29/6/14

LX.- HOMO LUDENS

LX
Homo ludens

Cuando ponía uh límite al mar, y las aguas no traspasaran su mandato; cuando asentaba los cimientos de la tierra, yo [la sabiduría] estaba junto a él, como aprendiz, yo era su encanta cotidiano, todo el tiempo jugaba en su presencia (Prov. 8, 29-3O)

Como dice Johan Huizinga al comienzo de su “Homo ludens”, no somos tan razonables como pensaban los hombres de la ilustración.  La corrupción de la diosa razón en razón instrumental, que denunció la Escuela de Franckfurt y que los hechos del pasado siglo pusieron en evidencia, nos dice que el “homo faber”, como se quiso definir al hombre, no sólo es una definición insuficiente, sino peligrosa. “El hombre es un animal que fabrica herramientas” -la definición es de Benjamín Franklin-, sí, pero si olvidamos el problema de cómo tiene que usarlas, el hombre no pasa de ser un animal que en vez de garras, tiene herramientas: un lobo con garras y colmillos protésicos. ¿No es la herramienta sino una prolongación de la mano que a-garra y del pie que huye o persigue? En contraposición, Huizinga propone definir al hombre como “homo ludens”, un animal que juega, con la salvedad, señalada por él mismo, de que el juego no es algo exclusivo del ser humano, pues los animales también juegan. 
¿Qué es entonces lo que constituye propiamente lo humano? ¿En qué se distingue la humanidad de otras especies? Se trata de una discusión importante en un contexto donde ha pasado a ser un lugar común ese discurso reduccionista del “no es nada más que...”, con el cual el ser humano queda reducido a ser menos que un animal, o aún peor, el animal más dañino y peligroso de la creación. 
Huizinga no habla del juego como un elemento más que se manifiesta en todas las culturas humanas, sino que considera que la cultura como tal brota de algo más primordial, más de fondo, que está en la estructura esencial de lo humano, que es el juego. El juego como fenómeno cultural, es decir, propiamente humano y, por tanto, como una manifestación del espíritu que va más allá de su función biológica o de supervivencia, como a veces también se interpreta. 
Alguien dirá, pensando en los temas “serios” -ética, política, religión...- del pensamiento y la cultura, que esta definición antropológica del “homo ludens” se trata también de un reduccionismo. “Con las cosas de comer no se juega”, se dice cuando se quiere poner de manifiesto la importancia de un asunto y su seriedad dramática. Pero el espíritu es juguetón por naturaleza, pienso yo, y no tiene ningún inconveniente en ser al mismo tiempo serio. 
Viendo jugar a unos gatitos se puede comprobar que las características esenciales del juego son compartidas con los juegos infantiles del cachorro humano y, yendo un poco más allá, con los juegos más serios de los adultos.  Vemos su manifestación ceremoniosa, ritual y a la vez estética, tal como aparece en los gestos, movimientos y actitudes graciosas -llenas de gracia-; observamos cómo se cumplen ciertas reglas implícitas que los jugadores no traspasan -no se hacen daño en el juego que se desarrolla con las garras escondidas-; comprobamos lo que tienen también de representación teatral, con sus gestos de enfado feroz que no se traducen nunca en una agresión efectiva; vemos, sobre todo, el carácter gozoso que el propio juego pone en evidencia en quienes participan en él. 
El juego es algo muy serio. Que se lo digan a los niños cuando juegan o a los músicos, bailarines y artistas en general cuando crean y recrean sus obras. Esta polisemia del significado del juego la recoge mejor la palabra play del inglés, que significa al mismo tiempo jugar, tocar un instrumento, actuar, hacer algo de forma inspirada...
El hecho de que el hombre comparta con los animales el juego no nos tiene que llevar a ninguna clase de reduccionismo del “nada más que...”, sino a considerar qué hay en el hecho común de la vida, animal y humana, que la trasciende, pues se sitúa incluso antes de la creación entera, según nos dice el poema bíblico: antes de que existiera el mundo, la Sabiduría estaba en presencia de Dios, como una niña que jugaba y aprendía en su presencia (Prov. 8, 29-30).  
El juego va más allá de una actividad puramente biológica y funcional y aparece como algo gratuito y a la vez lleno de sentido. Como el baile, la música, el arte en general, sobrepasa los límites del reino de la necesidad y penetra, como en su casa propia, en el reino del espíritu y de la libertad, el reino de lo creativo o recreativo, el reino del espíritu. Si decimos “espíritu”, puede sonar a excesivo, pero si decimos “instinto”, como nos dice Huizinga, nos suena a demasiado poco. Yo diría que el juego es una manifestación, entre otras -el arte, el humor...- de que somos “espíritu encarnado”. 



21/6/14

LIX.- Educación y tradición (3)

Educación y tradición (3)
  


Hoy, en el fondo de la crisis educativa que padecemos -que es mucho más que económica- , está la ruptura de esa entrega de nuestra tradición, la ruptura con la tradición cultural en la que unas generaciones han crecido y se han formado. No sólo la ruptura, está su negación; la demolición progresiva del edificio donde han convivido y crecido tantas generaciones; sobre cuyos escombros se pretende erigir precipitadamente un edificio transformado en una nueva Babel. Nuestra casa es hoy una Babel, en permanente reconstrucción inacabada, y sus escrituras se presentan como un galimatías de palabras en distintas lenguas y con distintos significados. Palabras convertidas en monedas de cambio, sometidas a la inflación, la devaluación, el falseamiento, el desfalco y el robo.
Esto no es nuevo, pues el hombre, independientemente de sus conquistas técnicas, de la acumulación de herramientas, sigue siendo en el fondo el mismo, como nos dicen, a su manera, los antiguos mitos, como el de la Torre de Babel. La descolocación y degeneración hoy de las nobles palabras, puestas al servicio del poder, el mercado y la propaganda, han convertido nuestra sociedad en una nueva Babel en la que el empalabramiento y apalabramiento del mundo se vuelven cada día más difíciles.
El mito de la Torre de Babel es una historia extraña que, como otras historias bíblicas, tiene muy poco sentido si es interpretada al pie de la letra. El lenguaje de la Biblia es simbólico y, por tanto, exige una lectura e interpretación simbólicas. No voy a detenerme mucho en esa interpretación. Sólo esbozaré las siguientes notas: en el argumento del mito hay una degradación, se baja a una llanura. Se cambia algo natural, sólido y perdurable, la piedra, por algo artificial y más frágil, el ladrillo. Se parte de una unidad y se va a la dispersión. En vez de usar la mezcla, que fragua, solidifica y une, se usa el alquitrán, que se derrite y se vuelve líquido con facilidad -la sociedad líquida de Bauman-. Hay una actitud de soberbia, una hybris: se quiere ser como Dios, llegar al cielo. Y hay, consecuentemente, un castigo por esa hybris, que consiste en confundir las lenguas, en la incomunicación y la obsolescencia de los valores y los significados, que lleva a la postre a desbaratar los planes de los hombres ensoberbecidos.
Lo que nos dice el mito de Babel no es una advertencia exclusiva de nuestra tradición, pues el ser humano es el mismo en todas partes y comete los mismos errores una y otra vez. Así, también Confucio, el gran sabio chino, hace ya también algunos siglos nos advertía sobre lo mismo al hablar de las palabras: 
Cuando las palabras no son correctas, entonces lo que dicen no es lo que se piensa; y los asuntos no se llevan a cabo como conviene. No llevando bien a cabo los asuntos, entonces no dan fruto la moral ni el arte. Cuando la moral y el arte no dan fruto, entonces la justicia no cumple su misión. Cuando la justicia no cumple su misión, entonces el pueblo no sabe dónde ha de poner ni los pies ni las manos. Por tanto: no permitas ninguna arbitrariedad con las palabras.
Tanto el relato bíblico como la cita de Confucio nos alerta sobre las consecuencias de esa bobalicona complacencia en ocultar la realidad a base de un uso del lenguaje torcido y engañoso que, como el prestidigitador, nos hace ver conejos y palomas saliendo de oscuras chisteras. Tenemos que empezar, si queremos ser honestos con la verdad y con la realidad, por llamar a las cosas por su nombre sin ninguna clase de prejuicios ni intereses espurios. Tal vez a partir de esta clarificación con las palabras podamos empezar a enmendar los asuntos y llevarlos a cabo como es debido, pues sólo desde esta clarificación puede realizarse un verdadero diálogo con la realidad, con los otros y con uno mismo. Y sólo desde ese diálogo con esa realidad que señalan las tres personas gramaticales –yo, tú, él- se puede realmente educar.
Este es el síntoma principal de la confusión hoy reinante: la descolocación interesada de las grandes palabras y la consecuente degradación de sus significados. Nunca como hoy se han oído tantos discursos en donde aparecen las más hermosas palabras que ha recogido, no sin sudor y sangre, la historia de la humanidad, referidas a las grandes ideas que los seres humanos han ido conquistando con un largo sufrimiento: amor, bondad, verdad, libertad, igualdad, fraternidad, belleza, justicia… El gran engaño está en que dichas palabras se han ido colocando en lugares que no son los suyos; lugares abstractos del poder ajeno que reclaman para su realización el concurso siempre de otro y que nos ofrecen, a cambio de la falsa mercancía, la liberación de la responsabilidad personal de su realización. Esta arbitrariedad con las palabras es la que debe ser combatida en primer lugar para que puedan realizarse las grandes ideas y no sus espurios simulacros. Ya lo dijeron también Adorno y Horkheimer: 
Si la opinión pública ha alcanzado un estadio en el que inevitablemente el pensamiento degenera en mercancía y el lenguaje en elogio de la misma, el intento de identificar semejante depravación debe negarse a obedecer las exigencias lingüísticas e ideológicas vigentes, antes de que sus consecuencias históricas universales lo hagan del todo imposible.

20/6/14

LVIII.- Educación y tradición (2)

Educación y tradición (2)

Saber cómo se participa en una praxis argumentativa es una competencia que debe vincularse con un conocimiento que se nutra de las experiencias vitales de una comunidad moral 
(JÜRGEN HABERMAS)

Como vengo diciendo, el problema no son los cambios, sino su sentido y su velocidad. Cambiar supone cambiar algo y, consecuentemente, cambiar-se en algo. Y esto, que afecta no sólo a nuestra salud, a nuestro equilibrio y buen vivir personal, sino también a todos, tiene sus riesgos. De ahí la necesidad de realizar los cambios con prudencia sabia y con paciencia comprensiva. Esta es la gran tarea pedagógica. Pretender cambiarlo todo mediante permanentes campañas de propaganda y operaciones legislativas de ingeniería social, ignorando la memoria de los pueblos y considerando a los sujetos del cambio como robots mecánicos, es atribuir a los jefes de gobierno de turno características de omnisciencia y omnipotencia que sólo pertenecen a los dioses. Por eso, son la conciencia formada de los individuos, su libertad y responsabilidad, y las instituciones y organizaciones civiles independientes de los gobiernos las que deben constituir el necesario equilibrio compensatorio para que, en una democracia de verdad, la entrega de una tradición se haga con las garantías que permitan la convivencia de todas y cada de las distintas memorias que la historia ha hecho confluir en la constitución viva de un pueblo. Y permitan también que los cambios necesarios se hagan desde la comprensión y aceptación de los mismos por una mayoría formada y educada, de individuos autónomos y libres, verdaderamente responsables de sus actos. Para que, como han dicho Adorno y Horkheimer, “la humanidad no se deje dominar, en lugar de por la espada, por el aparato gigantesco -[la Máquina]-, que al final vuelve una vez más a forjar la espada”.
Para que los cambios no sean impuestos se precisa una formación para el cambio. Una formación que exige partir siempre del reconocimiento general del continuum de nuestra tradición, nuestra memoria colectiva, sus aspectos obsoletos y aquellos que siguen vivos y vigentes, que en sus orígenes y principios tenían un carácter religioso y lo siguen y lo seguirán teniendo para mucha gente. Para otra gente, la lectura e interpretación de tales aspectos podrán tener un sentido secular o laico, pero no deberían tener nunca un sentido antirreligioso. Se miren como se miren, “La pasión según San Mateo” de Bach, “La Piedad” de Miguel Ángel, “La Divina Comedia” de Dante o “El Cántico Espiritual” de San Juan de la Cruz formarán, junto con la “Crítica de la Razón Pura” de Kant, “El Capital” de Marx y las obras de Nietzsche y Freud, siempre parte esencial de nuestra tradición. Las tablas del Sinaí, el Sermón del Monte y el grito de “liberté, egalité y fraternité” deben formar parte complementaria de un proceso de humanización irrenunciable. Y nadie podrá negar que tanto las antiguas manifestaciones religiosas, como las que más recientemente ha aportado la modernidad laica, hablan de experiencias antropológicas incuestionables compartidas por gran parte de la humanidad de todas las épocas y lugares. Desde ese general reconocimiento y desde las distintas lecturas de tales experiencias, se deberían adoptar unos criterios comunes que se constituyeran en puntos de orientación básica compartidos en nuestro presente. Junto a ello, es preciso también introducir los temas de la crítica y la búsqueda, no sólo frente a lo heredado –obligando a su permanente reinterpretación-, sino especialmente frente a los poderosos medios de persuasión que en la actualidad desarrolla La Máquina. 
Desde esta perspectiva, la cuestión de la “religión” en la escuela está creo yo desenfocada, pues se reduce a una pelea entre laicos y religiosos por ocupar un espacio social en el que ejercer influencia e impartir doctrina. Todas las religiones presentan, en algún momento de su historia, periodos en los que los fanáticos ocupan el control. Si se enarbola la bandera del “laicismo” como si fuera una religión del Estado, como la que hubo en Roma o en la Alemania nazi, tenemos lo mismo: y se querrá desterrar de la vida pública a las religiones tradicionales, porque el fanático entiende que la suya, aunque sea antirreligiosa, es la única verdadera. 
Los textos fundamentales que suponen la base de la civilización humana en todas las culturas -especialmente en la nuestra, una de las llamadas “religiones de libro”- tienen, por su larga historia, un carácter religioso. ¿Qué se puede hacer para que en las escuelas públicas no se imparta ninguna doctrina religiosa sin que haya que prescindir del tesoro de sabiduría y fundamento de nuestra cultura que suponen nuestros textos religiosos fundacionales, como es el caso de la Biblia? Se trata de textos, que leídos como requiere su carácter simbólico -la lectura literal que hacen fundamentalistas religiosos y antirreligiosos resultan a estas alturas ridículas- que nos proporcionan las bases de nuestra cultura y de nuestra humanización, que nos permiten entender mejor el mundo que hemos configurado como nuestra morada a lo largo de más de veinte siglos y nos permiten también conocernos y entendernos mejor a nosotros mismos, como hombres y mujeres, como proyecto en la evolución consciente de la vida y nuestro lugar y papel en ella, del que hoy estamos obligados a hacernos cargo si queremos tener futuro. 
George Steiner llamó a las parábolas y milagros del evangelio “metáforas desplegables” y ciertamente lo son y siguen desplegándose, es decir, explicándose, interpretándose y desarrollándose en su mensaje plenamente humano. Si se confinan al custodio exclusivo de una curia religiosa y a su función de catequesis, se corre el peligro de sean letra muerta de una doctrina; o, sencillamente, que se hurte su lectura a los hombres y mujeres que no están adscritos a ciertas prácticas religiosas; una lectura que es fundamental para nuestra formación como seres humanos. Resulta chocante que consideremos positivo el manejo, muchas veces de manera cuando menos ligera, de los textos fundamentales de otras culturas -especialmente las orientales -, lejanas y en realidad desconocidas por falta de vivencia personal y social en el interior de las mismas, y, en cambio, despreciemos absurdamente, en nombre de una especie de ilustración convertida en ideología de masas, en creencia de una nueva religión antirreligiosa,  los tesoros propios de nuestra tradición. 


17/6/14

LVII.- Educación y tradición (1)


Educación y tradición (1)

Para nosotros, lo pasado es lo que vive en la memoria de alguien, y en cuanto actúa en una conciencia, por ende incorporado a un presente, y en constante función de porvenir.
(ANTONIO MACHADO)

Tenéis que perdonarme que hable más de una vez de esa característica antropológica que constituye una de las constantes o condiciones del vivir humano, su ambigüedad constitutiva. El hombre no es ni bueno ni malo, sino ambiguo. Y esa ambigüedad es la que plantea la exigencia de la educación. Pero, ¿qué sirve de referencia a la tarea educativa? ¿Cómo se recoge esa tarea de civilización a lo largo de siglos? Cada ser humano al nacer no se encuentra con el mismo mundo a estrenar que se encontraba el australopiteco, sino con un lugar humanizado, civilizado, dotado de sentido por las generaciones sucesivas que han vivido en una geografía determinada y han realizado un cierto recorrido histórico. Cada nuevo ser humano es acogido en un lugar constituido en morada, un lugar ordenado, un espacio lleno de significados y sentido, en definitiva, una casa familiar. ¿Cómo se constituye ese lugar en una morada protectora y con sentido, de manera que sea reconocida como nuestra, es decir, como humana, y en la que a la vez nos reconozcamos como tales? Esa constitución se realiza mediante la transmisión, recepción e interpretación de una tradición. El acto pedagógico esencial consiste en la entrega y recepción de las escrituras de esa casa, que una generación cuida para dejarla en herencia a la siguiente. Unas escrituras que no son simplemente unas referencias legales y formales, sino que tienen un contenido sobre el significado y sentido de esa casa, sobre las maneras de convivir en ella, de conservarla y cuidarla, de mejorarla.
La palabra “tradición” contiene en su etimología –como ha señalado Luis Duch
- un aspecto activo y otro pasivo, tradere y transmittere, entrega y recepción. Se entregan unas herramientas probadas, unas hipótesis verificadas, unos valores aceptados. Se reciben unas herramientas sustituibles por otras más potentes y precisas, unas hipótesis abiertas a nuevas interpretaciones, a nuevos contextos, unos criterios que han de ser una y otra vez valorados y acordados en base a cada experiencia que es la vez personal y colectiva. 
La interpretación o recepción de esas escrituras, de esa tradición, es una suerte de reescritura. Las escrituras constituyen ese acervo que llamamos, en un sentido amplio, “nuestra literatura”, a la que, pecando siempre de etnocentrismo, llamamos “universal”. Son los textos que nos sirven de referencia, las escrituras de una casa que forman parte de su misma hechura. Y su entrega y recepción, que es la tarea pedagógica que liga una generación a otra, no es otra cosa que eso: una permanente interpretación o reescritura de textos: versiones, glosas, comentarios, síntesis… Esta reescritura, interpretación y recepción se lleva a cabo mediante procedimientos de selección, de añadidos, de reordenación, de sustituciones, que exigen la adaptación a los tiempos desde una honrada y veraz constatación de la realidad. La entrega de esas escrituras no es simplemente la entrega de un acta notarial que hay que guardar y conservar. Casa y escrituras de la casa son entes vivos que necesitan remozamientos y reajustes que miren desde el pasado el presente hacia el futuro. Y esto también debe formar parte de la entrega y de la recepción, que debe ser crítica y veraz. 
La función de toda tradición, su entrega y recepción –que constituye toda tarea educativa- es facilitar y propiciar el gozne con que una generación se une a la siguiente, permitiéndole así progresar hacia un futuro de civilización sin tener que partir de cero. La tradición se sitúa entre la rememoración del pasado y la anticipación del futuro y de esta manera sitúa a su vez a cada nueva generación en el punto de encuentro del camino donde se ha de recoger el testigo. Todo ello sirve para reducir la complejidad de la existencia y la angustia del vivir, para que el nuevo ser humano se sienta acogido, protegido por valores, costumbres y significados; en definitiva, por unas reglas de interpretación para leer un mundo que en principio le es hostil y que nadie puede leer por él. 
Hoy, sin embargo, incluso desde las mismas instancias educativas y pedagógicas, hay un empeño en romper ese gozne, una clara batalla contra todo lo que suena a tradición. Están, por un lado, la velocidad de los cambios. El valor de lo novedoso, que se ha impuesto como mentalidad, insufla un ritmo maquinal a los acontecimientos, los proyectos, las proclamas políticas, los hallazgos tecnológicos. Todo envejece muy rápidamente y lo mismo que las cosas las ideas se arrumban y se sustituyen por otras antes apenas de ser usadas y comprendidas. Es el fenómeno de la obsolescencia. Ello propicia a la vez la exclusión de valores e ideas tradicionales a favor de una irrealidad virtual manipulada por diversos poderes económicos, políticos y mediáticos. Las palabras dejan de significar hoy lo que significaban ayer mismo y cambian su referente, con su marchamo de cierta universalidad y permanencia, degradándose en razón de intereses particulares políticos o económicos de carácter coyuntural. 
Consecuencia de todo esto es que ya no reconocemos nuestros lugares ni nos reconocemos a nosotros mismos en ellos. Se ha roto el hilo del sentido, la cuerda a la que nos vamos agarrando al crecer, orientados y protegidos en nuestro proceso de maduración y formación. Se ha abierto un abismo entre generaciones, que desde un lado a otro lado de la sima se dan voces sin entenderse. Así, tanto el que ha de hacer la entrega como el que ha de recibirla, pierden, al perder el contacto, el engarce, el diálogo, la discusión, la educación en suma. Y como las frutas hoy, los jóvenes maduran en el frigorífico y los viejos se pudren en los trasteros del desahucio. 


9/6/14

LV.- Miradas sobre el mundo (3)

LV
Miradas sobre el mundo (3)

Hacemos lecturas muy distintas del mundo, como realidad empalabrada y apalabrada, y nuestro lugar en él según la posición y la perspectiva cultural desde la cual nos situamos, posición y perspectivas de las que no podemos prescindir para entenderlo y entendernos, pues forman parte de nuestra condición natural de homo parlante, de manera que nos situamos ante la realidad como frente a un espejo borroso que nos devuelve una figura que hemos de interpretar dándole forma. 
Por eso no se puede olvidar al sujeto de la mirada, en el que confluyen las perspectivas: la del ser humano concreto que ve el mundo y actúa sobre él, pues no ven el mundo las instituciones, ni las sociedades, ni las naciones, ni ese ente de razón que ahora llaman “la ciudadanía”, sino en todo caso los ciudadanos concretos, los  individuos de carne y hueso, con su yo y sus circunstancias. Desde el interior del ser humano, su conciencia más íntima, aquella a la que no tienen acceso los condicionantes sociales inmediatos, nos hacemos preguntas que van más allá de las cosas y las palabras con las que las nombramos y conversamos. Esta perspectiva que mira hacia dentro de uno mismo no podemos ignorarla o eliminarla de nuestra percepción de la realidad, pues entonces la realidad quedará coja; no veremos su lado cóncavo, su revés, que también lo tiene. 
La literatura, en su sentido profundo, constituye el conjunto de discursos que miran el mundo desde la perspectiva de la 1ª persona. 
En la obra literaria adquiere consistencia objetiva la intuición del escritor poeta, novelista o dramaturgo (A Schöckel, 246). El texto artístico, literario, como expresión de una perspectiva que mira el mundo desde la primera persona, en tanto muestra de la obra literaria de un autor, manifiesta su intencionalidad de expresar su lectura del mundo, su diagnóstico. Dicha intencionalidad, si la obra es buena, representa la intencionalidad de todo un pueblo o una época, que el autor ha sabido captar y expresar. Todo esto constituye el hecho de “lo literario” en su sentido más profundo y que el texto pone de manifiesto. Todo lo demás -datos biográficos del autor, historia de la época, sociología del receptor, movimientos o escuelas literarias, ideología, etc.-, como dice también Schöckel (245) interesan en tanto se ponen al servicio de la comprensión del texto, de la obra. 
Mediante el texto que ha sido seleccionado -como referente y criterio- por una comunidad y, generación tras generación, ha pervivido a lo largo del tiempo como tal, un hecho histórico, fáctico, se convierte en un diagnóstico y un oráculo a la vez, es rememoración y conmemoración --recuerdo vivo, actualización- y señal para el camino que está por delante. Esto es especialmente cierto para los textos fundacionales -algunos son considerados sagrados (A. Schöckel, 238)-; pero también puede aplicarse a los textos profanos de la literatura que en nuestra cultura llamamos “clásicos”. 
Esta clase de textos literarios son distintos, en relación con la historia, a las crónicas con las que el poder -reyes, sátrapas, emperadores, leyes, noticias, memorias de los líderes políticos...- ha ido dejando constancia, siempre a su favor, de los hechos considerados “históricos” por el propio poder. Para la historia con mayúsculas es siempre el poder, con diversas apariencias, el encargado de seleccionar los hechos -como cualquier agencia de noticias- y de transcribirlos -como cualquier consejo de redacción periodística-. Hoy la información sobre “lo fáctico” y “lo histórico”, además de superabundante, es dispersa y controvertida, como corresponde a nuestras sociedades abiertas, plurales y democráticas. Así, toda noticia es una “mala noticia”, como decía Vázquez Montalbán citando a Jacques Fauvet, que fue director del “Le Monde” parisino. Y ello pesa necesariamente en el pesimismo con que nuestra mirada realiza hoy la lectura del mundo. La realidad histórica queda así mediatizada, ab initio, en las propias fuentes que sirven de base a la construcción de la “ciencia histórica” y la tiñe de un evidente reducionismo. Ni las fotos -que en principio parecerían referencias más objetivas, menos sometidas a la retórica de la redacción de titulares- están hoy libres de manipulación, gracias a la fotografía digital: no sólo el objetivo de la cámara es subjetivo, porque al fin y al cabo la maneja un sujeto y enfoca lo que quiere y como quiere, sino porque en el laboratorio fotográfico el revelado puede ser sometido en el ordenador a una reescritura interesada de la realidad captada, que obligaría a poner a pie de foto lo que se pone al comienzo de las obras de ficción: “cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia”. 
Por eso digo que para mí son más fidedignas como fuentes de información histórica -y también sociológica y psicológica, como supo entender el mismísimo Freud- las obras literarias de ficción -si son de calidad en todos los sentidos, epistemológico, ético y estético- que aquellas reconocidas como tales por la hitoriografía, entre ellas los documentos escritos y audivisuales del periodismo. Creo que en un próximo futuro se sabrá con más certeza lo ocurrido en estas décadas del primer régimen de monarquía parlamentaria y democrática de la historia de España leyendo la serie de novelas políticas escritas por Rafael Chirbes -como actuales “Episodios Nacionales” a la altura de los de Galdós- que estudiando los libros de historia -no digamos si están editados bajo los auspicios de las distintas consejerías de Educación y Cultura de algunas de nuestras “Autonomías”-. 

Y es que el artista, siendo nada más que un yo que mira el mundo desde la perspectiva de su subjetividad, en primera persona, si lo es de verdad, tiene el privilegio de contemplarlo con la objetividad de la omnisciencia de un dios, por la gracia que le ha sido otorgada. 

5/6/14

LIV Miradas sobre el mundo (2)

LIV
Miradas sobre el mundo (2)

 Al seleccionar un texto para leerlo, seleccionamos algo que ya ha sido a su vez seleccionado previamente por la mirada del autor: la mirada del artista escritor se ha posado sobre el mundo y nos dice con palabras bien elegidas cómo se lo representa y cuál ha sido su experiencia vivida. Pero, ¿no es subjetiva esta mirada? ¿No lo es acaso toda mirada?
El mundo como tal, como realidad dada en la que vivimos como humanos, se nos manifiesta como lenguaje, como un edificio textual. Un lenguaje que, a diferencia de los números, no es sólo una herramienta que usamos para operar sobre el medio, sino un medio o envoltorio por el cual el mundo se hace mundo para nosotros. Ser humano es ser algo más que pura naturaleza. No nacemos y crecemos en un entorno o medio en el que hay que vivir y sobrevivir, sino en un mundo, un cosmos articulado, ordenado en virtud de las palabras, en una tradición cultural que se anticipa en nuestro vivir como horizonte de sentido y que exige, más allá de la mera supervivencia, comprenderlo, comprender a los otros y comprendernos a nosotros mismos. No es que veamos el mundo a través de las lentes del lenguaje, como un instrumento más que potencia nuestros dones naturales, sino que leemos el texto del mundo.
Hoy sabemos, además, no por la filosofía o la literatura, sino por la física y la biología, que nuestra relación material con el mundo es también una suerte de lectura, un acoplamiento dinámico y dialéctico entre el sujeto que conoce y el objeto conocido que, en realidad no existen como tales, pues son inseparables y se autorrefieren uno al otro en una historia que ocurre en un contexto cultural determinado. No se trata sólo, por tanto, de la lectura de los discursos que pronunciamos acerca de nuestra comprensión del mundo y que constituyen nuestra cultura, de la lectura de los símbolos con los que formulamos las escrituras de nuestro edificio cultural; hablamos de la relación inmediata de nuestros órganos sensibles con la realidad que nos rodea: nuestros sentidos no oyen, no tocan, no gustan, no ven, no huelen el mundo tal como decimos en el lenguaje usual, sino que lo leen.
Si se le pide a un niño que dibuje un dado –un cubo- lo hará sin tener en cuenta la perspectiva, es decir, copiando sólo aquello que ve, o sea, desde una perspectiva simple e ingenua. Esta objetividad ingenua es también muchas veces la misma que el adulto ejerce sobre la realidad concreta de cada día desde sus posiciones perceptivas o desde sus prejuicios. Si tal niño no se forma en la práctica de entender lo que ve, es decir, en el arte de mirar las cosas para entenderlas y no sólo en el arte de manejar el lápiz para dibujar o representar esa realidad que ve, seguirá dibujando el dado igual a los treinta que a los cuarenta años: sin perspectiva.  Es necesario formar la mirada lectora en la flexibilidad de las perspectivas si queremos mirar el mundo con cierta madurez y realismo.
Lo cierto es que del mundo se hacen lecturas diversas y desde distintas perspectivas que se confunden unas con las otras en virtud de las posibilidades casi mágicas que ofrecen las palabras. El que sabe manejar las palabras es como un prestidigitador a la hora de su representación y puesta en escena, que ofrece a su público un mundo trucado. 
Curiosamente, la perspectiva que ofrece el método científico no consiste en un simple añadir o sumar los datos, la información que nos proporcionan nuestros sentidos de manea inmediata, sino más bien en restarlos, es decir, en seleccionar de manera racional y consciente, un punto de vista determinado. Se podría decir que la madurez del ser humano, su educación y formación, consisten básicamente en la adopción consciente de una perspectiva más acorde con la clase de realidad que enfrenta. Una perspectiva mediante la cual la razón, la parte no sensible de nuestra representación del mundo, corrige el prejuicio de la visión ingenua del mismo, de la visión directa del dado que hay que dibujar en nuestra mente. 
Añadamos que una manera habitual de corregir la perspectiva particular para hacerla más adecuada a la realidad, además del método científico que empleamos con los objetos -el mundo en perspectiva de 3ª persona-, es cotejar las distintas representaciones –los diversos dibujos del dado- hechas desde otras perspectivas o miradas, con la cual enfatizamos el hecho de que el fundamento de verdad o veracidad sobre nuestra idea de las cosas se basa en gran parte en la discusión y el acuerdo subsiguiente que puede adoptarse entre las distintas miradas, aunque no sólo en esto, pues está la cuestión previa de la mirada de los que discuten.  El mundo no solamente es leído, sino que es también conversado: en perspectiva de 2ª persona del plural: nosotros.
Formar la mirada lectora y aprender a discutir lo leído son, pues, dos condicionantes esenciales que configuran nuestros criterios de veracidad, aunque la verdad sea más que esto y no dependa de quien la diga, sea el mismísimo Agamenón o sea su porquero. Y puesto que nuestro trato con la realidad no se hace de modo directo, sino a través de herramientas intermediarias, empezando por la primera de ellas que es la base de todas, el lenguaje, cobrará una importancia extraordinaria el manejo de esas herramientas, tanto en lo que se refiere a su eficacia como a su aplicación oportuna. El lenguaje está en la base de nuestras perspectivas, condicionando los conceptos y las formas con las que captamos la realidad, puesto que no vemos el mundo, sino que lo leemos, como venimos repitiendo. Y está también en la base de las discusiones y de los acuerdos, de los usos culturales: nos comunicamos unos con los otros en el presente, con el pasado y con el futuro, mediante instrumentos lingüísticos, simbólicos, semióticos, cuyos significados y contenidos han sido previamente acordados y están sometidos a permanente discusión, pues no siempre suele haber acuerdo. El lenguaje no es un simple instrumento; las palabras forman discursos y los discursos no son una mera copia de la realidad, sino una interpretación cargada de intencionalidad, constituyen una determinada lectura del mundo. De ahí la importancia fundamental que tienen las palabras y cómo las manejamos, tal como nos han venido advirtiendo siempre nuestros sabios.

4/6/14

LIII.- Miradas sobre el mundo (1)

Miradas sobre el mundo (1)

Da minha aldeia vejo quanto da terra se pode ver no universo...
(FERNANDO PESSOA)

El artista, que en su capacidad intuitiva lee el mundo como totalidad desde la perspectiva de una primera persona -no es un científico que debe aplicar el método de las ciencias (3ª persona) ni un político que debe compartir su lectura con la opinión de otros en la polis (2ª persona)- es como un médico que, además de ojo clínico, tiene vocación de servicio. Practica esa obra de misericordia que es visitar al enfermo. Su mirada es la del médico generalista, una mirada com-prometida de persona a persona, que mira al que mira. No es la mirada del especialista, que hace una lectura no sólo parcial del mundo que le toca curar -cuidar-, sino una lectura abstracta que mira enfermedades y no enfermos. Los instrumentos de percepción que sirven de ayuda a sus sentidos y su mente en compacta unidad corporizada son los típicos del médico de cabecera, que no tiene horario profesional, sino disponibilidad de servicio vocacional, de llamada: el estetoscopio que ausculta la respiración, para lo que precisa tener buen oído, saber oír; la mano que coge el pulso, el latido, y establece con tacto el contacto; el visor por el que mira el ojo que lo mira, el iris del enfermo, y sabe, con buen ojo, leerlo; la observación de la lengua, órgano del gusto, si está limpia o está sucia, pues por la boca salen la gloria y la inmundicia humanas. Y el olfato.
Sobre el olfato puedo contar una experiencia vivida en carne propia. Mi mujer y yo cogimos unas tifoideas que fueron tratadas al principio como gripe con antibióticos: en urgencias aplicaron el consabido protocolo que tuvieran establecido para el caso estadístico. Las fiebres no remitían y nos hicieron -otra vez el protocolo- los análisis de sangre correspondiente. Nada; los antibióticos tapaban la presencia de la salmonella typhi. Teníamos una vecina que entraba a vernos todos los días y nos ayudaba a cambiar las sábanas empapadas del sudor de la fiebre. Cada vez que las cambiaba, decía: “a mi este sudor me recuerda el olor de las tifoideas; en mi casa las tuvimos mi hermana y yo”. Al final nos tuvieron que hospitalizar - y digo “al final” porque ya casi habíamos pasado todo el proceso infeccioso- y, efectivamente, después de muchas pruebas, eran tifoideas. 
Así pues, no sólo ojo clínico, sino también olfato, buen gusto estético, saber escuchar -aubdire, obedecer a la realidad que se escucha- y mucho y delicado tacto. En suma, sensibilidad. Es lo que tienen los artistas, que son los que verdaderamente tratan con la realidad humana. 
Si algún médico está leyendo esto, pensará: ¿y este quién es para darnos lecciones? Y tendrá razón al hacerse esta pregunta cargada de reproche. Pero debe entender que lo que aquí se hace es un procedimiento retórico que tiene como base un viejo refrán recogido por el Marqués de Santillana: “A vos lo digo, mi nuera; entendedlo vos, mi suegra”. Es decir: que en realidad me lo estoy diciendo a mí mismo, pues entiendo que la medicina y la pedagogía tienen un fondo común que olvidamos a veces tanto los médicos como los profesores: que somos personas concretas de carne y hueso que atienden a personas concretas de carne y hueso.
Por eso yo propongo, en el caso de mi oficio, el de educador, que nos responsabilicemos, -y para ello se precisa, en primer lugar, que los mandos nos dejen libertad de ejercicio de la profesión, y en segundo lugar, que pacientes y alumnos nos den su confianza para ejercerla desde el inicio mismo de la configuración de los protocolos de actuación, que en el caso de la enseñanza se llaman “currículos”. 
Entiendo que el profesor debe hacerse cargo del currículo y configurárselo a su medida y estilo. Por ejemplo, partiendo de la selección de un texto representativo de  nuestra tradición cultural, que es lo que hemos de entregar a los alumnos y ellos deben recibir con buena voluntad leyendo y releyendo el texto para comprenderlo y así comprender la tradición en la que viven. 

Y los textos más representativos de nuestra memoria cultural son los clásicos de nuestra literatura. Son los textos canónicos que sostienen el edificio de nuestra tradición. En esta perspectiva literaria -y desde esta concepción de la literatura como memoria en la que se inscribe nuestra progresiva humanización que, como ya se ha dicho, es, como nuestra memoria personal, intususceptiva y no sustitutiva-, se inscriben los textos que cada cultura considera sagrados, como la Biblia en nuestro caso. Así entendidos -y bien entendidos- ninguna opción ideológica o religiosa debería preterirlos y  renunciar a los tesoros que encierran y que siempre hay que estar descubriendo. En esta permanente tarea de redescubrimiento o relectura en donde nos reconocemos como humanos en el paso continuo de las generaciones por el mundo.