29/6/14

LX.- HOMO LUDENS

LX
Homo ludens

Cuando ponía uh límite al mar, y las aguas no traspasaran su mandato; cuando asentaba los cimientos de la tierra, yo [la sabiduría] estaba junto a él, como aprendiz, yo era su encanta cotidiano, todo el tiempo jugaba en su presencia (Prov. 8, 29-3O)

Como dice Johan Huizinga al comienzo de su “Homo ludens”, no somos tan razonables como pensaban los hombres de la ilustración.  La corrupción de la diosa razón en razón instrumental, que denunció la Escuela de Franckfurt y que los hechos del pasado siglo pusieron en evidencia, nos dice que el “homo faber”, como se quiso definir al hombre, no sólo es una definición insuficiente, sino peligrosa. “El hombre es un animal que fabrica herramientas” -la definición es de Benjamín Franklin-, sí, pero si olvidamos el problema de cómo tiene que usarlas, el hombre no pasa de ser un animal que en vez de garras, tiene herramientas: un lobo con garras y colmillos protésicos. ¿No es la herramienta sino una prolongación de la mano que a-garra y del pie que huye o persigue? En contraposición, Huizinga propone definir al hombre como “homo ludens”, un animal que juega, con la salvedad, señalada por él mismo, de que el juego no es algo exclusivo del ser humano, pues los animales también juegan. 
¿Qué es entonces lo que constituye propiamente lo humano? ¿En qué se distingue la humanidad de otras especies? Se trata de una discusión importante en un contexto donde ha pasado a ser un lugar común ese discurso reduccionista del “no es nada más que...”, con el cual el ser humano queda reducido a ser menos que un animal, o aún peor, el animal más dañino y peligroso de la creación. 
Huizinga no habla del juego como un elemento más que se manifiesta en todas las culturas humanas, sino que considera que la cultura como tal brota de algo más primordial, más de fondo, que está en la estructura esencial de lo humano, que es el juego. El juego como fenómeno cultural, es decir, propiamente humano y, por tanto, como una manifestación del espíritu que va más allá de su función biológica o de supervivencia, como a veces también se interpreta. 
Alguien dirá, pensando en los temas “serios” -ética, política, religión...- del pensamiento y la cultura, que esta definición antropológica del “homo ludens” se trata también de un reduccionismo. “Con las cosas de comer no se juega”, se dice cuando se quiere poner de manifiesto la importancia de un asunto y su seriedad dramática. Pero el espíritu es juguetón por naturaleza, pienso yo, y no tiene ningún inconveniente en ser al mismo tiempo serio. 
Viendo jugar a unos gatitos se puede comprobar que las características esenciales del juego son compartidas con los juegos infantiles del cachorro humano y, yendo un poco más allá, con los juegos más serios de los adultos.  Vemos su manifestación ceremoniosa, ritual y a la vez estética, tal como aparece en los gestos, movimientos y actitudes graciosas -llenas de gracia-; observamos cómo se cumplen ciertas reglas implícitas que los jugadores no traspasan -no se hacen daño en el juego que se desarrolla con las garras escondidas-; comprobamos lo que tienen también de representación teatral, con sus gestos de enfado feroz que no se traducen nunca en una agresión efectiva; vemos, sobre todo, el carácter gozoso que el propio juego pone en evidencia en quienes participan en él. 
El juego es algo muy serio. Que se lo digan a los niños cuando juegan o a los músicos, bailarines y artistas en general cuando crean y recrean sus obras. Esta polisemia del significado del juego la recoge mejor la palabra play del inglés, que significa al mismo tiempo jugar, tocar un instrumento, actuar, hacer algo de forma inspirada...
El hecho de que el hombre comparta con los animales el juego no nos tiene que llevar a ninguna clase de reduccionismo del “nada más que...”, sino a considerar qué hay en el hecho común de la vida, animal y humana, que la trasciende, pues se sitúa incluso antes de la creación entera, según nos dice el poema bíblico: antes de que existiera el mundo, la Sabiduría estaba en presencia de Dios, como una niña que jugaba y aprendía en su presencia (Prov. 8, 29-30).  
El juego va más allá de una actividad puramente biológica y funcional y aparece como algo gratuito y a la vez lleno de sentido. Como el baile, la música, el arte en general, sobrepasa los límites del reino de la necesidad y penetra, como en su casa propia, en el reino del espíritu y de la libertad, el reino de lo creativo o recreativo, el reino del espíritu. Si decimos “espíritu”, puede sonar a excesivo, pero si decimos “instinto”, como nos dice Huizinga, nos suena a demasiado poco. Yo diría que el juego es una manifestación, entre otras -el arte, el humor...- de que somos “espíritu encarnado”. 



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