14/4/14

XLI.- Zambrano: lo que nos va dejando






XLI
Zambrano: lo que nos va dejando

Oh, vigilia del verso 
que has buscado el olor de la tierra
en la memoria de tantos.
Besa mi recuerdo.

(JOSÉ ANTONIO ZAMBRANO)


Un libro más de Zambrano -Lo que dejó la lluvia, Calambur, 2014- no es un libro más de Zambrano. Es el mismo libro, cada vez más hondo y transparente, más acendrado y riguroso, más preciso y descarnado, más decantado y amigable. Zambrano lleva toda la vida -que ya va siendo larga y Dios se la conserve- siendo fiel a sí mismo y a la intimidad que le rodea: esposa, hijos, amigos, poesía... Una vida sencilla, una intrahistoria.  “De la mano de todos”, como dice en uno para mí de los más hermosos poemas del libro.  
Todas las circunstancias que rodean al vivir y poetizar como tarea cotidiana en Zambrano conforman una sola pieza musical que se va desarrollando en movimientos sucesivos que son en esencia el mismo movimiento. Él escribe la partitura y dirige la orquesta a un tiempo, con pluma en la mano en vez de una batuta. “Soy -dice- el que elige el pan que como y el que sabe que sus actos pertenecen solo a una vida”. Así ha adquirido la maestría y autenticidad que tiene y que se manifiestan en toda su obra y de manera especial, como de síntesis más descarnada, en este libro. 
La fidelidad, en todos los terrenos en que se ejerce, siempre tiene sus frutos. Que se desparraman también alrededor de aquel que persevera en ella. Así, los que hemos venido respondiendo a las exigencias -nunca proclamadas, sino silenciosamente ejemplarizadas- de esa fidelidad, no sólo en la amistad compartida, sino como lectores asiduos de su obra, también obtenemos nuestro premio, que es de comprensión y reconocimiento, de dis-frute. Incluso aquellos que, quizá con más distancia y también con más acierto, por oficio, han venido estudiando como críticos su poesía, por ejemplo Ricardo Senabre o Miguel Ángel Lama, han sabido ver que detrás de ella hay una tarea asumida como misión vital ineludible.   
La obra de Zambrano -pues se trata de esto, de una obra, no de una serie de libros- es, como dice Marcel Legaut, una obra de itinerario. Y como en todo itinerario vital, nada se desperdicia en el camino, sino que se va recogiendo e integrando para que todo llegue a su cumplimiento, es decir, a su plenitud. Queda dicho también, de forma luminosa, por nuestro poeta en otro de sus poemas, “Futuro”, especialmente en el sentencioso penúltimo verso: “Fijo el viaje lame su llegar”. Lo constante, lo fijo, es el viaje, que curiosamente no se va haciendo más premioso, sino más reposado, más demorado en mirar por donde se pasa, más consciente del viaje en sí, re-creándose en el propio viajar. Como bien dice Ramón Pérez Parejo, el autor del prólogo del libro, no hay en este regresar nostalgia, sino apropiamiento o aprovisionamiento para el vivir diario. Lo que se recoge es el hilo de la memoria, que se enhebra a la aguja que cose el aquí y el ahora. Al mismo tiempo Ulises y Penélope, la memoria va tejiendo -tejido, texto- la figura: ser uno mismo, reconocer el santuario hacia el que el peregrino va, al que va viendo que regresa.  
 Porque, ¿a dónde viajamos? “Vete despacio que a donde tienes que ir es a ti mismo”, reza un proverbio zen, que Juan Ramón Jiménez glosa en Eternidades: “¡No corras, ve despacio, que adonde tienes que ir es a ti solo!”. Por eso, es solo una aparente paradoja que este viaje en Zambrano hacia su propio cumplimiento sea un viaje de regreso, tal como se reclama ya en la cita de Cortázar del comienzo del libro: “Se dio cuenta de que la vuelta era realmente la ida en más de un sentido” y en todo el primer poema, “Memoración”: volver, retornar, a lo que siempre estuvo ahí como patria -con resonancias de Rilque-, sólo que más desnudo -también sin patria -otra patria-, sin lengua -otra lengua-, parece desdecirse luego. Desnudo bajo la lluvia. 
Esta es la paradoja, se va hacia el origen, se hace un peregrinaje de regreso; paradoja cuya resolución sólo puede llevarse a cabo viviendo con autenticidad, como respuesta a la llamada, a la vocación, que el poeta va desgranando en  su exigente fidelidad a la obra, que es su vida.  Así el poeta, como dice Ernst Jünger, "ayuda al ser humano a encontrar el camino de vuelta a sí mismo: él es un emboscado”. Esta palabra, “emboscado”, pienso que le cuadra bien a Zambrano, como me conviene a mí y a otros pocos amigos que, por decisión propia,  más o menos consciente , vivimos un tanto apartados del mundo, aunque no dejemos de estar en el mundo. “De la mano de todos”, compartimos nuestra soledad, que es también la de todos. Lo que un poeta como Zambrano se exige a sí mismo no consiente las distracciones del mundanal ruido, si quiere llegar a conocer su verdadero rostro y mostrarlo. 
Pues de lo que hay que hablar es de reconocimiento. No otra cosa es la dirección de este itinerario de vida y obra. “No cesaremos de explorar -dice T. S. Eliot- y el fin de nuestra exploración será llegar a donde arrancamos y conocer el lugar por primera vez”. Este lugar, presentido una y otra vez por Zambrano -”lugar cercado que prima lo preciso del poema y ama las mismas cosas todos los días”- es como la brújula dorada que orienta un destino y que se mueve en el abierto magnetismo de las palabras. Buscar el sentido en la palabra y buscar el sentido de vivir se fijan en lo mismo. De ahí la inextricable y a la vez inseparable unión de vida y poesía, vereda y búsqueda, que, aunque no se le conociera personalmente, se dejaría ver con luz propia en la poesía de Zambrano.
“Es necesario elegir -dice Zambrano como “Penúltimo deseo”- entre amar la vida o comprenderla”. Y se responde a sí mismo: “Yo he optado por amarla”. Pero el poeta no puede renunciar a pronunciarla también y para ello debe seguir buscando. Pronunciación, es cierto, siempre penúltima, pues, fiel y exigente consigo mismo, Zambrano seguirá incansable hasta el final, hasta el cumplimiento que está más allá de las palabras, haciendo su obra, es decir, viviendo y amando. 




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