18/5/14

L) Sorge, cura, cuidado (3)

L
Sorge, cura, cuidado (3)

Yo tengo un pequeño jardín que cuido sin mucha información -no me preguntéis por el nombre de la mayoría de las plantas que tengo-, pero con esmerada dedicación y placer. Lo hago en parte siguiendo el consejo de mi maestro y en parte porque es una manera de dar expresión al hombre natural que en mí se rebela contra La Máquina. Como dice Paul Kingsnorth, la mejor manera de luchar por el futuro del hombre es ensuciarse las manos con la naturaleza; así se aprende de verdad, y no con discursos y buenas palabras, que la naturaleza tiene un valor más allá de su utilidad económica. 
Todo cuidado exige fidelidad. Y las plantas, con su silencio, que también florece en su tiempo y modo, enseñan ambas cosas perfectamente. Ved si no esta pareja de mirlos que anidan desde ya bastantes años en mi jardín. Cuando ponen los huevos -unos huevos preciosos, de un azul celeste claro y liso, como metálico-, se turnan macho y hembra, que concilian que da gusto, en la incubación. Ahí los veréis, echados hora tras hora, calentando los huevos. También está la culebra. Un día vi como la perseguían los mirlos, el padre y la madre, a picotazos por el tejado, seguramente porque había intentado comerse sus polluelos. Ya veis como también en este minúsculo y escondido jardín, familiar y abierto a los amigos aunque no sea el de Epicuro, está sembrado el árbol de la ciencia del bien y del mal, y el dolor y la crueldad que vemos en lo creado y no sabemos explicar aparecen con toda su evidencia. 
En el cuidado del jardín se cultiva la planta de la atención.  Por ejemplo, si quieres ver la flor de la violeta tienes que que fijarte en ella, pues pasa totalmente desapercibida por su tamaño, su color y su olor, tan sutil.  Es una flor que no suele verse en primavera, sino a finales del invierno; pequeña, discreta, símbolo de la humildad, necesita cierta paz y tranquilidad en el visitante, incluso en el jardinero, para hacerse ver, pues también aquí llega el ruido del mundo y sus distracciones alienantes, tal vez porque lo llevamos dentro y nuestra mente no para de pensar, de calcular. 
Y es que no es lo mismo ocuparse que pre-ocuparse. “Cada día trae su cuidado”, dice el Evangelio. Y el problema, hoy más que nunca, es que estamos siempre proyectados en el mañana; vivimos a crédito en todos los sentidos, pues la ideología del progresismo -que no es lo mismo que el progreso- ha ocupado todo nuestro ser, más allá de las cuestiones económicas y materiales. Como mañana será mejor, no vivimos el hoy.  O lo vivimos en un sinvivir, acuciados por la actividad alienante que nos aleja de sentir el peso enorme de nuestra liviandad constitutiva, siendo así más vividos que vivientes.
Sin embargo, aquí y ahora está todo, como en el jardín: luz, pájaro, aroma. El gato que miras y uno no sabe bien si a su vez se siente mirado por él. Los colores; blancor y amarillor, que decía Juan Ramón, pues no hay palabras para tanto matiz, como este rosa especial de una buganvilla que nace en un marrón amarillento y se va estirando hasta el límite del rosa y se asomándose al rojo fusia. El cuerpo, la piel, el tacto, los olores; la brisa que pasa y retoma perfumes y vibraciones, cantos de pájaros más lejanos, de ruiseñores ocultos y rumores velados y escondidos como secretos...
Cuido mi jardín sin que nadie me pague por ello, ni falta que hace. Le dedico mi tiempo porque me lo reclama el gozo mismo de cuidarlo y verlo vivir y florecer en armonía. Me cuesta más esta tarea que ahora mismo estoy realizando, la de escribir, que me he impuesto, sin embargo, como un deber. Porque aunque uno encuentra también cierta satisfacción en ello, tratando de hacerlo con arte y fundamento, bien hecho hasta donde se puede, uno está ya bastante escarmentado y nunca sabe si sirve para algo o es oportuno lo que dice. Y aún si lo fuera, uno no sabe que uso se hará de ello. Y tampoco sabemos, en el mundo de confusión y de intereses en que vivimos, para quien se está a la postre trabajando, quién y con qué clase de salario comprará o ya ha comprado tu trabajo. En cambio, con el jardín, con la naturaleza, por poco acertado que sea el cuidado que se le concede, siempre se sabe uno obrando a favor del bien; pues aún cuando se cometan errores (y cuántos cometemos), ella, la naturaleza, tiene una paciencia y una capacidad de repararse a sí misma casi infinitas.
Casi. Porque si bien podemos confiar -a pesar de la culebra- en las leyes de la Naturaleza, no cabe decir lo mismo de las leyes que los hombres nos vamos dando a nosotros mismos, para controlar nuestra codicia y estimular nuestra pereza, dos costumbres arraigadas por cientos de miles de años en las faenas del depredador, costumbres nuestras que infligen sufrimiento a la naturaleza -minerales, vegetales, animales- y a nosotros mismos, pues somos parte de ella.
La naturaleza nos ofrece sus dones, pero al mismo tiempo sus límites. La Tierra es redonda y ello quiere decir que es completa, perfecta, pero al mismo tiempo limitada por todas partes. Por ejemplo: podemos prolongar nuestros años de vida, pero el límite de la muerte estará siempre ahí, forma parte de las condiciones de la vida: lo tomas o lo dejas. Entiendo que pasa lo mismo con la enfermedad: podemos aliviarla y cuidar y acrecentar nuestra salud, pero no podremos erradicarla del todo de nuestra vida. Lo que debemos erradicar es nuestro miedo.
Sorge, cura, cuidado, decía Heidegger comentando la fábula de Higinio, es el designio de la existencia humana. Se vive por, en y para el cuidado. Y este cuidado, que puede ser y lo es también preocupación y angustia en virtud de la alienación que siempre acecha a lo que tiene de ambigua la condición humana, se manifiesta en toda su complejidad, dificultad y esplendor, cuando son seres vivos -plantas, animales, personas- las que hay que cuidar. Es más complejo, pero más sencillo. Pues no es lo mismo lo simple que lo sencillo, ni lo complicado que lo complejo. Lo complejo exige una mirada sencilla, es decir, que reciba y contemple, en vez de calcular. Lo sencillo es rendirse, entregarse, a la tarea del cuidado que el árbol, el gato o el niño te piden con sólo mirarte y que tú los mires. 

Venimos de una visión del mundo en la que se insistía sobre todo en los límites y en los errores -pecados- de lo natural, sobre todo de la naturaleza empecatada del ser humano. El mal, se decía, forma parte consustancial con el mundo. Ahora se insiste, más que en los dones -pues Prometeo no acepta regalos, sino que roba-, en las potencialidades del ser humano y sus invenciones. Este optimismo prometeico, alentado por la divulgación de las descubrimientos científicos y los resultados espectaculares de sus aplicaciones tecnológicas, se parece mucho al de los pasajeros del Titanic divirtiéndose confiados en alta mar mientras les acechaba la catástrofe. Cuando seamos conscientes, tanto de nuestros dones en tanto dones -es decir, seamos un poco más agradecidos-, como de nuestros límites, es decir, humildes, sin optimismos suicidas ni pesimismos derrotistas, sino de manera realista y equilibrada, la humanidad habrá dado un paso gigantesco, cualitativo, en su evolución y progreso. 

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