadie tenía claro quién mandaba o iba a mandar y nadie mandaba- el grupo funcionaba de manera asamblearia. Y en una de las asambleas, un compañero profesor que se empeñaba siempre en darle la razón a los muchachos, recibió la siguiente lección, de la que yo también tomé nota. Un alumno pidió la palabra y dijo:
  • Oye, Fulano; que nosotros no queremos que nos den siempre la razón, lo que queremos es que nos quieran
Hay quienes, practicando o no pedagogía asamblearia, ceden a esta primera tentación y asumen este papel de colega en el aula y allí flotan durante mucho tiempo, quizá durante toda su vida profesional –si no recibe una llamada de atención a tiempo- como agarrados a un salvavidas inflado que puede explotar en cualquier momento. Deberá, claro está, pues si no esto sí tendría consecuencias para su nuevo estatus, cumplir con las formalidades burocráticas que exija la Consejería correspondiente a través de los mandos intermedios, y ponerle notas a los alumnos, seguramente generosas tratándose de colegas. 

Se dará cuenta con el tiempo, si no está ciego ni sordo, de que aquellos que ahora tiene sentados enfrente no son ya sus colegas. Que lo quiera o no, él ha sido separado de la panda y es ya otra cosa, que tiene otro papel asignado y que tendrá que responder de él si quiere ser consecuente con su elección, por las razones que sean, de la profesión docente.