12/3/14

XXXI.- EL DESARRAIGO (3)



El hombre no está autorizado a preguntar cuál es el sentido de su vida, sino que es a la propia vida, que le plantea continuamente preguntas, a la que debe responder. No con palabras, sino con sus acciones 

(VIKTOR E. FRANKL)

El desarraigo que sufrimos hoy en nuestra cultura es un síntoma soterrado, pero de hondo calado, que afecta al sentido que debe informar toda la tarea de transmisión cultural y formación que las generaciones ya instaladas deben realizar sobre las que van llegando al mundo. La destrucción sistemática de los valores heredados de la tradición cultural en que nació la idea de la educación y la escuela como institución –nuestra tradición griega, cristiana e ilustrada-, así como los “lugares de acogida” donde la enculturación se venía llevando a cabo –la familia, la iglesia, los oficios, los pueblos y ciudades-, nos ha dejado a merced de un nihilismo sin esperanza, instalados en la autodestrucción de una herencia sin futuro. El problema que plantea a la educación esta situación es la siguiente: ¿Cómo vamos a educar sin fe en una vida mejor para el hombre y la mujer de mañana? ¿En qué suelo vamos a apoyar esa fe en el futuro si nos dedicamos simplemente a esquilmar y sembrar de sal el predio que hemos heredado? ¿A dónde nos puede llevar este desarraigo? ¿Servirá para que el ser humano conquiste nuevas cotas de cultura y civilización que superen al animal asustado, mitad sumiso, mitad agresivo, que todavía somos? 

Creo que estamos asistiendo al fin de un mundo y entrando en otro en el que, más titulados pero menos formados que nunca, nos sentimos capaces -la ignorancia es muy atrevida- de prescindir de nuestra civilización  sin ser conscientes de que corremos el peligro de no reconocernos como humanos. Un mundo que no está hecho sólo de cosas materiales, por mucho que nos empeñemos en ello, sino sobre todo de significados, y al que irán llegando inevitablemente las siguientes generaciones. ¿Cómo las vamos a educar si no tenemos referencias claras en que apoyarnos, ni ejemplos a seguir, ni confianza en nosotros mismos? 
Y, sin embargo, el desarraigo tiene otra dimensión que forma parte de nuestra tradición cultural que conviene no olvidar y que nos plantea la esencia de la relación entre tradición y cambio, el ajuste equilibrado en la tarea de transmisión y recepción cultural que constituyen las tareas de educación y enseñanza en toda su amplitud entre lo que se recibe del pasado y las respuestas que exigen el presente y el porvenir. Pues la tradición nos facilita no sólo el edificio, sino los andamios y herramientas para su permanente reconstrucción. Nosotros, los que transitamos desde el pasado al futuro, no somos ni el pasado ni el futuro, sino un puente siempre en construcción. 
Toda nuestra cultura ha adquirido forma en su desarrollo histórico sobre el fondo de un desarraigo histórico permanente. Desde el pueblo judío, que comienza su exilio con la peregrinación de Abraham, aparece ese desarraigo como condición para superar la propia identidad tribal: así es como nuestra cultura ha adquirido su carácter universal y preeminente hasta la modernidad, haciéndose a sí misma siempre forastera. Tanto la historia judía como la cristiana, como también la islámica, han consistido en combatir a los dioses tribales a favor de un solo Dios que, al trascender la geografía y la historia propias, universaliza al hombre como uno y el mismo en todo lugar, tiempo y circunstancia. El criticismo de la modernidad, que forma también parte de esta misma historia de nuestro consustancial desarraigo como cultura, es una invitación a todos los pueblos a superar lo propio, a reconocer en esa desapropiación a lo humano como tal, por encima de razas, sexos, costumbres, religiones, territorios, lenguas, banderas. Por encima también de los particularismos estrechos que tientan a veces a la política y a la religión y las transforman en ideologías que llevan a la división y al enfrentamiento –partidos, nacionalismos, sectas, clases sociales, grupos identitarios (feminismo, homosexualidad, inmigrantes, jóvenes, razas…)- olvidando que el ser humano es el mismo siempre y en toda circunstancia. El fin de la historia, el fin de la tradición que predica la postmodernidad es por eso el fin de todo proceso evolutivo de la conquista del hombre in genere, del hombre universal, el fin de toda humanización.   

Por eso el desarraigo tiene un aspecto necesario: para llegar a la tierra prometida hay que pasar por el desierto. En realidad partimos todos al nacer, como seres humanos que somos, es decir, sin una hechura terminada, animales “no fijados”, de un desarraigo esencial y existencial, inmigrantes allegados a un mundo radicalmente nuevo y extraño del que tenemos que aprenderlo todo. De cómo nos acoge este nuevo mundo, ya viejo para quienes nos reciben, y nos forma y nos pertrecha para vivir en él, depende en gran parte nuestra propia existencia y el sentido que a ella, como seres conscientes, le otorgamos. Y es condición indispensable, para hacer fructífera esa acogida, que los nuevos seres que vienen al mundo sean deseados como verdaderos acontecimientos preñados de esperanza por parte de quienes ya viven en él. Para ellos, porque queremos que vivan entre nosotros y queremos que sean mejores que nosotros, para recibirlos como se merecen, hay que estar siempre arreglando la morada humana, para que tenga sentido y merezca la pena vivir en ella.

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