29/8/14

LXXVIII.- ¿Por qué y para qué tenemos que leer? (2)

LXXVIII
¿Por qué y para qué tenemos que leer? (2)


El aprendizaje de la lectura es, en nuestra cultura, un rito de iniciación que consiste fundamentalmente en la formación de la mirada del que lee.  Y la situación en que se hayan los responsables de la iniciación, los que reciben a los miembros nuevos que deben iniciarse, es un tanto paradójica. Pues, ¿cómo podemos ayudar a esa tarea de formación de la mirada lectora los miembros adultos de la tribu ya instalados si no es también leyendo y formando nuestra propia mirada? Así este autor, para escribir esto mismo, ha tenido que leer cosas, releerlas para entenderlas mejor, cotejar sus opiniones con otras más autorizadas y discutirlas, escribirlas para pensarlas, reflexionarlas y reescribirlas una y otra vez para comprender a fondo el asunto y expresarlo de la manera más clara y elocuente. Para poder compartir nuestras propias ideas escritas hemos de atenernos también a la lectura, a que la mirada de otro lector se pose sobre lo que escribimos -que en principio no está escrito para las musarañas, las polillas, ni las carcomas-, y active con su mirada atenta estos garabatos en sí inertes.  
Puesto que se trataba de leer y releer, para que el lector ahonde conmigo en el asunto me sirvo de algunos textos que, a pesar de su antigüedad, ofrecen su vigencia a cierta clase de mirada. Con ello, pretendo ser coherente con la propuesta sobre la lectura que subyace en estas reflexiones. Una propuesta que se refiere a una clase particular de textos y a una manera peculiar de leerlos. 
Suelo recurrir a los mitos, fábulas, cuentos, epopeyas, poemas épicos y líricos, parábolas, apólogos… de la literatura clásica de todas las culturas, o si se quiere,  de la literatura misma entendida en sentido clásico y tradicional, antes de que fuera expropiada por la industria cultural, banalizándose y trivializándose en sus contenidos y pasara a ser una sección más del mercado de consumo de entretenimiento y propaganda en que vivimos.
No son esos textos raros, a veces trasnochados e irrelevantes, que sirven a la investigación erudita, especializada, que se ofrecen para ser acumulados en la demostración de un saber. Desde el enfoque que encierra mi propuesta, se trata de auténticos artefactos de transmisión de valiosos conocimientos, verdaderos instrumentos de aprendizaje que fueron elaborados, sabiamente construidos por seres humanos, y han sido una y otra vez leídos y requeteleídos, glosados y comentados, traducidos y traicionados, comprendidos y mal comprendidos, compartidos y discutidos, es decir, usados una y otra vez, aplicados a la realidad, a la experiencia humana en distintos contextos, por muchas generaciones y en distintas lenguas y culturas; textos que forman parte de aquello que permanece como memoria de toda tradición cultural, de la nuestra también, una tradición que se conserva y transmite precisamente gracias a la lectura; textos que reclaman por ello su presencia y permanente revitalización una generación tras otra para enseñarnos algo sobre el mundo y sobre nosotros mismos. 
La elección de esta clase de textos como ilustración y argumento a la vez de mis propuestas formativas mediante la lectura aporta también algo sobre el por qué de la misma. Son textos que responden a un saber originario que el hombre manifiesta sobre sí mismo, un saber que se expresa principalmente en una clase privilegiada de discursos o maneras de pensar que de forma general podemos llamar mito en contraposición a esos otros textos que utilizan la lógica y la argumentación.  
La palabra “mito” fue cobrando a partir de la Ilustración un sentido peyorativo, como algo irracional, perteneciente a la imaginación y la fantasía, que la razón debía desechar en pro de la materialidad de los hechos. Esta actitud frente al mito no era nueva, pues se esbozaba ya de manera más primitiva, ingenua y tolerante en los primeros filósofos griegos, que trataban de contrastar, más que oponer, la filosofía –el logos- como forma racional y discursiva de conocer la realidad a los mitos antiguos. Hoy el mito recupera su lugar legítimo entre las formas de conocimiento que el ser humano posee, y aún más, reivindica su preeminencia cuando se trata de realidades que atañen precisamente de forma directa al propio ser humano, en cuanto realidad compleja, dotada de un interior, una conciencia. 

Esa realidad compleja se manifiesta culturalmente de forma polifacética en distintas clases de discursos, en una especie de tejido donde hilos de distinta procedencia y valor lógico y epistemológico se entretejen en una suerte de oposiciones complementarias -complexio oppositorum-. Esta urdimbre discursiva constituye la base de nuestra tradición cultural, que no sólo se verifica mediante experimentos de laboratorio –los discursos científicos-, sino mediante la discusión argumentada y el acuerdo en la polis y también en la experiencia dramática del vivir y los testimonios que aportan. Son los discursos narrativos del mito los que recogen esa experiencia dramática milenaria del ser humano desde sus primeros balbuceos entre la inspiración y la revelación. Todas son formas válidas y plausibles de cotejar y verificar racionalmente nuestros discursos con la realidad. 

28/8/14

LXXVII.- ¿Por qué y para qué tenemos que leer? (1)

LXXVII
¿Por qué y para qué tenemos que leer? (1)
Desde que el pueblo sabe leer y carece de tradiciones orales son las gentes capaces de manejar la pluma las que proporcionan al público las concepciones de lo que es grande y los ejemplos susceptibles de ilustrarlas.
(SIMONE WEIL)

Borges decía que los gorilas son analfabetos porque no quieren que los pongan a trabajar. Como pasa con todas las malignas ocurrencias de Borges, esta hay que pararse a pensarla dos veces. ¿Acaso la alfabetización no ha sido una necesidad impuesta por las sociedades industriales para hacer rendir más al obrero –se preguntan algunos- y por los estados modernos para controlar mejor a sus ciudadanos, mediante los censos, los impuestos y las escuelas? ¿Hay en la estructura esencial del ser humano –dicen otros- algún error esencial o pecado que lo condena al trabajo y recaba entre nosotros, los que vivimos en culturas de libro, la necesidad de la lectura? Entonces, ¿los analfabetos no son humanos, son como los gorilas? ¿Se agorilan los que no leen? ¿Hemos olvidado los orígenes de nuestra cultura judeo-cristiana en la que la lectura estaba ligada a la fiesta y la paideia, al ocio? ¿Acaso la palabra “escuela” no significa precisamente eso, ocio? ¿Trabajamos para vivir o vivimos para trabajar? ¿Es la lectura un problema de cantidad o de calidad? Quizá no sea necesario que todo el mundo lea, ni que tenga que leer de la manera particularmente exigente que aquí se propone; pero alguien tiene que hacerlo y hacerlo bien si no queremos perder la memoria y volver con los gorilas. Por otra parte, nadie tiene por qué pensar que las personas tengan que saber leer para disfrutar de sus derechos como ciudadano, ya se encargarán los políticos de recordárselos y administrárselos a cambio de su voto y sus impuestos; lo estrictamente necesario es que el ser humano como tal, especialmente en nuestra cultura, lea; y cuanta más gente y mejor, mejor. ¿Por qué? 
Primero: porque existen condiciones y necesidades antropológicas de carácter estructural que en el contexto actual de nuestra cultura exigen aprender a leer para ver el mundo e instalarse convenientemente en él. La necesidad de saber, la curiosidad innata del hombre, su deseo de conocer el mundo, hacerse una representación de él lo más real posible está inscrita en su estructura originaria. Esta curiosidad viene determinada por el hecho de que el ser humano es un ser inacabado, abierto, un viajero curioso siempre en camino. En este camino, religioso y secular al mismo tiempo, de las civilizaciones, el viejo depredador se ha ido convirtiendo en un cazador de sueños; a veces sale del sueño y ve, horrorizado, que sigue siendo el viejo depredador de siempre.
Segundo: porque nuestra civilización tiene como base una tradición cultural que se transmite de generación en generación especialmente gracias a los libros. Porque nadie es sabio por lo que sabía su padre y ello plantea la necesidad de leer y volver a leer a los sabios de ayer. La necesidad de compartir lo que sabemos tanto en el orden temporal como espacial, en virtud de nuestras limitaciones. Esta necesidad viene determinada también por nuestra falta de acabamiento biológico, por una larga infancia que precisa de cuidados imprescindibles para que el infante madure y se desarrolle, para que aprenda a acoplarse a un mundo que ya está hecho y que él no ha elegido y hereda de las generaciones anteriores, que a su vez lo han construido sobre las anteriores. 
Tercero: porque el ser humano tiene un interior, una conciencia, es un animal reflexivo. El mundo, para el hombre, no es sólo lo exterior, sino el interior propio y también el de otros hombres y mujeres con quienes forzosamente hay que hablar y entenderse para que el con-vivir no sea un des-vivirse y un des-vivir. Esta característica de reflexividad, de tener una conciencia, nos exige a los humanos no sólo hacernos una representación del mundo, sino darle también un sentido acorde con nuestras exigencias personales, interiores y genuinas. Exigencias que tienen un fondo primordial y originario del cual el ser humano no puede prescindir sin que ello traiga consecuencias. 
Son estas características o necesidades antropológicas y las consecuentes exigencias para la vida humana las que hacen de la lectura en nuestra cultura un verdadero rito de iniciación. Un rito de iniciación que nos plantea las siguientes cuestiones: ¿Cómo conocemos el mundo? O mejor dicho: ¿Cómo lo leemos? ¿Cómo compartimos las representaciones y actuaciones que se derivan de su lectura? ¿Cómo le damos sentido a esas representaciones y actuaciones de manera que sintamos que merece la pena vivir?
De todas estas cuestiones, la última es, desde la perspectiva pedagógica, crucial, y constituye el eje de mi propuesta pedagógica: partir, en una tarea de formación por encima de la especializaciones y las competencias técnicas, de una selección de textos representativos de nuestra tradición cultural para formar una mirada lectora, comprensiva y crítica, que permita una mayor humanización del mundo, del papel y sentido de nuestra presencia en él. No se trata de crear otra área más bajo el título genérico de “humanidades”; se trata de aportar a los saberes de nuestra tradición cultural una perspectiva por la cual vemos en ellos su aspecto humanizador, de formación general, por encima de los particularismos académicos y laborales. 

Los textos esenciales que heredamos de nuestra tradición cultural son como partituras que compusieron músicos geniales y que nosotros hemos de leer e interpretar de la mejor manera que sabemos. No basta con saber solfeo, es necesario que el instrumento musical esté afinado, que uno sepa manejarlo bien, si no con virtuosismo, al menos con competencia fiel a la partitura. Debemos también saber hacerlo en armonía con los demás músicos de la orquesta. Puede haber, sin duda, interpretaciones originales, nuevas versiones, adaptaciones de los viejos sonidos a los nuevos instrumentos y oídos. Pero para todo ello se necesita antes que nada una gran sensibilidad en la interpretación; se necesita no sólo tener manos ágiles y embocadura conformada y encallecida, sino oído y corazón bien afinados. El músico y su capacidad como artista es el asunto principal para que suene bien la orquesta. 

25/8/14

LXXVI.- Del inspector o corregidor


LXXVI
Del inspector o corregidor
(A José-Antonio López, inspector)

El mundo es sagrado y pertenece al espíritu, por lo tanto, no debe ser manipulado. Quien lo manipula, lo corrompe; quien pretende conservarlo, lo pierde. Por eso, el Sabio evita todos los excesos de cantidad, de medida o de forma.

TAO THE KING

Después de haber ejercido toda una caterva de oficios diversos –zapatero, carpintero, chupatintas, músico, radiotécnico… -, empecé a trabajar en la enseñanza en el curso 1969-1970; la he dejado después de una experiencia bastante larga, variada y creo que bastante intensa también. Larga en años, intensa en compromisos asumidos, variada en puntos de vista, vivida en situaciones, tanto externas como internas, muy diversas. He tenido ocasión de hacer casi de todo en este oficio. Y he recibido muchas lecciones, como una que ahora recuerdo en una visita de inspección el primer curso en que me estrenaba como maestro.
 Estaba todavía vigente la Ley Moyano (adaptada por el profesor Ruiz Jiménez), que duraba ya casi un siglo. Yo tenía recién terminado magisterio y acababan de concederme el premio nacional fin de carrera. Por cierto, que el premio  (diez mil pesetillas de las de antes, un diploma y una insignia que te ponían en la solapa de la chaqueta), no pudo entregármelo el entonces ministro de educación (Villar Palasí), como se tenía previsto, porque precisamente estaba presentando ese día en las Cortes la nueva Ley General de Educación. La primera reforma que me tocó vivir; no sería desde luego la última. A las pocas semanas de volver de Madrid recibí mi primera visita de inspección. El director del colegio me presentó al inspector orgulloso de tener en su claustro a un premio nacional. Y el inspector dijo: “Eso quiere decir que es un buen estudiante, pero no significa que vaya a ser un buen maestro”.  
La lección hirió mi vanidad, recientemente inflamada por el premio, pues la verdad siempre duele, y tiene que ser así, porque de otra manera no tomaríamos nota ni aprenderíamos nada de nada sobre nosotros mismos. Luego fui comprobando que, en efecto, el inspector llevaba razón, pues este oficio es algo práctico y complejo a la vez, que sólo se aprende, y nunca bien del todo, con la experiencia, que es la idea que yo defiendo ahora, con algunos matices. Porque siendo verdad que el oficio se aprende por experiencia, eso no quita que sea una condición necesaria, aunque no suficiente, lo de ser un buen estudiante. No comparto esa idea peregrina de que uno puede enseñar algo que no sabe; es decir, que pueda existir una pedagogía o una didáctica sin un contenido bien asumido y comprendido -que no tiene por qué ser aquello que definen las especialidades académicas-.
Después, ya en pleno ejercicio de la profesión, vi que la mayoría de los inspectores -con honrosas excepciones, como uno que me dice haber ejercido la función como ejercía la suya San Manuel Bueno Mártir, el cura de Unamuno- dejaron de entrar en las aulas, no sé si por no molestar o porque no tenían mucho que decir o por ambas cosas a la vez. La verdad es que su función se les puso bastante complicada con las reformas y reformas de las reformas, por eso yo nunca me sentí llamado al ejercicio de esta importantísima tarea. Creo que se trata de un servicio realmente fundamental en un sistema educativo público, pero a mí me parece -y creo que en esto no han cambiado mucho las cosas- que está muy mal aprovechado. Para ejercer de inspector se necesita una buena experiencia, mucha formación y una independencia política plenamente garantizada. Yo creo que, en general, las dos primeras condiciones suelen cumplirse; no tanto la tercera. La reciente historia de la inspección y su progresiva dependencia de las políticas de los turnos de partido creo que le han hecho mucho daño y han menoscabado su autoridad. Esa dependencia de políticas partidistas me parece que se ha acrecentado con las transferencias de educación a las comunidades autónomas (muy especialmente en las llamadas “nacionalidades históricas”, como el País Vasco o Cataluña, en virtud de la ideología nacionalista). Por eso dice el refranero que “del amo y del mulo, cuando más lejos más seguro”. 
Quizá exagere, pero tengo la impresión de que este servicio, que se llama “técnico”, está excesivamente politizado (en el mal sentido de la palabra), como toda la educación por otra parte. El servicio de inspección de la enseñanza pública (incluyo naturalmente a los centros concertados) debería ser un servicio estatal independiente, al abrigo de los cambios de gobierno y la vieja costumbre de las cesantías; que se garantizara no sólo un acceso a la función inspectora totalmente basado en las competencias técnicas de los aspirantes, sino que garantizara también el ejercicio independiente de esa función, de manera que los informes técnicos de los inspectores tuvieran el valor y la operatividad que ahora mismo me temo que no tienen. No todo puede estar sometido a voto; el voto sirve para juzgar una política, pero no sirve para juzgar la competencia de una actuación técnica, dicho lo de “técnico” en un amplio sentido. 
De esa manera se ejercería la función como merece ser servida. Recuerdo a este respecto un proverbio latino que a mí me parece que viene como anillo al dedo para resumir mi punto de vista sobre las directrices de ese ejercicio, aunque no sea yo quién para decirlas: videre omnia, tacere multa, corrigere pauca. Creo que el aforismo (que guardo en la memoria no sé de dónde ni de cuándo) es de Tácito, según me dice mi amigo Luis Margüenda, que es de “clásicas”: verlo todo, callar mucho y corregir poco; también pudiera servir como lema a la actuación del profesor en el aula, si el aula tuviera hoy las condiciones de tal.
En cuanto al verlo todo, hoy el inspector, aunque el servicio de inspección no deja de ser, fuera del profesor y los equipos directivos, la instancia de la administración educativa más en contacto con la realidad,  está obligado a constreñir su mirada sobre los aspectos puntuales que marcan las políticas educativas coyunturales, los controles burocráticos correspondientes y las estadísticas al servicio de la retórica del poder. Esto reduce su campo de visión y pone velos a la realidad inspeccionada. 
En lo relativo a ejercer calladamente su tarea, creo que hoy el inspector se siente obligado también, por la configuración de una administración con mandos políticos en niveles que son técnicos, a estar de continuo predicando en el desierto las excelencias de las reformas, proyectos e ideas que surgen en los despachos con demasiada profusión y poca reflexión, bajo la presión de las estrategias de cada partido y de cada momento para la toma o conservación del poder. 
Y, finalmente, en cuanto a corregir, ciertamente dice el aforismo que hay que corregir, aunque sea poco. Pero ocurre que se corrige todo, que es lo mismo que corregir nada, pues se corrige a todo el mundo curándose en salud, como quien dice, a base de controles y más controles generalizados que lo especifican todo para que nadie se salga de las casillas. Todo ello, fíjense, en nombre de la autonomía de los centros de enseñanza. Esto es nefasto para el ejercicio de este oficio, pues frustra las buenas intenciones y las capacidades creativas de los profesores, que las tienen, y no son pocas ni pocos, y permite que aquello que realmente debe ser corregido y con la contundencia que sea necesaria en los menos se oculte bajo el socorrido manto del cumplimiento de las formalidades en los más.
Creo que esta dependencia del poder político circunstancial se corregiría, tanto en lo relativo al servicio de inspección como a otros servicios de asesoramiento y control de la administración educativa, o de formación pedagógica, haciendo que todos aquellos que tienen algún poder de influir en la enseñanza, se enfrentasen directamente a ella en las aulas de alguna manera. Pues cuando digo que enseñar es un oficio lo digo con todas sus consecuencias, y no conozco ningún otro donde el que orienta y controla a los que ofician no ejerza también y además con maestría y ejemplaridad. ¿Es que puede alguien con dos dedos de frente pensar que se puede aprender cualquier oficio en esos cursillos de tres al cuarto que se organizan sobre gestión de la gestión de la gestión de las cosas? ¿Cómo no vamos a encontrar la chapucería y la mediocridad en todas partes, si el arquitecto se desentiende de la albañilería, el médico del trato directo con el enfermo y el pedagogo huye de las aulas? 
En vez de repartir entre todos el poco trabajo que hay y también los sueldos, que sería lo cristiano, abandonamos el contacto con el sudor que conlleva todo quehacer real y nos elevamos, y con ello nuestros sueldos, hacia las alturas de los intocables dejando a cada vez más pocos cargando con lo mucho. El problema es que, como ya estamos viendo, empieza a pesar más el aire de las alturas que el suelo que lo sostiene. 

1/8/14

LXV Educación y reduccionismo cientifista (3)

LXV 
Educación y reduccionismo cientifista (3)


Cuando Machado, por boca de su apócrifo Juan de Mairena, dice que lo específicamente humano es que el hombre quiere ser otro -y de ahí su defensa de lo apócrifo-, lo que afirma y defiende es que está en la esencia del ser humano querer ser mejor de lo que se es por nuestros condicionamientos fácticos, tanto biológicos, como sociales e históricos. Y es la educación el factor principal que nos permite elevarnos por encima de esos condicionantes. 
 Una concepción del ser humano, derivada de estas posturas reduccionistas, invalida de antemano y de forma radical la propuesta pedagógica de una educación humanística.  En realidad, “educación humanística” es un pleonasmo: sólo un ser humano educa y es educable. Pero es cierto que podemos hacerlo de manera torcida y educar al hombre para ser menos que hombre.  Si el hombre no puede ser más de lo que le toca en suerte en el terreno azaroso de los hechos, es decir, por nacimiento, raza, sexo, territorio o clase social, ¿qué sentido tiene la educación? Y si quienes son partidarios del reduccionismo consideran que de todos modos hay que educar a los niños y a los jóvenes, no será de ningún modo en los términos que aquí la planteamos. La educación se reduciría, según el “nada más que”, a ser una especie de entrenamiento del animal depredador para que rinda al máximo para su propio beneficio y, sobre todo, reporte los máximos beneficios a quienes dirigen la manada. Así es como de hecho está ocurriendo ya sin que nos demos cuenta, y así se presupone que debe ser en las propuestas que provienen del mundo del poder político, de la economía y de los medios de información y propaganda, potenciados por la técnica -es decir, de la Máquina-, tanto si se declaran explícitamente, como si se disimulan bajo las prédicas ideológicas en los nuevos púlpitos del “haz lo que digo pero no lo que hago”. 
Para esta clase de educación, si se puede llamar así, no es necesario contar con que el hombre tenga libertad, ni autonomía, ni conciencia, ni responsabilidad a la hora de construir un mundo mejor -dentro y fuera de sí mismo, “lo de dentro es lo de fuera”-, del que le ha tocado al nacer. Bastará con que sepa manejarse con las herramientas técnicas, verdaderas prolongaciones de sus garras, que se les facilitan desde los centros de poder. De este modo vemos como se está consumando cada vez más la degradación del logos, de la razón apalabrada y empalabrada, de la razón en el sentido en que se ha entendido en nuestra tradición cultural, empezando por los griegos, siguiendo por los cristianos y más recientemente por la ilustración; una razón que se ha pervertido en Razón Instrumental -como ya denunciaran Horkheimer y Adorno en su Dialéctica de la Ilustración- al servicio, no sólo de la explotación de la Naturaleza, del predio planetario, sino de la explotación del hombre por el hombre, la explotación del hombre como caza y ganado del hombre. 
Toda formación de lo humano debe basarse no en el que el hombre es “nada más que”, sino que puede ser “más que”.  El hombre no es “nada más que” un patito feo, sino un cisne que necesita crecer y desarrollarse. El hombre es un bípedo implume que aspira a volar. Más que su genética y su cerebro biológico, más que mujer y más que hombre, más que catalán y más que extremeño, más que negro y más que blanco, más que de izquierdas y más que de derechas, más que proletario y más que burgués, más que lo que dicta su clan o lo que dicta su club, más que su empleo, sus títulos y su sueldo... Pues si el hombre no se esfuerza en ser mejor de lo que es, acabará siendo peor de lo que es.  
Nuestra autodestrucción será inevitable si en el corazón de cada niño -que es Adán, humus, tierra fértil- no se siembra la convicción de que un mundo que sea verdadera morada humana -y no la selva de tántalo y niobio que estamos conformando- es posible. 
Las claves de este mundo, esta morada humana, y su lectura y comprensión por parte de quienes se educan, están recogidas en los textos fundamentales de nuestra tradición y en aquellos otros que hoy como ayer conectan con la sabiduría primordial que todo ser humano lleva en sí como potencial propio, en la apertura de su conciencia a los principios éticos permanentes y al cumplimiento y sentido de su vida.