3/9/14

LXXX.- La lectura como alimento

LXXX
La lectura como alimento

Siendo a la sazón tutor de un segundo y último curso de nuestro escaso Bachillerato, tuve que llamar a los padres de los alumnos del citado curso para buscar remedio a su escandalosa apatía. Algunos padres acudieron en socorro. Y he aquí lo que me contó una madre sobre uno que otra vez repetía: “Mi hijo dice que no quiere tener la vida que ha tenido su hermano” - me dijo. Y luego me explicó: resulta que este alumno tenía un hermano mayor que había sido estudiante de verdad, que había sacado muchos sobresalientes, que había leído muchos libros, que había estudiado con dedicación y esfuerzo inusitados una carrera difícil y que desde los catorce hasta los veintimuchos años no había salido de casa, no había alternado con muchachas, no había ido a los botellones..., en fin, que a juicio del hermano menor había desperdiciado toda su juventud. Lea usted para esto. 
En los monasterios benedictinos se leía, porque así lo mandaba la regla, para salvar el alma: ora et labora, a Dios rogando y con el mazo dando. La lectura era a un tiempo rezar y trabajar. Por esa misma razón leen también los musulmanes el Corán: confía en Allah, pero ata tu camello. Leer bien es arriesgar nuestra identidad, dice George Steiner. Y Kafka, para quien la escritura era también una suerte de oración, dice que los libros están para sacarnos de nuestra dormilera: “Sólo deberíamos leer aquellos libros que nos muerden y nos pinchan. [...] Un libro debe ser el hacha que quiebra el mar helado que hay dentro de nosotros”. 
El Quijote se leía en un principio para reírse y pasárselo bien, cosa increíble para nuestros alumnos, que lo leen para aprobar la asignatura de Lengua y Literatura haciendo todos los ascos del mundo. Desde la perspectiva de la educación, no se lee por leer, se lee para algo: para formarse y entender el mundo en que se ha nacido. 
No es lo mismo información que formación, aunque lo segundo precise de lo primero, como el alimentarse necesita de los alimentos. Porque lo que reclama en primer lugar la lectura, especialmente en las aulas, es un régimen de alimentación, una dieta. Resulta interesante comparar la lectura con la alimentación, pues lo que impera en nuestra sociedad de consumo es la cantidad sobre la calidad. 
Dice a este respecto Pedro Salinas: “En este Olimpo de monstruos hay uno tan grande como el que más, el monstruo, el dios de la cantidad. Él es el que nos invita a resbalar hacia la catástrofe, poniéndonos a los pies de ese deslizadero, esa falaz ecuación: más, igual a mejor”
. Y de la misma manera que ante tanta abundancia de todo lo que los niños y los jóvenes están continuamente llamados a tragar, la madre naturaleza, que es sabia, reacciona con las alergias, las anorexias y las bulimias, también hay alergias, anorexias y bulimias ante la sobreabundancia de información que los niños y los jóvenes están conminados a tragarse fuera de las aulas y en las aulas, a las que llegan ya hartos y con la atención totalmente embotada y el apetito bajo mínimos. 
Pues no es cierto que se lee poco, sino que –aparte de lo que ocupan las pantallas- se lee demasiado, mal y con desgana; y lo que se lee sobre todo son esos best-sellers a la fuerza que se llaman libros de texto, que se  hacen, como los videoclips, a base de impactos que duran lo que dura pasar una hoja, mal redactados y peor organizados, de manera que parecen hechos a propósito para que los estudiantes no sólo no se enteren de nada, sino que no le vean al acto de leer o de estudiar el sentido por ninguna parte, a pesar de los guiños de complicidad que sueltan las páginas a cada momento confundiendo la pedagogía con el marketing publicitario. Se olvida que lo que más se aprecia en un libro es la capacidad que tiene de hacerse entender y hacer entrar al lector en un mundo desconocido para él que puede hacer suyo y compartirlo. Y para este fin lo que más forma, pues forma al tiempo al futuro lector, es la lectura de un buen libro, un libro que esté bien escrito y que además diga cosas importantes para cualquier ser humano.

Nasrudin, el sabio idiota, iba un día para su casa con cuarto y mitad de carne y la receta para guisarla. De pronto, un cuervo se lanzó sobre él y le arrebató de la mano el trozo de carne. 
Mientras el pajarraco se alejaba volando, Nasrudín le increpa así: -¡Pájaro estúpido! Ya tienes la carne, pero ¿qué harás sin la receta? 

El chiste de Nasrudín, aparte de otras lecturas en las que no entramos, pone en evidencia el comportamiento de aquel lector que, como un falso erudito, lee para demostrar cuánto ha robado leyendo para su uso particular y no para comprender lo que lee y usarlo convenientemente. Le falta la receta del diseño de la comprensión del conocimiento y su adecuada aplicación, y el resultado suele ser un plato soso que ni le alimenta a él ni alimenta a nadie. 
Plantearse las finalidades y funciones de la lectura desde la realidad de una actividad que se realiza de puertas adentro de cada individuo implica considerar el para quién en el para qué. Es decir, supone plantearse qué clase de hombre o mujer tiene que ir conformándose en base a la actividad lectora. Y se sobreentiende que esta actividad mejorará a quien la realiza en su forma de ver, sentir y pensar la realidad, empezando por la realidad de sí mismo. En relación con las finalidades de la lectura, hay por tanto, otro punto de vista, individual e interno, más real y más interesante, que convierte a la lectura en un resorte de evolución personal. 
Sigamos con la metáfora de la alimentación y concretémosla ahora en un melocotón
. ¿Qué ofrece un melocotón y qué podemos hacer con él? Podemos estudiar su composición química en el laboratorio: agua, azúcares, vitaminas, etc. Podemos analizar su etimología: 

Melocotón: 1. Del latín "malum cotonium", "membrillo". 2. Del bajo latín "[malum] persicum", "fruta de Persia". El diccionario de María Moliner da "pérsico" como sinónimo de melocotón. 3. De la voz mozárabe albérchigo (= el pérsico) "variedad de melocotón" y, a través del griego praikokion en albaricoque. 

Podemos admirar y contemplar su belleza de forma, color, aroma y textura. Podemos comerlo. 
En realidad, el melocotón se comprende verdaderamente cuando se prueba con apetito. Todos los sentidos intervienen en esa prueba. Pero, además, se trata de una comprensión -una apropiación- interna, exclusiva de cada uno. (Hay quienes no resisten el tacto aterciopelado del melocotón). A nadie se le ocurre dar a probar un melocotón a otro para que se lo cuente, por bien que el otro domine su lengua, en paladar y habla. 
Pero además de proporcionar alimento al que lo prueba, el melocotón lleva, oculta y protegida, una semilla (el hueso) que no es comestible, pero sirve para que la fruta se reproduzca. (¿Acaso no estamos perdiendo las auténticas semillas de nuestra cultura como perdemos las semillas del trigo o de los tomates de antes? ¿No las estamos cambiando por transgénicos de más rentabilidad y de dudoso acoplamiento a nuestra propia naturaleza?) Y aún más, las mondaduras pueden servir también de complemento -olor, sabor y alimento-, de un té o cualquier otra infusión. Y de estiércol para abonar el hueso, la semilla que se ha sembrado. 
Un buen texto para leer es como un buen melocotón. De secano, si es posible.


2/9/14

LXXIX.- ¿Tiene hoy sentido el lenguaje de los mitos?

LXXIX
¿Tiene hoy sentido el lenguaje de los mitos?

El aspecto peyorativo del término “mito” viene dado por el hecho de que ciertas narraciones o partes de esas narraciones, si se interpretan literalmente, puedan ser puestas en entredicho por discursos más racionales como los que aporta la ciencia, que es hoy a la que se otorga toda la autoridad (el poder, también sobre la ciencia, está en otra parte). Esta transposición literal ha producido toda una literatura de gran éxito editorial, en la que las narraciones bíblicas, por ejemplo -no suele hacerse con otros textos clásicos, como La Odisea o el Mito de Prometeo-, son puestas en ridículo al ser interpretadas como si fueran informes científicos. Esta posición acrítica y reduccionista supone convertir también en mito, en sentido peyorativo, a la propia ilustración que le sirve de justificación.  A este respecto dicen Adorno y Horkheimer: “Cuanto más domina el aparato teórico todo cuanto existe, tanto más ciegamente se limita a repetirlo. De este modo, la Ilustración recae en la mitología, de la que nunca supo escapar […] El hecho bruto es proclamado como el sentido que él mismo oculta”.
. La interpretación literal de estas narraciones, por la otra parte también -la religiosa-, han reforzado su desprestigio al enfrentarse con construcciones explicativas de la realidad fáctica más lógicas y cargadas de razón. Traducir las imágenes, los símbolos y los mitos tradicionales en términos positivistas y materiales priva al ser humano del reconocimiento de una parte sustancial de sí mismo, de su entera autocomprensión como ser reflexivo que es, y lo mutila, lo condena a renunciar a su plena realización humana. El mito está en la base de toda gran literatura, y es, como ha señalado Gilbert Durand, el que impulsa a la creación, mediante la palabra, de un espacio sagrado para el hombre, una morada, un ethos, un “universo ejemplar”, una “tierra prometida” a la que queremos regresar desde nuestra condición esencial de exiliados, una utopía y una ucronía que han anidado siempre en el corazón del hombre.  
Se suele citar el viejo proverbio chino “una imagen vale más que mil palabras” para afirmar la primacía de la imagen; pero se confunden la imagen literaria -el mito, el símbolo- con las imágenes que hoy proliferan mediante la inundación de las pantallas, que no ocupan el lugar de la palabra, si no es porque la palabra acude a leerlas e interpretarlas, sino que más bien reduce la resonancia interior de la palabra a la materialidad de su visibilidad, por lo general interesadamente provocativa. Un mito griego, una parábola evangélica, un cuento de la tradición sufí, zen o jasídica, un poema de Ibn Arabi, Omar Kayyan, Kabir, Gibran, Tagore, Blake, Rilke, Kathelen Raine, San Juan de la Cruz, Antonio Machado, Eliot o Celam, nos aportan, en genial síntesis, auténticos tratados de sabiduría que abarcan a la vez cuestiones teológicas y metafísicas, filósoficas, psicológicas y sociológicas que, en su integración, presentan dimensiones y niveles de sentido que cada una de las disciplinas mencionadas por sí solas no pueden ofrecer.  
Como ha dicho Mircea Eliade, en nuestra sociedad los mitos se degradan y los símbolos se secularizan, “pero jamás desaparecen, ni siquiera en la más positiva de las civilizaciones, la del siglo XIX. Los símbolos y los mitos vienen de demasiado lejos; son parte del ser humano y es imposible no hallarlos en cualquier situación existencial del hombre en el Cosmos”.  
 Precisamente nuestra sociedad, al tiempo que niega las explicaciones que los mitos tradicionales han ofrecido sobre las preguntas esenciales que el hombre se ha planteado desde tiempos remotos –quién soy, de dónde vengo, a dónde voy, cuál es mi misión-, y sobre su vivir cotidiano y los valores que le pueden dar sentido, ofrece multitud de discursos en los que el mito, degradado y degenerado en ideología y propaganda, sirve, mediante la manipulación de las emociones –esa parte irracional que el ser humano no puede negar sin pagar por ello, como nuestra reciente historia del siglo XX ha puesto de manifiesto- a causas ajenas al interés humano. Como ha dicho George Steiner, la palabra humana, por su propia manera de ser, lo mismo puede servir para “articular  la ética de Sócrates, las parábolas de Cristo, la construcción maestra del ser en Shakespeare o Hördelin”, que “diseñar y crear los campos de concentración y transcribir las sesiones de la cámara de torturas”. Y Sören Kierkegaard, hace ya siglo y medio, escribía proféticamente lo siguiente: “Ninguna época ha producido mitos del intelecto tan ágilmente como la nuestra, que produce mitos, justamente, por el afán de exterminar todos los mitos”, sin sospechar hasta qué punto se iban a incrementar tanto el afán de exterminio de las narraciones tradicionales como la producción propia de mitos espurios. Tenemos, por supuesto, libertad para ignorar e incluso despreciar el mundo de la mitología de nuestras tradiciones culturales, que presentan en su fondo común un contenido universal que afecta a todo el género humano, en nombre de la secularización y el materialismo positivista que el siglo XIX trajo a nuestra cultura desde una parcial y determinada interpretación de la ilustración; pero los mitos han acabado vengándose de ese desprecio y vuelven en formas degradas y a veces inhumanas, como vimos en los años treinta del pasado siglo.    
Mediante el mito, el hombre ha manifestado, sobre todo en los albores de las distintas culturas, sus intuiciones radicales, las propias de su ser y su existencia, y por su carácter quizá primitivo y originario, sus expresiones textuales son las más adecuadas para que en los comienzos de su formación, el niño y el joven emprendan su ritual de iniciación cultural a través de la lectura. Iniciación no sólo como puerta de acceso a un mundo, sino también como asunto que se sitúa siempre desde el inicio, desde el origen, pues el ser humano no construye nada de la nada. La estructura básica del ser humano, más allá de su realidad biológica y sus condiciones históricas concretas, presenta un componente espiritual, por encima de su espacio y de su tiempo vividos, pero encarnado en su concreción temporal, que se revela en esas imágenes primordiales que aparecen en los cuentos, los mitos, las fábulas, la poesía, los sueños, la inspiración del artista y el subconsciente del neurótico. Son lo que Jung llama “arquetipos”, y constituyen una realidad insoslayable que cada uno tiene que integrar en su alma si quiere realizarse plenamente. Esto no quiere decir, ni mucho menos, que los textos de que hablamos -ni siquiera los cuentos de hadas- sean sólo cosa propia de niños o de locos que reprimen su mundo subconsciente. Son expresiones de toda existencia humana cuya experiencia de vida busca su cumplimiento y plenitud. 

Con toda la carga de ambigüedad e insuficiencia -que no son exclusivas del mito, sino consustanciales con el mismo hombre-, que tienen esta clase de discursos, han sabido resistir, sin embargo, a lo largo del tiempo, todas las interpretaciones y todos los usos, y servir al fin y al cabo y siempre a la comprensión del ser humano y a la búsqueda incesante de su plena realización.