23/5/14

LI) Naturalismo, cultura y religión

LI
Naturalismo, cultura y religión
La razón que se origina en la naturaleza se desaviene con la naturaleza tan pronto como (por mor de una autoconservación que se ha elevado a la condición de fin en sí misma) se entrega a la furia socialmente desencadenada del sometimiento de la naturaleza externa y al hacerlo niega la naturaleza que hay en ella misma” (JÜRGEN HABERMAS).

La cita anterior pertenece a un libro altamente recomendable: Naturalismo y religión, del filósofo Habermas. (Paidós, 2008, pág. 202) 
El progreso, del que se ha apropiado, quizá con excesiva autosuficiencia, una concepción naturalista y racional de la sociedad y la vida humana, se ha descarrilado al objetivizar también, desde una perspectiva de tercera persona, la naturaleza interna del hombre y sus relaciones subjetivas, personajes, entre sujetos, objetivización que está en la base del método científico. Y de este modo, se ha producido una regresión del progreso civilizador de la razón hacia un planteamiento pseudonatural de las relaciones humanas y a una justificación pseudorracional de la barbarie -como ha denunciado también George Steiner-.  De este modo, la competitividad egocéntrica –el strugle for life- entre los individuos ha olvidado al mismo tiempo el sueño de la cordialidad entre proletarios del sueño socialista y la cordialidad entre hermanos –hijos de un mismo Padre celestial- de la fe cristiana.  La pregunta que yo me hago y que me gustaría hacerle a Adorno si esto fuera posible es si esa perversión de la razón instrumental no está también en el origen mismo del socialismo, desde el momento en que éste se consideró a sí mismo una propuesta “científica”, es decir, una visión objetivizada de la historia y la sociedad. ¿Acaso no ha confirmado esta perversión originaria la constatación histórica del “socialismo real”? 
Pienso que Adorno y la escuela de Franckfurt eran ya conscientes de esa perversión, que ellos retrotraen a la prehistoria biológica de la razón y su crítica general de la Ilustración. Pues tal perversión no la atribuyen sólo a la pseudonaturalidad de la leyes del mercado, sino también a la alienación que produce la burocracia estatal en las dictaduras socialistas. De ahí que la socialdemocracia tenga siempre que caminar por un estrecho sendero entre dos tentaciones igualmente peligrosas: el Escila del mercado libre y el Caribdis de la dictadura estatal y la sociedad administrada.  Y así ocurre que cuando una opción política está imbuida de una ideología que se considera en posesión de una verdad absoluta desde una concepción naturalista de la realidad, legisla bajo la idea de que las leyes que promulga tienen carácter causal, como las leyes de la naturaleza, y aquellos que las discuten son considerados consecuentemente como seres irracionales y retrógrados, cuya molestia se soporta en virtud de las formalidades democráticas, pero que tarde más o menos serán extinguidos con el tiempo. 
Pero deberíamos aprender todos que las distintas maneras de pensar que tienen los ciudadanos de una democracia están aquí para quedarse, y la historia, que da muchas vueltas, puede que no acabe con algunas de ellas, por antiguas que sean, sino que las refuerce. Y en cualquier caso, si realmente se tratara de especies a extinguir,  deberían ser protegidas como las demás especies, si es que queremos que la democracia no degenere en totalitarismo. 
En este sentido tenemos mucho que aprender, aquí y en todas partes. Lo que en todo caso puede ofrecer España en este momento en que en el norte de África se remueven los sistemas autoritarios -en una primavera mucho más ambigua de lo que parecía-, precisamente por su particular proceso tardío y acelerado de secularización, de tránsito a la modernidad, es su resolución ejemplar en la fase llamada “transición democrática”. Una fase que, como algunos dicen –y en esto llevan su parte de razón-, no fue realmente constitucionalista, sino de “domesticación” del poder autoritario anterior. ¿Es quizá el momento de pasar a otra fase de ampliación y consolidación de los presupuestos democráticos del Estado?  Tal vez; pero por supuesto no mirando hacia atrás, hacia los años treinta del pasado siglo, tan poco ejemplares en todo y en todas partes, sino hacia adelante, hacia los años treinta del siglo actual; es decir, hacia una superación de las dos Españas, que ya es hora.  En esta tarea creo que tiene una importancia capital la educación. 
Es un asunto crucial de esa tarea entender bien las relaciones entre laicismo y religión, aquí todavía lastradas, en unos y otros, por las fijaciones de la guerra civil.  A ello se añade también la situación internacional, pues los movimientos democráticos del Norte de África, era de esperar que acabaran topándose también con este mismo problema de las relaciones entre la religión y el estado. Nuestra aportación ejemplar puede ser también aquí importante, si sabemos en efecto dar ejemplo. Desde luego no con propuestas vacías de “Alianza de civilizaciones” que adornen con plumas de colores y pipas de la paz los encuentros de los mandatarios del mundo, sino realizando en la práctica un esfuerzo verdaderamente educativo, un esfuerzo de traducción sin traición, de verdadero diálogo en igualdad simétrica de condiciones –como defiende Habermas- entre laicos y religiosos.  Para ello, el laicismo no sólo debe atenerse a la neutralidad que en un estado democrático debe exigirse en relación con las distintas cosmovisiones de los ciudadanos, sino aceptar que las religiones, como las visiones naturalistas del mundo, son experiencias antropológicas compartidas por mucha gente a lo largo de mucho tiempo y que además, en el caso del catolicismo cristiano, experiencias razonables cuyas bases éticas –que son las que afectan a la vida pública- pueden ser perfectamente asumibles, hecha la traducción debida, por todos los ciudadanos. Las prácticas solidarias y de caridad cristiana son las mismas en el terreno de la vida cotidiana, si le quitamos de encima las discusiones ideológicas y teológicas. 
En esa tarea de reeducación, que tanto se necesita en este país cainista en el que parecen recrearse a veces nuestros políticos, los intelectuales, los periodistas de izquierda y de derecha, las Universidades y las Escuelas, los ciudadanos y por supuesto los políticos, deberíamos hacer el esfuerzo de ver las religiones ni como verdades absolutas ni como reliquias irracionales a extinguir, con esa mirada –unas veces tolerante y otras agresiva- del que mira sintiéndose en posesión de la verdad. Pienso que en el catolicismo cristiano se lleva ya algún tiempo haciendo, como cura de humildad, el esfuerzo de entender que la religión tiene un lugar –no todo el lugar- dentro de un planteamiento secular aceptado como un conjunto de reglas básicas del juego social. Toca ahora hacer ese esfuerzo cierto laicismo que en algunos aparece últimamente con los mismos visos de intolerancia que se atribuyen, con razones históricas, a las religiones tradicionales. Esta postura de superioridad interna del laicismo secular respecto de la religión propia, acaba viéndose, en efecto, por parte de las culturas que ahora –desde otras religiones menos habituadas a convivir con la razón ilustrada- intentan acceder a la modernidad y la democracia, como una especie de neocolonialismo, que los segmentos fundamentalistas del islam, por ejemplo, intentarán manipular en su interés propio. 

Antes de constituir una “Alianza de Civilizaciones” más nos vale rematar, cada uno en su casa, la propia civilización. Y luego hablamos. 

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