28/5/14

LII Cuaderna vi(t)a

LII
Cuaderna vi(t)a 

El primero es Gonzalo de Berceo llamado, 
Gonzalo de Berceo, poeta y peregrino, 
que yendo en romería acaeció en un prado
y que los sabios pintan copiando un pergamino.

La anterior cita es la primera estrofa de un poema de Machado que titula “Mis poetas” (CL, páginas 600-701 del tomo I de sus obras completas de la edición crítica de Oreste Macrí, Espasa-Calpe, 1988). 
A Machado lo han acusado algunos de prosaísmo, creo que sin mucho fundamento. Un ejemplo que puede prestarse a esta precipitada acusación es este poema. El poema es, aparentemente, una típica lección escolar de literatura. De manual. Casi prosa. Casi, pues ahí, como el que no quiere la cosa, a lo “machado”, se nos dicen muchas sin decir diciendo. 
Por ejemplo, hay un doble sentido en la palabra “primero”. Berceo es el primer poeta de nombre conocido -”llamado”, o sea, nombrado y señalado con una vocación, la de poeta- y es el primero entre los poetas -”mis poetas”- que Machado prefiere. Con esta afirmación, sutilmente provocativa, Machado reivindica para sí su pertenencia a una tradición literaria, la nuestra, desde su origen.  Y reivindica también para sí, no sin cierta ironía, su propia originalidad. Machado sabe que unos son “los originales” y otros “los novedosos”, que -dice él también- suelen apedrear a los primeros. Y sabe también que quizá toda obra original no sea nada más –y nada menos- que la relectura, reinterpretación y reescritura de una tradición siempre rehaciéndose desde el principio. Como  nuestra memoria personal, que se reconstruye una y otra vez desde el ahora que se vive.
También se dice que Berceo es poeta y peregrino, información que resultaría redundante, incluso una perogrullada, si no fuera porque a Machado, como sabemos, le gusta jugar con estas formas de decir que son casi un no decir. Berceo es, como él mismo, “poeta y peregrino”. Un peregrino, un caminante, que hace su propio camino al andar, pues se trata de un camino interior; y un poeta, que entiende la poesía de una determinada manera, como “canto y cuento”: 

Copiando historias viejas, nos dice su dictado, 
mientras le sale afuera la luz del corazón. 

Dicen otros versos de este poema. En realidad, este último verso del poema de Machado es del propio Gonzalo de Berceo. Uno de los mejores versos de nuestra literatura, ha dicho otro poeta que no cito porque he olvidado quién era. 
De nuevo la sutil ironía machadiana, porque lo que importa aquí es el “mientras”. Este “mientras” hace referencia a otro tiempo distinto del contar -del “cuento”-, el tiempo del canto, que es un tiempo sin tiempo, un tiempo en el que no están nunca ni el mañana ni el ayer escritos.
Vemos que la palabra “copiando” se repite. Berceo no escribe nada nuevo; “copia”, versifica en “roman paladino”, los milagros atribuidos a la Virgen que, como se sabe, están recogidos de un manuscrito en latín de la época. Su afán, además, es didáctico; se dirige a un público analfabeto que debe oír el cuento y para el que los tetrástrofos monorrimos son escritos, para que el verso ayude a la memoria. 
La ironía es una puya contra “los sabios”, que pintan a Berceo “copiando un pergamino” y no captan el latido de su corazón. Con razón decía Rilke que toda crítica es siempre un malentendido. 

La palabra “cuaderna”, por sí misma, tiene que ver con el mar y con la construcción de barcos y edificios. Y también con “cuaderno” ¿Un Cuaderno de Bitácora? 
Decir “cuaderno” y “cuaderna” nada tiene que ver con la ideología de género. Los que me conocen saben bien que yo no he sido nunca políticamente correcto, y como comprenderéis, no lo voy a ser ahora, que, jubilado como estoy -”retirado”, sería la palabra adecuada-, me siento más libre que nunca. 
Si consultáis el diccionario veréis que hay una entrada para “cuaderna” que incluye como una de sus acepciones la de “cuaderno”. Pero si pongo “cuaderno”, entonces no se hubiera producido esa asociación con “Cuaderna vía”, que es lo que se pretende. Y además, “cuaderna” tiene otras acepciones interesantes.
Por ejemplo, en su raíz etimológica, “quaternus”, o sea, “cuatro”, que es un número que expresa una totalidad, una unidad completa, un arquetipo de nuestra unidad esencial y genuina, según dice el psicólogo Jung.  Quizá por eso “cuaderna” tiene que ver también con algo sustentador: una costilla -de Adán o de Eva, para el caso es lo mismo-, la pieza que sostiene la armadura de un barco, la más ancha, situada en medio, la que sostiene a las demás, que es llamada “cuaderna maestra”. He ahí las relaciones: con los barcos tiene que ver, efectivamente, el llamado “cuaderno de bitácora”, donde se anotan las vicisitudes de la navegación y el camino andado o navegado. ¿“Estelas en la mar”? ¿Como se hace permanente lo que al tiempo que se va haciendo se va borrando? ¿Qué es lo que nos queda del viaje? 
“Cuaderna” también significa “libreta”, agenda, álbum, breviario, memorándum, bloc (o blog).  Y libro.

La palabra “vía” significa “camino” en todas sus acepciones: sitio por donde se pasa de un lugar a otro, procedimiento por el que se comunican dos cosas o seres, y también método, instrumento o medio para realizar alguna cosa, material o espiritual –vías ascética y mística- … Hay vías de agua, cultas, ejecutivas, férreas, lácteas, libres, muertas, ordinarias, sacras, secas, sumarias… ¿Qué significa esa “t” entre paréntesis en medio de “vía”? 
Con esa “t” lo que pretendo es que el lector juegue conmigo a ver al mismo tiempo, por un lado el “camino”,  y por otro, todo lo que se refiere al vivir y a la vida, que contiene la raíz “vita”, que a tantas palabras nuestras acompaña. 
Pero la palabra “camino” se puede entender de distintas maneras, y caminos hay muchos en la vida. La vida es un camino y el hombre un caminante. Que cada cual busque su propio camino, el de su vida. Y como “camino” significa también discurso, seguiremos caminando, es decir, platicando siempre de lo mismo.


23/5/14

LI) Naturalismo, cultura y religión

LI
Naturalismo, cultura y religión
La razón que se origina en la naturaleza se desaviene con la naturaleza tan pronto como (por mor de una autoconservación que se ha elevado a la condición de fin en sí misma) se entrega a la furia socialmente desencadenada del sometimiento de la naturaleza externa y al hacerlo niega la naturaleza que hay en ella misma” (JÜRGEN HABERMAS).

La cita anterior pertenece a un libro altamente recomendable: Naturalismo y religión, del filósofo Habermas. (Paidós, 2008, pág. 202) 
El progreso, del que se ha apropiado, quizá con excesiva autosuficiencia, una concepción naturalista y racional de la sociedad y la vida humana, se ha descarrilado al objetivizar también, desde una perspectiva de tercera persona, la naturaleza interna del hombre y sus relaciones subjetivas, personajes, entre sujetos, objetivización que está en la base del método científico. Y de este modo, se ha producido una regresión del progreso civilizador de la razón hacia un planteamiento pseudonatural de las relaciones humanas y a una justificación pseudorracional de la barbarie -como ha denunciado también George Steiner-.  De este modo, la competitividad egocéntrica –el strugle for life- entre los individuos ha olvidado al mismo tiempo el sueño de la cordialidad entre proletarios del sueño socialista y la cordialidad entre hermanos –hijos de un mismo Padre celestial- de la fe cristiana.  La pregunta que yo me hago y que me gustaría hacerle a Adorno si esto fuera posible es si esa perversión de la razón instrumental no está también en el origen mismo del socialismo, desde el momento en que éste se consideró a sí mismo una propuesta “científica”, es decir, una visión objetivizada de la historia y la sociedad. ¿Acaso no ha confirmado esta perversión originaria la constatación histórica del “socialismo real”? 
Pienso que Adorno y la escuela de Franckfurt eran ya conscientes de esa perversión, que ellos retrotraen a la prehistoria biológica de la razón y su crítica general de la Ilustración. Pues tal perversión no la atribuyen sólo a la pseudonaturalidad de la leyes del mercado, sino también a la alienación que produce la burocracia estatal en las dictaduras socialistas. De ahí que la socialdemocracia tenga siempre que caminar por un estrecho sendero entre dos tentaciones igualmente peligrosas: el Escila del mercado libre y el Caribdis de la dictadura estatal y la sociedad administrada.  Y así ocurre que cuando una opción política está imbuida de una ideología que se considera en posesión de una verdad absoluta desde una concepción naturalista de la realidad, legisla bajo la idea de que las leyes que promulga tienen carácter causal, como las leyes de la naturaleza, y aquellos que las discuten son considerados consecuentemente como seres irracionales y retrógrados, cuya molestia se soporta en virtud de las formalidades democráticas, pero que tarde más o menos serán extinguidos con el tiempo. 
Pero deberíamos aprender todos que las distintas maneras de pensar que tienen los ciudadanos de una democracia están aquí para quedarse, y la historia, que da muchas vueltas, puede que no acabe con algunas de ellas, por antiguas que sean, sino que las refuerce. Y en cualquier caso, si realmente se tratara de especies a extinguir,  deberían ser protegidas como las demás especies, si es que queremos que la democracia no degenere en totalitarismo. 
En este sentido tenemos mucho que aprender, aquí y en todas partes. Lo que en todo caso puede ofrecer España en este momento en que en el norte de África se remueven los sistemas autoritarios -en una primavera mucho más ambigua de lo que parecía-, precisamente por su particular proceso tardío y acelerado de secularización, de tránsito a la modernidad, es su resolución ejemplar en la fase llamada “transición democrática”. Una fase que, como algunos dicen –y en esto llevan su parte de razón-, no fue realmente constitucionalista, sino de “domesticación” del poder autoritario anterior. ¿Es quizá el momento de pasar a otra fase de ampliación y consolidación de los presupuestos democráticos del Estado?  Tal vez; pero por supuesto no mirando hacia atrás, hacia los años treinta del pasado siglo, tan poco ejemplares en todo y en todas partes, sino hacia adelante, hacia los años treinta del siglo actual; es decir, hacia una superación de las dos Españas, que ya es hora.  En esta tarea creo que tiene una importancia capital la educación. 
Es un asunto crucial de esa tarea entender bien las relaciones entre laicismo y religión, aquí todavía lastradas, en unos y otros, por las fijaciones de la guerra civil.  A ello se añade también la situación internacional, pues los movimientos democráticos del Norte de África, era de esperar que acabaran topándose también con este mismo problema de las relaciones entre la religión y el estado. Nuestra aportación ejemplar puede ser también aquí importante, si sabemos en efecto dar ejemplo. Desde luego no con propuestas vacías de “Alianza de civilizaciones” que adornen con plumas de colores y pipas de la paz los encuentros de los mandatarios del mundo, sino realizando en la práctica un esfuerzo verdaderamente educativo, un esfuerzo de traducción sin traición, de verdadero diálogo en igualdad simétrica de condiciones –como defiende Habermas- entre laicos y religiosos.  Para ello, el laicismo no sólo debe atenerse a la neutralidad que en un estado democrático debe exigirse en relación con las distintas cosmovisiones de los ciudadanos, sino aceptar que las religiones, como las visiones naturalistas del mundo, son experiencias antropológicas compartidas por mucha gente a lo largo de mucho tiempo y que además, en el caso del catolicismo cristiano, experiencias razonables cuyas bases éticas –que son las que afectan a la vida pública- pueden ser perfectamente asumibles, hecha la traducción debida, por todos los ciudadanos. Las prácticas solidarias y de caridad cristiana son las mismas en el terreno de la vida cotidiana, si le quitamos de encima las discusiones ideológicas y teológicas. 
En esa tarea de reeducación, que tanto se necesita en este país cainista en el que parecen recrearse a veces nuestros políticos, los intelectuales, los periodistas de izquierda y de derecha, las Universidades y las Escuelas, los ciudadanos y por supuesto los políticos, deberíamos hacer el esfuerzo de ver las religiones ni como verdades absolutas ni como reliquias irracionales a extinguir, con esa mirada –unas veces tolerante y otras agresiva- del que mira sintiéndose en posesión de la verdad. Pienso que en el catolicismo cristiano se lleva ya algún tiempo haciendo, como cura de humildad, el esfuerzo de entender que la religión tiene un lugar –no todo el lugar- dentro de un planteamiento secular aceptado como un conjunto de reglas básicas del juego social. Toca ahora hacer ese esfuerzo cierto laicismo que en algunos aparece últimamente con los mismos visos de intolerancia que se atribuyen, con razones históricas, a las religiones tradicionales. Esta postura de superioridad interna del laicismo secular respecto de la religión propia, acaba viéndose, en efecto, por parte de las culturas que ahora –desde otras religiones menos habituadas a convivir con la razón ilustrada- intentan acceder a la modernidad y la democracia, como una especie de neocolonialismo, que los segmentos fundamentalistas del islam, por ejemplo, intentarán manipular en su interés propio. 

Antes de constituir una “Alianza de Civilizaciones” más nos vale rematar, cada uno en su casa, la propia civilización. Y luego hablamos. 

18/5/14

L) Sorge, cura, cuidado (3)

L
Sorge, cura, cuidado (3)

Yo tengo un pequeño jardín que cuido sin mucha información -no me preguntéis por el nombre de la mayoría de las plantas que tengo-, pero con esmerada dedicación y placer. Lo hago en parte siguiendo el consejo de mi maestro y en parte porque es una manera de dar expresión al hombre natural que en mí se rebela contra La Máquina. Como dice Paul Kingsnorth, la mejor manera de luchar por el futuro del hombre es ensuciarse las manos con la naturaleza; así se aprende de verdad, y no con discursos y buenas palabras, que la naturaleza tiene un valor más allá de su utilidad económica. 
Todo cuidado exige fidelidad. Y las plantas, con su silencio, que también florece en su tiempo y modo, enseñan ambas cosas perfectamente. Ved si no esta pareja de mirlos que anidan desde ya bastantes años en mi jardín. Cuando ponen los huevos -unos huevos preciosos, de un azul celeste claro y liso, como metálico-, se turnan macho y hembra, que concilian que da gusto, en la incubación. Ahí los veréis, echados hora tras hora, calentando los huevos. También está la culebra. Un día vi como la perseguían los mirlos, el padre y la madre, a picotazos por el tejado, seguramente porque había intentado comerse sus polluelos. Ya veis como también en este minúsculo y escondido jardín, familiar y abierto a los amigos aunque no sea el de Epicuro, está sembrado el árbol de la ciencia del bien y del mal, y el dolor y la crueldad que vemos en lo creado y no sabemos explicar aparecen con toda su evidencia. 
En el cuidado del jardín se cultiva la planta de la atención.  Por ejemplo, si quieres ver la flor de la violeta tienes que que fijarte en ella, pues pasa totalmente desapercibida por su tamaño, su color y su olor, tan sutil.  Es una flor que no suele verse en primavera, sino a finales del invierno; pequeña, discreta, símbolo de la humildad, necesita cierta paz y tranquilidad en el visitante, incluso en el jardinero, para hacerse ver, pues también aquí llega el ruido del mundo y sus distracciones alienantes, tal vez porque lo llevamos dentro y nuestra mente no para de pensar, de calcular. 
Y es que no es lo mismo ocuparse que pre-ocuparse. “Cada día trae su cuidado”, dice el Evangelio. Y el problema, hoy más que nunca, es que estamos siempre proyectados en el mañana; vivimos a crédito en todos los sentidos, pues la ideología del progresismo -que no es lo mismo que el progreso- ha ocupado todo nuestro ser, más allá de las cuestiones económicas y materiales. Como mañana será mejor, no vivimos el hoy.  O lo vivimos en un sinvivir, acuciados por la actividad alienante que nos aleja de sentir el peso enorme de nuestra liviandad constitutiva, siendo así más vividos que vivientes.
Sin embargo, aquí y ahora está todo, como en el jardín: luz, pájaro, aroma. El gato que miras y uno no sabe bien si a su vez se siente mirado por él. Los colores; blancor y amarillor, que decía Juan Ramón, pues no hay palabras para tanto matiz, como este rosa especial de una buganvilla que nace en un marrón amarillento y se va estirando hasta el límite del rosa y se asomándose al rojo fusia. El cuerpo, la piel, el tacto, los olores; la brisa que pasa y retoma perfumes y vibraciones, cantos de pájaros más lejanos, de ruiseñores ocultos y rumores velados y escondidos como secretos...
Cuido mi jardín sin que nadie me pague por ello, ni falta que hace. Le dedico mi tiempo porque me lo reclama el gozo mismo de cuidarlo y verlo vivir y florecer en armonía. Me cuesta más esta tarea que ahora mismo estoy realizando, la de escribir, que me he impuesto, sin embargo, como un deber. Porque aunque uno encuentra también cierta satisfacción en ello, tratando de hacerlo con arte y fundamento, bien hecho hasta donde se puede, uno está ya bastante escarmentado y nunca sabe si sirve para algo o es oportuno lo que dice. Y aún si lo fuera, uno no sabe que uso se hará de ello. Y tampoco sabemos, en el mundo de confusión y de intereses en que vivimos, para quien se está a la postre trabajando, quién y con qué clase de salario comprará o ya ha comprado tu trabajo. En cambio, con el jardín, con la naturaleza, por poco acertado que sea el cuidado que se le concede, siempre se sabe uno obrando a favor del bien; pues aún cuando se cometan errores (y cuántos cometemos), ella, la naturaleza, tiene una paciencia y una capacidad de repararse a sí misma casi infinitas.
Casi. Porque si bien podemos confiar -a pesar de la culebra- en las leyes de la Naturaleza, no cabe decir lo mismo de las leyes que los hombres nos vamos dando a nosotros mismos, para controlar nuestra codicia y estimular nuestra pereza, dos costumbres arraigadas por cientos de miles de años en las faenas del depredador, costumbres nuestras que infligen sufrimiento a la naturaleza -minerales, vegetales, animales- y a nosotros mismos, pues somos parte de ella.
La naturaleza nos ofrece sus dones, pero al mismo tiempo sus límites. La Tierra es redonda y ello quiere decir que es completa, perfecta, pero al mismo tiempo limitada por todas partes. Por ejemplo: podemos prolongar nuestros años de vida, pero el límite de la muerte estará siempre ahí, forma parte de las condiciones de la vida: lo tomas o lo dejas. Entiendo que pasa lo mismo con la enfermedad: podemos aliviarla y cuidar y acrecentar nuestra salud, pero no podremos erradicarla del todo de nuestra vida. Lo que debemos erradicar es nuestro miedo.
Sorge, cura, cuidado, decía Heidegger comentando la fábula de Higinio, es el designio de la existencia humana. Se vive por, en y para el cuidado. Y este cuidado, que puede ser y lo es también preocupación y angustia en virtud de la alienación que siempre acecha a lo que tiene de ambigua la condición humana, se manifiesta en toda su complejidad, dificultad y esplendor, cuando son seres vivos -plantas, animales, personas- las que hay que cuidar. Es más complejo, pero más sencillo. Pues no es lo mismo lo simple que lo sencillo, ni lo complicado que lo complejo. Lo complejo exige una mirada sencilla, es decir, que reciba y contemple, en vez de calcular. Lo sencillo es rendirse, entregarse, a la tarea del cuidado que el árbol, el gato o el niño te piden con sólo mirarte y que tú los mires. 

Venimos de una visión del mundo en la que se insistía sobre todo en los límites y en los errores -pecados- de lo natural, sobre todo de la naturaleza empecatada del ser humano. El mal, se decía, forma parte consustancial con el mundo. Ahora se insiste, más que en los dones -pues Prometeo no acepta regalos, sino que roba-, en las potencialidades del ser humano y sus invenciones. Este optimismo prometeico, alentado por la divulgación de las descubrimientos científicos y los resultados espectaculares de sus aplicaciones tecnológicas, se parece mucho al de los pasajeros del Titanic divirtiéndose confiados en alta mar mientras les acechaba la catástrofe. Cuando seamos conscientes, tanto de nuestros dones en tanto dones -es decir, seamos un poco más agradecidos-, como de nuestros límites, es decir, humildes, sin optimismos suicidas ni pesimismos derrotistas, sino de manera realista y equilibrada, la humanidad habrá dado un paso gigantesco, cualitativo, en su evolución y progreso. 

16/5/14

XLIX “Sorge”, cura, cuidado (2)

XLIX
“Sorge”, cura, cuidado (2)

Como relatan los primeros mitos de todas las grandes civilizaciones, el ser humano es un espíritu encarnado que tiene un origen que es anterior y un destino que va más allá de las circunstancias materiales en que nace y desenvuelve su vida. Esta doble filiación, carnal y espiritual, es la que lo impulsa, en un permanente desasosiego, a no conformarse nunca con los límites de lo fáctico y buscar ser más y mejor de lo que es. 
Cuando se habla de la condición humana se suele hacer por lo general en un sentido netamente peyorativo. Se asumen en ella las manifestaciones del ser egoísta que lucha para sobrevivir a costa de lo que sea y que utiliza, abiertamente o con disimulo, las malas artes y los medios que todos conocemos para adquirir poder, fama o dinero. Es el mundo, se dice, son los hechos, lo fáctico, la realidad, dando por sentado muchas veces que otra idea de la condición humana es pura fantasía, cosa de ilusos. 
Los reclamos que hace el entorno en que nacemos -hoy la selva tecnológica- empiezan muy temprano, en la infancia; es decir, antes de que el niño realice los ritos de empalabramiento y apalabramiento del mundo. Ya desde los primeros esfuerzos de levantarse, permanecer erguido y echar andar -la conversión, como dice Machado, en espalda del lomo de la fiera- y en los primeros balbuceos, la tarea de crecimiento y desarrollo del niño no es pasiva. Tiene que apropiarse del mundo -con ayuda, es cierto, de sus congéneres cercanos, ya iniciados-. El niño va leyendo el mundo de un modo cada vez más realista y ajustado a la realidad fáctica, a la cara del mundo que comparte como entorno con el resto de animales, plantas y minerales. Se trata de un doble proceso rítmico de acomodación y asimilación. El niño se adapta al mundo de manera activa y lo va asimilando a sus esquemas mentales que van también evolucionando, del mismo modo que asimila los alimentos que come e incorpora a su propio organismo en forma de proteínas, hidratos de carbono o vitaminas. Pero al mismo tiempo, su acción en el medio en que se desarrolla y crece, tiene que ajustarse y acomodarse a las leyes naturales inapelables y las normas sociales que se imponen en el espacio geográfico y el momento histórico que le ha tocado vivir. Y como en todas las cuestiones fundamentales humanas, el problema es de equilibrio: si se ajusta demasiado, se acomoda y no evoluciona, no crece; si se desajusta en exceso e intenta literalmente “comerse el mundo”, el mundo se le resiste e impone sus límites frustrantes; pues el ser humano, ufano del poder que le proporcionan las herramientas que inventa para apropiarse del medio natural, no cae en la cuenta de que él también forma parte del mundo que intenta apropiarse, y al comerse el mundo también se come a sí mismo, se fagocita. 
Se trata, por otra parte, de un equilibrio siempre abierto -que Piaget llamaba “homeorrásico”-, de manera que cada momento de equilibrio produce por sí mismo un nuevo desequilibrio que empuja al desarrollo y la perfección. El ritmo continuo de acomodación y asimilación, entiendo yo que informa toda nuestra existencia, de manera que, como dice Machado en uno de sus proverbios:

Es el mejor de los buenos 
quien sabe que en esta vida 
todo es cuestión de medida: 
un poco más, algo menos...”

La pervivencia, callada y tantas veces proscrita en la historia humana, de otra forma de vivir, de sentir y de pensar de tantos otros hombres y mujeres a lo largo del tiempo y lo ancho del planeta, no puede ignorarse, y su testimonio nos ofrece otra imagen de la condición humana muy distinta. Una humanidad que también busca la verdad y la justicia, que ejerce la bondad y ama la belleza, que renuncia a la violencia y al poder, a la riqueza y la fama, y anhela otra forma de vida que no esté presidida por la lucha y el odio, sino por el amor y el servicio.  
En todas las grandes civilizaciones, sobre todo a partir de lo que Karl Jaspers llamó la era axial, se han propuesto ciertas cosmovisiones o lecturas del mundo que otorgan al ser humano un destino distinto al que parece condenado de forma natural. Son las llamadas religiones superiores, sin ellas el ser humano no hubiera salido de las cuevas prehistóricas. Más allá de la manifestación concreta de las religiones en distintos sistemas culturales e instituciones sociales, el significado etimológico de la palabra “religión” -además de “religar”- es “escrúpulo”. Es esta característica de tener “escrúpulos”, es decir, de sentir la llamada de una conciencia que va más allá de nuestras formas naturales y sociales de supervivencia, la que nos dice, aunque sea oscuramente, si obramos o no en razón de la esencia que constituye nuestro origen y nuestro destino, la que nos señala que hay algo en el ser humano que viene de otro mundo, si podemos decirlo así, y está destinado a otro mundo, que nos dice que somos un “espíritu encarnado”. Que una persona sea o no religiosa no constituyen condiciones determinantes para la percepción de esta realidad, que es interior, y no depende de adscripciones ideológicas o de creencias de carácter externo. 
En todas las civilizaciones aparecen testimonios de esta otra condición humana que convive, en distintas proporciones, formas y relaciones, en cada hombre o mujer, y que constituye nuestra especial estructura abierta, inacabada, dialéctica, cuyos componentes pueden ser llamados “la carne” y el “espíritu”, sin entrar ahora a dilucidar como hemos de entender hoy estas dos dimensiones inseparables del ser humano. 

Esta estructura de un ser inacabado, abierto, en lucha consigo mismo que busca ser más de lo que es en las circunstancias en que viene al mundo y vive su vida, está en la base de nuestro particular e indefinible desasosiego, la que nos constituye como “caminantes”, buscadores, peregrinos, exiliados, que viven sus días contados entre un origen que se percibe oscuramente como nostalgia y un destino que se vislumbra y anhela como utopía. 

14/5/14

XLVIII “Sorge”, cura, cuidado (1)

XLVIII
“Sorge”, cura, cuidado (1)

Una vez llegó Cura a un río y vio terrones de arcilla. Cavilando, cogió un trozo y empezó a modelarlo. Mientras piensa para sí qué había hecho, se acerca Júpiter. Cura le pide que infunda espíritu al modelado trozo de arcilla. Júpiter se lo concede con gusto. Pero al querer Cura poner su nombre a su obra, Júpiter se lo prohibió, diciendo que debía dársele el suyo. Mientras Cura y Júpiter litigaban sobre el nombre, se levantó la Tierra (Tellus) y pidió que se le pusiera a la obra su nombre, puesto que ella era quien había dado para la misma un trozo de su cuerpo. Los litigantes escogieron por juez a Saturno. Y Saturno les dio la siguiente sentencia evidentemente justa: “Tú, Júpiter, por haber puesto el espíritu, lo recibirás a su muerte; tú, Tierra, por haber ofrecido el cuerpo, recibirás el cuerpo. Pero por haber sido Cura quien primero dio forma a este ser, que mientras viva lo posea Cura. Y en cuanto al litigio sobre el nombre, que se llame homo, puesto que está hecho de humus (tierra)”.
 (CAYO JULIO HIGINIO)

Esta fábula de Higinio -que he recogido de dos lectores y comentaristas egregios y en cierto modo contrapuestos, Martín Heidegger y Leonardo Boff- nos habla, como otros tantos relatos -el Génesis, el mito de Prometeo...- de nuestro origen con pretensión de universalidad, es decir, considerando, aunque sea en la forma y expresión de cada cultura, al ser humano in génere, como lo que es esencialmente.  Aquí se nos habla, como el Génesis, del origen del hombre. Se trata de un tema insoslayable en las narraciones originarias de casi todas las civilizaciones, que intenta así responder a las preguntas esenciales del dónde venimos, a dónde vamos y quiénes somos. Venimos del barro, estamos hechos de barro y al barro hemos de volver –dice la fábula-; pero ese barro está insuflado de un espíritu que, viniendo de Júpiter –de Dios, del Cielo, “padre de la luz”- tiene algo de divino, y a lo divino ha de volver. Mientras vivimos, somos Cura –sorge-, cuidado en el tiempo, preocupación, angustia. 
Se trata de una fábula, de un mito que trata de dar una respuesta a las preguntas que nunca dejamos de hacernos, por más que se nos diga una y otra vez que carecen de sentido, pues es preciso el sentido lo que se busca con estas preguntas. Podemos ver la frágil ambigüedad que presentan los textos fundacionales de nuestra tradición y de todas las grandes civilizaciones humanas, cómo es que tradición, traducción y traición van con frecuencia inextricablemente unidas. Y también cómo la lectura, base de nuestra tradición cultural, va unida a la conciencia personal, a la libertad y responsabilidad del individuo, y es por definición incompatible con el poder y su violencia estructural, especialmente con el poder, desnudo o travestido, de los totalitarismos. Y lo quiero poner en evidencia mediante este texto por el hecho de que sea Heidegger precisamente quién haya hecho una interpretación más honda y comprometida con él. Llama la atención que alguien de la talla intelectual de este filósofo pudiera ser tentado por nacionalsocialismo, una de las versiones modernas -borrón y cuenta nueva- del adanismo. 
Cabe, sin embargo, otra lectura de la fábula de Higinio que es la que hace Leonardo Boff  al distinguir dos maneras de leer el mundo: como un predio de conquista y explotación o como un huerto y jardín que hay que cuidar.
La fábula de Higinio presenta una serie de símbolos poderosos que aparecen en otras muchas narraciones sobre el mismo tema. El hombre es una criatura desposeída de sí misma. Ni el cuerpo (barro, tierra, Tellus) ni el alma (Júpiter) son propiamente suyos, pues no se ha formado a sí mismo. Ni siquiera su vivir, que pertenece en el tiempo a Cura –sorge, cuidado, preocupación- y es, por ello, un sin-vivir. El hombre es barro informe –incompleto, inacabado, ambiguo, sin forma dada, un “animal no fijado” (Nietzsche). Pero al mismo tiempo es “humus”, “tierra fértil” –Adán-, es decir, un ser abierto a una forma. Esa forma la proporciona Cura en el vivir, en el tiempo, en la existencia concreta de cada uno. 
El ser humano es arrojado a un mundo extraño en el que inevitablemente se siente impelido a sobrevivir primero, a vivir después y luego a vivir bien, a vivir felizmente. ¿Cómo lo hace? Mediante Cura. Cura es la preocupación, el afán, el desasosiego vital del proyecto y su continua y permanente realización siempre inacabada, el derroche de una constante actividad proyectada desde el pasado hacia el futuro que nunca se colma.
Si yo no he entendido mal a los existencialistas y a Heidegger –entenderlo mal es cosa bastante probable dado el carácter hermético y particularmente dificultoso de este autor-, nos dan una imagen del ser humano como el niño que, sin previo aviso y sin que sepa nadar, es arrojado por el padre al agua de la piscina. Allí se hunde la criatura y comprueba con angustia y miedo que se ahoga y no puede respirar, pues no tiene branquias, sino pulmones. Y entonces, como quiere vivir, bracea y bracea en ese medio extraño y hostil para un animal terrestre como es el agua hasta que flota y se salva, Moisés sin canastillo, pero con madre si la tiene. El agua es el mundo y sus peligrosos reclamos a los que hay que anticiparse, aún con angustia y miedo, para sobrevivir y vivir. Un mundo que sentimos como hostil, como si no nos perteneciera, como si realmente fuésemos de otro mundo, pues no estamos acoplados en él como el animal en su entorno, sino que entre el mundo y el hombre hay un hiato, una distancia, una separación, una herida abierta en nuestra conciencia. 
La anticipación que Cura impulsa –el cuidado, la solicitud, la preocupación existencial, la angustia- sólo se puede materializar a través del signo, en la palabra, en el verbo, en los tiempos y modos verbales. Las cosas no tienen ni recuerdos ni anhelos; nosotros –Cura- se los atribuimos. De ahí el por qué leer. El mundo al que somos arrojados es también ambiguo y mediado, un caos en el que permanentemente el propio hombre ha de estar poniendo orden, sentido, convirtiendo en cosmos, en un lugar habitable, en un mundo legible, en una morada humana, un edificio empalabrado y apalabrado. 
Por el cuidado entró el lenguaje en el mundo y por el cuidado se materializó en palabra escrita. Es en la producción escrita, de imágenes y palabras, en los millones de conversaciones de twiter o face-book, en los cientos de miles de blogueros como yo que sostienen el torrente de la escritura en pantalla, donde hoy podemos ver con más claridad que en toda la historia de nuestra especie y nuestra civilización el enorme derroche que Cura propicia en su tarea de conformación y al mismo tiempo de disipación. A veces, uno se queda mirando las estanterías de la biblioteca doméstica que nos ha acompañado in crescendo a lo largo de la vida y, sabiendo uno lo que cuesta leer y más lo que cuesta escribir, uno se pregunta a sí mismo: ¿Cómo es posible -Tántalo también el hombre- que se haya dedicado tanto tiempo y tanta energía a producir tanta literatura tantas veces inútil? Y sin embargo, seguimos leyendo y escribiendo. ¿Por qué?
Me pregunto: ¿qué sería de este ser que aspira a todo y es nada, este ser sin forma y sin permanencia, contingente, que adquiere su entidad en el tiempo tan breve de una vida, que “de la cuna a la sepultura” tiene que aprenderlo todo siendo como es nada, qué sería de él si no tuviera memoria? ¿Y cómo podría tener memoria sin los signos, los símbolos, que no sólo aguantan el paso del tiempo sin desaparecer, sino que lo recuperan y lo anticipan? 
El ser ahí –Dasein- a donde el ser humano es arrojado, como dice Heidegger, donde vive irremediablemente, cobra su existencia humana cuando es señalado por el dedo humano. “El mundo era tan reciente –dice García Márquez hablando de su Macondo- que las cosas carecían de nombre y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo”. Este ahí con que el hombre se encuentra emerge en realidad de un deíctico, de una señal, de un signo mediador, de un sustituto de la realidad material, un símbolo. 
En su origen, el símbolo es una especie de contraseña o prenda de amistad o de alianza, una medalla que se partía por la mitad -sym-bálica- y se entregaba cada parte a uno de los dos que establecían el lazo y la promesa y que podían aducir como prueba de ello si encajaban una en la otra. Así, la forma simbolizante, la parte manifiesta del símbolo y aquello que es simbolizado, que corresponde a su sentido, se hallan desencajadas sobre la base de una presupuesta unidad anterior a la que remite.  Esta partición originaria presupone, por tanto, un siempre latente encuentro o reencuentro entre las partes y las presencias que la testifican. Una presencia oculta se revela ante un testigo que la reconoce como tal y así adquiere su forma y figura. El símbolo nos dirige hacia una unidad originaria que hay que restablecer y en la que estamos comprometidos de antemano, pues este compromiso forma parte de nuestras condiciones de existencia. 

Cómo el dedo de Dios que Miguel Ángel pintara creando a Adán, el dedo del hombre crea otra realidad adánica. Y así, mediante señales, el hombre introduce orden en el caos, confecciona su cosmos, su hábitat, su morada. Esta morada está construida en parte con palabras que se transmiten desde los muertos que vivieron a los vivos que ahora viven y de estos a los que han de vivir, para que no tengan que empezar otra vez desde el principio la escritura de su geografía, la confección de sus mapas. Esta morada es una tradición, un edificio de textos cuyas palabras están también en parte en manos de Cura. Sólo en parte, pues el Dasein, el ser-ahí está más allá de las palabras. Esta morada es interior, está llena no sólo de significados y valores, sino de sentido. 

13/5/14

XLVII El sabor de la fruta madura

XLVII
El sabor de la fruta madura

Ni vale nada el fruto 
cogido sin sazón...
Ni aunque te elogie un bruto
ha de tener razón.

(ANTONIO MACHADO)

Reconocer el mundo y ser reconocido en él es lo que convierte al mundo en un lugar con sentido, un cosmos, una morada. Cuando falta la percepción de ese orden del que nos sentimos formar parte, de ese sentido, nuestra desorientación cobra dimensiones absolutas. El nihilismo, la depresión, el sinsentido nos hunde en el abismo existencial. ¿Hay en el ser humano, en su estructura esencial y originaria algo que le permite percibir el sentido y el sinsentido? 
Un ejemplo trivial, pero que es todo un símbolo: hoy mucha gente joven no puede saber a ciencia cierta si la fruta que se compra en los supermercados es buena fruta o no –a pesar de su resplandeciente apariencia, que enseguida se corrompe- porque sencillamente no han probado nunca una fruta madura recién cogida del árbol. Lo que comen no está en sazón, por muy vistosa que se muestre al consumidor para ser vendida; es fruta verde que viene de cámaras frigoríficas y que fue recogida Dios sabe cuándo, dónde y por quién y sometida luego a las trampas artificiosas de la vistosidad. 
Yo no creo, sin embargo, que los jóvenes hayan perdido por eso necesariamente el gusto, que es un don natural. Y bastará que prueben una vez una fruta madura –que revivan conscientemente esta experiencia feliz- para que la reconozcan como tal. Para ello, para que el reconocimiento pueda realizarse, debe ir acompañado de una cierta apertura, pues siempre tendemos –los “modernos” quizá más que los “antiguos”- a encajar nuestras experiencias en las estructuras mentales cerradas –nuestros prejuicios- en los que,  jóvenes o viejos, hemos sido socialmente condicionados. 
Hay una historia que cuentan los sufis a propósito del tema. Es la historia de aquel que nunca había visto otra clase de pájaros que el canario que tenía en la jaula. Un día atrapó un aguilucho y se dijo: ¿qué clase de pájaro es este? Lo llevó a casa y con las tijeras de podar le enderezó el pico y le recortó las garras de las patas. Luego lo soltó diciendo: Ahora sí que eres un pájaro de verdad.

Si falta un reconocimiento de la realidad, en virtud de las anteojeras con que miramos y leemos el mundo, y pedimos peras a los olmos, pocos frutos recogeremos. La pregunta pertinente es por tanto la siguiente: ¿Qué clase de frutos se recogen hoy del árbol de nuestra cultura? ¿No hemos cambiado los árboles frutales, que nos exigen más cuidados, por los olmos -quizá sería mejor decir “eucaliptos”, que crecen sin cultivo en cualquier terreno y no dan ni sombra- a los que pedimos lo que no pueden dar? De esto precisamente tendremos que seguir hablando, largo y tendido.

8/5/14

XLVI No vemos el mundo, lo leemos (2)

XLVI

 No vemos el mundo, lo leemos (2)


En Tamara, la ciudad invisible de Calvino, el ojo no ve cosas sino figuras de cosas que significan otras cosas. El mundo se hace visible en virtud de los textos del edificio cultural que los seres humanos nos hemos construido para vivir en él como tales. Es una visibilidad que se nos proporciona en cifra. Por eso no decimos “ver el mundo”, sino “leer el mundo”. 
Esta ciudad, Tamara, no se muestra al viajero que la contempla de forma directa, sino mediante signos.  En realidad, esta ciudad no la podemos ver, hay que leerla, interpretarla, tanto en lo que representa o significa con sus diversas funciones, como en la manera en que uno debe conducirse o comportarse en ella, como también en el sentido que otorgamos a su existencia ordenada.  La ciudad manifiesta de manera indirecta, a través de sus signos, una ontología, una ética o moral y una religión o metafísica.   
Tamara es como un libro, toda una cultura encerrada en un solo libro. Incluso fuera de la ciudad, del libro, el viajero sigue empeñado en leer aquello que el paisaje natural le ofrece a sus ojos como si fueran también signos textuales de la ciudad-libro, se empeña en otorgar significado y orden al caos que rodea la ciudad, se afana en convertirlo también en cosmos. De este modo, el viajero se siente formar parte de un mundo donde se mezclan de manera confusa y borrosa las sensaciones que estimulan las cosas que están allí fuera y los significados que el propio viajero les otorga a estos estímulos y sensaciones.  Lo que rodea al viajero no es un simple entorno que estimula reacciones instintivas de supervivencia en él, sino un mundo que, en cierto modo, es especular, es un espejo para él, en el que debe re-conocerse y dar y darse sentido. 
El recién nacido y el infante -el que todavía no habla- llegan a un mundo ya edificado, a una morada. Todo está ya funcionalmente dispuesto: los cimientos, la conducción de las aguas, del gas, de la electricidad, los desagües -tan importantes en estos edificios donde se consume tanto y se desperdicia tanto-, los lugares especializados -hogares, oficinas, lugares de espectáculo y entretenimiento, bibliotecas, templos, sedes bancarias, palacios y palacetes... -. Lo importante es que aquellos que vienen al mundo hoy sean acogidos en él, donde todo está, en principio, prácticamente hecho. Figuraos que cada nueva generación tuviera que empezar de nuevo desde las cavernas prehistóricas.  
Nacemos en un mundo de lugares preparados para la acogida, y uno de esos lugares, el primero y esencial, es la familia. Ahí el niño tiene que adquirir competencias fundamentales sin las cuales no puede integrarse en ese edificio cultural; no sólo integrarse en un mundo civilizado y complejo, sino que ni siquiera podría hacerse biológicamente humano. Fijaos, una cosa tan física como el caminar erguido, el niño no puede aprenderlo, como han demostrado los casos de “niños salvajes”, sino es con ayuda de sus congéneres adultos que ya saben andar de pie, que han convertido “el lomo de la fiera” en espalda. 
No digamos el habla. Sin el aprendizaje de una lengua -al principio oral, luego escrita- no tendría acceso real al mundo, que se ha ido edificando sobre todo con palabras, a su lectura. Por eso la lectura se ha convertido hoy en un derecho humano universal, no un simple derecho burgués como alguien dijo hace algunos años. Por eso, en nuestras sociedades modernas, el analfabeto siente vergüenza de serlo, pues se ve como un ser humano incompleto, un ciudadano disminuido y menoscabado en su dignidad con respecto a sus semejantes. 
En realidad, nuestro contacto con el mundo, como han puesto claramente de manifiesto tanto las ciencias neurológicas y psicológicas como las tradiciones espirituales, constituye verdaderamente una lectura, un acoplamiento histórico, procesual, entre el sujeto y el objeto de conocimiento, que no existen como dos instancias del todo separadas, sino que se autorrefieren la una a la otra y se construyen reflexivamente; que, en definitiva, son inseparables. 
Hablamos de tradición cultural, de manera más específica, si nos referimos, de acuerdo con la cita de Lotman, de manera más concreta a los textos y discursos mediacionales que se han pronunciado y se pronuncian acerca de nuestra comprensión del mundo.  La interpretación y actualización de los símbolos con que se formulan las escrituras de herencia y traspaso del edificio cultural que constituye “nuestro mundo” es al mismo tiempo conmemoración y rememoración, que se cumplen en la idea del “monumento”. 
Conviene saber que el fundamento de esos textos es también una lectura. Nuestros sentidos no tocan, oyen, gustan, ven, huelen el mundo en el sentido usual del habla, sino que lo leen. Esto se sabe desde que el mundo es mundo, y no un simple espacio natural de caza o predio para el hombre, sino un lugar que se hace legible y cobra sentido gracias a lo signos, el número y la palabra. El mismo Galileo veía a la Naturaleza como un libro escrito por Dioso que tenía que ser descifrado por la ciencia, interpretado, leído; como la Biblia. De ahí que se haya comparado tantas veces al mundo con un libro. ¿Y qué es la evolución sino el desenrrollar un rollo -eso significa “evolución”-, en definitiva, la lectura y relectura de un libro que se va abriendo y desplegando en el tiempo?  

Por todo ello, la lectura se ha ido convirtiendo en un verdadero ritual de iniciación por el cual las nuevas generaciones acceden al mundo. Un mundo que han recibido y cuidado antes sus padres y que han intentado mejorar, para dejárselo en herencia y para que ellos a su vez se lo apropien y lo mejoren. Un mundo que no es un caos resultante del azar -una selva de asfalto-, sino un cosmos con sentido, una morada humana. 

5/5/14

XLV.- NO VEMOS EL MUNDO, LO LEEMOS (1)



 No vemos el mundo, lo leemos (1) 

Nuestra cultura es un edificio monumental de textos
(YURI LOTMAN)


Nuestra cultura es un edificio monumental de textos. De toda índole: libros, catedrales, periódicos, series televisivas, estadios, anuncios publicitarios, estatuas, oraciones, pinturas, piezas musicales, jaculatorias, fórmulas matemáticas, sermones, mítines, manifiestos, noticias… Incluso lo que todavía no ha llegado a ser texto y emerge sin soporte en el instante efímero, es leído a través de los textos que retiene nuestra retina, resuenan en nuestros oídos, se acumulan en nuestra memoria. 
Los textos se articulan como partes, componentes y materia de un edificio que es nuestra morada. Que es un edificio quiere decir que se ha construido, se ha edificado sobre unos planos, unos cimientos. En nuestra cultura, esos planos, esos cimientos, provienen de materiales mezclados que son judíos, griegos y cristianos. Palabras, escritos, libros -biblia-. Nosotros somos - como dijo Montaigne- “intérpretes de la interpretaciones”. Oteamos el horizonte histórico -como dijo otro sabio- como enanos a hombros de gigantes. 
El edificio es un monumento. Y un monumento se erige para la rememoración y la conmemoración. La lectura y relectura de los textos son el rito y la liturgia que vivifican nuestra memoria, que mantienen vivo y funcional el edificio. Mal hacen los moradores que quieren tenerlo todo siempre manga por hombro, en estos días de permanentes novedades que se consumen en una cada vez más rápida obsolescencia. Vivimos en la “sociedad del tírese después de usado”, como dijo Alvin Toffler, y no me refiero sólo a los objetos. 
Lotman dice “nuestra cultura”. Hay otras culturas, pero la nuestra es la nuestra; y es escrita, está basada sobre todo en los libros. Que los libros se lean en papel o en pantalla, es lo de menos. Se leen; hay que leerlos y hay que saber leerlos para leer el mundo. 
El siguiente texto de Calvino, de sus Ciudades invisibles, expresa de manera magistral esta idea: no vemos el mundo, lo leemos. 

TAMARA
"[...] Finalmente el viaje conduce a la ciudad de Tamara. Uno se adentra en ella por calles llenas de enseñas que sobresalen de las paredes. El ojo no ve cosas sino figuras de cosas que significan otras cosas: las tenazas indican la casa del sacamuelas, el jarro la taberna, la alabardas el cuerpo de guardia, la balanza el herborista. Estatuas y escudos representan leones delfines torres estrellas: signo de que algo - quién sabe qué - tiene por signo un león o delfín o torre o estrella. Otras señales indican lo que está prohibido en un lugar - entrar en el callejón con las carretillas, orinar detrás del quiosco, pescar con caña desde el puente - y lo que es lícito - dar de beber a las cebras, jugar a las bochas, quemar los cadáveres de los parientes - . Desde las puertas de los templos se ven las estatuas de los dioses representados cada uno con sus atributos: la cornucopia, la clepsidra, la medusa, por los cuales el fiel puede reconocerlos y dirigirles las plegarias justas. Si un edificio no tiene ninguna enseña o figura, su forma misma y el lugar que ocupa en el orden de la ciudad bastan para indicar su función: el palacio real, la prisión, la casa de moneda, la escuela pitagórica, el burdel. Incluso las mercancías que los comerciantes exhiben en los mostradores valen no por sí mismas sino como signo de otras cosas: la banda bordada para la frente quiere decir elegancia, el palanquín dorado poder, los volúmenes de Averroes sapiencia, la ajorca para el tobillo voluptuosidad. La mirada recorre las calles como páginas escritas: la ciudad dice todo lo que debes pensar, te hace repetir su discurso, y mientras crees que visitas Tamara, no haces sino registrar los nombres con los cuales se define a sí misma y a todas sus partes. 

Cómo es verdaderamente la ciudad bajo esta apretada envoltura de signos, qué contiene o esconde, el hombre sale de Tamara sin haberlo sabido. Fuera se extiende la tierra vacía hasta el horizonte, se abre el cielo donde corren las nubes. En la forma que el azar y el viento dan a las nubes el hombre se empeña en reconocer figuras: un velero, una mano, un elefante...