30/3/14

XXXVII: El tren de las nuevas tecnologías

EL TREN DE LAS NUEVAS TECNOLOGÍAS

¡Más madera, es la guerra! 
(GROUCHO MARX) 

Acabo de publicar un libro en el que hablo de la educación y las nuevas tecnologías. Lo he titulado “Loa a la vieja pizarra” y en él -sin ninguna nostalgia trasnochada a pesar del título- trato de reflexionar sobre la relación entre una y las otras. Lo que escribo en este post es algo que me ha venido a la mente después de terminado el libro (*). 
Las TIC no han venido poco a poco y en paz, sino como una auténtica invasión, masiva, precipitada y amenazante ante la cual unos se suman con entusiasta recibimiento y otros con recelo y resistencia, como suele ocurrir en todas las invasiones. 
Los primeros suelen exigir una adhesión pronta, incondicional e inquebrantable bajo la velada amenaza de que uno corre el riesgo de perder un tren que nos llevará a un futuro feliz. El simple anuncio de esta adhesión bajo amenaza puede producir -está produciendo de hecho- una estampida, como el grito de “!fuego¡” o el anuncio de las rebajas de Enero. 
Esta clase de amenazas vienen de hace algún tiempo, referidas antes al desarrollo industrial y al progreso técnico y económico en sus primeros augurios. También desde el principio se recurría a su refutación: recordemos la genialidad de Charles Chaplin en Tiempos modernos o la famosa frase de la película Los hermanos Marx en el Oeste, “¡Más madera, es la guerra!”, que, por cierto, no parece que lo dijera Groucho Marx, sino Miguel Mihura, responsable de la traducción para el doblaje en español. Ya sé que esta escena tiene diversas interpretaciones y hay quien piensa que lo importante es que el tren llegue a su destino, aunque sea desmantelado y con los viajeros a la intemperie. Lo que pasa es que hoy no están claros los siguientes puntos: a) si el tren llegará efectivamente a donde tiene que llegar, b) si lo hará con los pasajeros sanos y salvos; c) si todos los viajeros van efectivamente al mismo sitio; y d) lo más importante, ¿sabemos realmente a dónde se dirige el tren? 
Otra metáfora amenazante que suelen usar quienes se adhieren a los invasores es la de quedarse sin entradas para ver la corrida. Sobre esto hay que decir que la metáfora no parece distinguir entre los espectadores de la corrida y la participación en ella, como torero, toro, banderillero o picador. Entiendo, si no es mucho entender, que no se pretende en absoluto que las TIC contribuyan a una especie de darwinismo social por el que una mayoría de ciudadanos queden relegados al papel de espectadores. Si hemos de ser todos toreros, ya que la red está abierta a la participación democrática, debemos tener en cuenta al toro. La faena puede salir bien o mal según la suerte del toro, no depende sólo de la muleta y la capa, la habilidad del torero o la vistosidad del traje de luces. Todos sabemos que Curro Romero ha sido un gran maestro, pero al que no le importaba hacer una mala faena si el toro no salía como Dios manda. Alguien le preguntó lo que sentía esas tardes en que la plaza se venía abajo de pitos y abucheos. Y el maestro contestó: “Me guztaría vorverme invizible”.  El problema es que si un torero quiere ser famoso, tiene que estar en  los carteles que anuncian la corrida, creando expectación, y no puede, cuando la suerte no viene de cara, “vorverze invizible” en medio de la faena. El cartel tiene sus exigencias. 
¿A dónde queremos ir a parar con todo esto? Pues que hoy, gracias a la TIC, todos estamos adquiriendo, nos demos cuenta o no, una patente visibilidad, quizá excesiva. Y esto no sólo aumenta los peligros, sino que multiplica exponencialmente la necedad humana. Esto no es un problema de las máquinas concretas en que se materializan las tic, sino de las funciones, la organización y los objetivos que informan las instituciones sociales, políticas y económicas que las usan -especialmente las instituciones educativas- y, lógicamente, de los usuarios. ¿Está un niño preparado para usar una pistola por buena que sea la pistola y por habilidoso que sea el niño en manejarla y disparar con puntería?  Es en la instituciones educativas, desde la escuela primaria a la universidad, donde el afán de visibilidad hace estragos con sus prisas y su afán de productividad visible, cuantificable y noticiable. En red, si uno se deja atrapar por ella y va de nudo en nudo por la tela de araña, acaba siempre en la pornografía, que hace también visible una de esas cuantas cosas que pertenecen a nuestra intimidad, que el pudor preserva porque sabemos en conciencia que de ello depende nuestra dignidad humana. Este es el núcleo de la dinámica de la red, la araña que espera agazapada en cualquier punto conectado a todos los demás, pues toda visibilidad tiende, en su constitutivo horizonte de insaciable mostrarse a la curiosidad, a su esencia pornográfica y devoradora. Es una lástima que algunos -que los hay- consideren que todo deba ser mostrado por grosero e insultante que sea y consideren toda visibilidad como la expresión de una sociedad madura y democrática.   
Otra imagen que se usa para explicar la situación de ruptura que supone en nuestra cultura la invasión imprevista y masiva de las nuevas tecnologías es la de un barco que parte casi sin previo aviso del muelle en que nos encontramos y que invita a dar un salto precipitado a la cubierta del mismo, si no se quiere correr el riesgo de, por cobardía, descuido o ignorancia, quedarse en tierra. La imagen es muy sugestiva y pone muy en evidencia el meollo del problema, ante el que hay que hacerse ciertas preguntas. ¿Qué pasa, por ejemplo, con los que pierden el barco y se quedan atrás, en el muelle, viendo como el futuro se les escapa? ¿Qué culpa tienen ellos de su ignorancia o su cobardía? ¿No exige esta situación una nueva especie de solidaridad que evite los riegos de nuevas formas de desigualdad y deshumanización? 
A mí esto me preocupa, quizá porque formo parte de la tropa de cobardes, perezosos o ignorantes que se quedan en tierra. Pero me preocupa también desde una perspectiva menos personal: porque pienso en la posibilidad de que se queden en tierra no sólo los ignorantes, los cobardes o los perezosos, sino también los tímidos y los prudentes, que se inhiben ante las prisas y las adhesiones multitudinarias que suscitan los prodigiosos aparatos técnicos que nos invaden, ante la hybris que siempre acecha al triunfo humano. Puede que se olviden también los botes salvavidas que toda aventura marítima, por autosuficiente y poderoso que se crea el nuevo barco, debe llevar consigo -no olvidemos al Titanic-. ¿No pudiera ocurrir -ya ha ocurrido muchas veces a lo largo de la historia humana- que acechen ocultos icebergs o tormentas y maremotos ante los cuales el barco, último grito de la tecnología, no tenga respuestas adecuadas? ¿Acaso no vemos cómo la naturaleza maltrata una y otra vez a la pobre raza humana a pesar de los artilugios con que ha ido dotándose para defenderse de sus ataques imprevistos? Quizá, los alegres tripulantes, en los momentos de apuro, echen de menos los botes salvavidas. Y quizá también pueda ocurrir que ya en alta mar, pasada la primera euforia del embarque hacia la aventura, caigan en la cuenta de que no saben en realidad a dónde se dirigen.
Y aquí viene a cuento lo que dijo Max Scheler, que el navegante que zarpa y se adentra en mar abierto, siempre echa la vista atrás y mira al faro del puerto del que ha salido. En principio, la dirección que ha tomado el barco parece opuesta a la del faro, pero es la mirada atrás la que le indica si lleva o no el rumbo correcto. 
Siempre hay que mirar dónde están los demás, dónde se han quedado, pues sin estas referencias no podremos saber con certeza si hemos tomado el rumbo adecuado o no. En esta encrucijada histórica, no podemos permitirnos el lujo de prescindir de nadie, por razones de interés general. Pues en el momento de las incertidumbres en alta mar, ¿cómo recurrir a los puentes que no se han podido construir por las prisas del viaje? ¿Quién les dice a los eufóricos tripulantes que hay que regresar de nuevo a tierra a por los atrasados? ¿Cómo admitir que entre aquellos puedan estar precisamente los que saben leer los signos de los tiempos y pueden de verdad, no sólo restablecer la orientación del rumbo del barco, sino también un mejor destino?
La invasión de las TIC, por sus propias características, suscita reacciones a favor y en contra quizá poco meditadas; pero debemos considerar que las TIC se presentan, como toda conquista humana, con sus dosis de bendición y maldición confusamente mezcladas y hay que saber acogerlas con la libertad, el sosiego y el compromiso responsables -sin ceder a las reacciones viscerales de las prisas que impiden la reflexión y la ponderación- que exigen todo progreso en favor del hombre. 

(*) Está públicado por el Instituto Mounier en la colección Sinergía de su fondo editorial, nº 49 de la serie roja. Puede pedirse en cualquier librería o directamente a www.mounier.es por el módico precio de 6 euros.

21/3/14

XXXIII) La propiedad, la expropiación, lo propio y lo apropiado


Dichosos los que eligen ser pobres, 
porque ellos tienen a Dios por Rey
(MATEO, 5, 3)


Entre lo que hay de poso cristiano y lo que se ha añadido de catecismo marxista en nuestra cultura, lo cierto es que ha calado en la mayoría la idea de que toda propiedad es un robo. Tanto, que no sólo sirve para engalanar de buena conciencia a los que no tienen propiedad, sino que los propietarios tienen mala conciencia de serlo. Quizá esto último se deba a que no se ha traducido nunca bien del todo el Sermón del Monte del Evangelio; y yo no soy quién para pronunciarme en este sentido. Pero me consta que, por ejemplo, una de sus máximas o “bienaventuranzas” -la que abre como cita este post- bien puede entenderse como referida a los pobres pobres, materialmente pobres, o bien a una pobreza entendida como desapego de la riqueza, es decir, a la pobreza como una opción de vida, una elección libre. 
Pero aunque permanecen las ideas, la historia va cambiando las cosas y la percepción que tenemos de las cosas; pues si es cierto que no sólo de pan vive el hombre, no es menos cierto que tampoco puede vivir sólo de ideas. El marxismo, una flor de invernadero sembrada sobre el humus del cristianismo, ahora no es más que una flor de plástico perfumado en casa propia. Por eso no nos puede extrañar que nos resulte chocante -como el ridículo anacrónico de alguien, que tomándoselo en serio, va con levita  y peluca empolvada a un concierto de rock- que Hugo Chaves, un militar golpista, saliera en la tele diciendo aquello de “¡Exprópiese!” o que unos curas hablen de religión con términos procedentes del materialismo dialéctico y de la lucha de clases, en ese híbrido llamado “Teología de la liberación”.
Entretanto, lo que la historia nos ha enseñado, entre otras, son estas dos lecciones: una, que la expropiación no soluciona el problema de la propiedad, sino simplemente la hace cambiar de mano; y otra, que los nuevos propietarios dedican una gran parte de las rentas de lo apropiado a fabricar armas para combatir a sus hermanos proletarios que viven en otras propiedades. Cuando se expropia en nombre del Estado, el que sale ganando es el que parte y reparte -el Partido, el único-, que se queda con la mejor parte. 
Que la propiedad es un robo presupone la denuncia de una injusticia. Y la denuncia de una injusticia supone una toma de conciencia de quienes sufren la injusticia. Y esta toma de conciencia, sobre todo si es estructural y afecta a todo un colectivo al que se otorga cierto carácter universal -por ejemplo, el proletariado- proporciona una fuerza, una energía que puede servir para cambiar la historia y remediar la injusticia. O también puede llevarnos al mismísimo infierno. Tanto Adolfo Hitler como José Stalin usaron esa fuerza, basada en la injusticia cometida contra el pueblo alemán, convertido en proletariado nacionalista, y el pueblo ruso, convertido en nación proletaria. 
El anacronismo al que antes nos referíamos tiene que ver con el nuevo panorama del mundo mundial globalizado. El proletariado como clase, especialmente en virtud de la caída del muro de Berlín, ha perdido su carácter universal y su fuerza liberadora. La injusticia no se señala hoy, porque no se puede, como algo histórico, de carácter estructural, sino que se ha ido disgregando en distintos grupos, calificados como marginales o marginados, cada uno con su etiqueta particular de marginación, lo que da lugar a una enorme confusión y profusión de injusticias. Por ejemplo, la mujer: ¿hay que meter en el mismo saco, envoltorio o etiqueta a la reina del Reino Unido de Gran Bretaña y las hermanas Koplovitz junto con la cajera del supermercado de la esquina y la que lleva un burka tapándole el rostro? ¿Y qué decir de la defensa de los nacionalismos emergentes por parte de grupos de izquierda? ¿Definen injusticias determinadas los territorios en donde se nace y consecuentemente distintas clases de proletariado adscritas a distintas geografías? 
Todo se ha relativizado hoy; y el concepto de propiedad también. Nosotros, para aclararnos, echamos manos de la posición que han adoptado, en su decir y en su ejemplo, algunos sabios de nuestra tradición greco-cristiano-ilustrada -al fin y al cabo, el concepto de propiedad como otros conceptos, los hemos heredado de esa tradición-. Por ejemplo, la máxima del Sermón del Monte ya citada, en una traducción que nos parece adecuada a los tiempos que corren: “Dichosos los que eligen ser pobres” [...] O aquello que se atribuye a uno de los siete sabios de Grecia, Bías de Priene: “Todas mis cosas las llevo conmigo”. O a Sócrates: “Yo necesito muy pocas cosas y las que necesito las necesito muy poco”. O este proverbio indio: “Uno posee sólo aquello que pueda conservar en un naufragio”. Pero, ¿no somos hoy todos náufragos futuros en riesgo de perderlo todo? ¿No viajamos en el Titanic? ¿No vivimos bajo la amenaza permanente de un incendio? Hace ya años escuché decir de viva voz,  a un poeta muy famoso con gran escándalo por mi parte y otro par de amigos que lo acompañábamos paseando, que prefería que se le muriera la mujer a que se le incendiara su biblioteca. No diré su nombre, pues ya murió; es decir, se le incendió su biblioteca y se quedó sin mujer.
Y volviendo al Evangelio -siempre estamos volviendo a él-, el milagro de los panes y los peces no consistió en la expropiación forzosa de la talega con comida que los seguidores de Jesús llevaban en la romería. “¿Tú qué tienes?”, iban preguntando Jesús y sus discípulos a la gente, ¿”y tú”?, ¿”y tú”? Compartieron lo que cada uno tenía y ocurrió el milagro.  
El concepto de propiedad es relativo y lo apropiado no es la expropiación y luego el reparto, sino compartir lo propio, es decir, lo que es necesario, con todos aquellos que tienen la misma necesidad.
Lo que cada uno necesita, que varía en matices con lo que cada uno es, es lo propio. Lo propio puede ser o no lo apropiado. Lo podríamos llamar “patria”, si nos atenemos a lo que decía Rilke sobre ella: aquello que uno guarda en su corazón y siempre lleva consigo, desde la apropiación que hizo en su infancia: un modo de hablar y de sentir, unos olores y sabores, una sensibilidad para desarrollar cierto gusto y cierto tacto con las cosas y las personas, un paisaje, exterior e interior -lo de dentro es lo de fuera-, unos vínculos afectivos... Quizá sea esta patria el “reino de los cielos” del que habla el Evangelio y del que afirma que está dentro de cada uno. Y aquí vuelve a aparecer la cuestión de la propiedad; porque a este cielo no se puede entrar cargado como un camello o un burro, pues su puerta es estrecha como el ojo de una aguja.  



17/3/14

XXXII.- Oficio y experiencia


He who can, does. He who cannot, teaches. 
("El que sabe, hace. El que no, enseña.")  
(GEORGE BERNARD SHAW)

Esta cita de Bernard Shaw puede tomarse como una ocurrencia chistosa o como un aforismo muy serio que invita a la reflexión y la autocrítica.  Yo creo que se trata de una sencilla y profunda verdad que denuncia la consustancial impostura que tiene toda pedagogía y todo afán apostólico de la que hemos de ser conscientes si queremos que sus efectos sean más positivos que negativos. Los efectos positivos provienen de lo que se ha llamado en nuestra tradición “docta ignorancia” y de la práctica del método socrático, a saber: que todo aquel que enseña debe saber ante todo que no sabe y que en la relación pedagógica, el hacer que concitan el aquí y el ahora en la relación adquiere prioridad sobre los proyectos y los mecanismos, ideológicos y burocráticos, supuestos el sentido común y los criterios adecuados.  Quiero creer que a esto mismo se refería también Dewey al decir que vale más un gramo de experiencia que una tonelada de teoría, aunque no entiendo que teoría y práctica tengan que ser cosas opuestas, si una cosa y la otra son bien entendidas. 
La palabra “teoría” tiene muy mala prensa entre la gente que tiene el oficio de enseñar. Esta mala fama se justifica en el doble hecho de que en este oficio, sobre todo últimamente, se ha tomado muy a la ligera la teoría y se la ha confundido con opiniones gratuitas de los despachos burocráticos plasmadas en el boletín oficial, o de los despachos académicos donde se ha confundido a su vez el contexto del aula y sus relaciones entre sujetos humanos con otros contextos en donde las “teorías” se aplican sobre objetos mecánicos; dicho de manera directa: se han tomado las escuelas por fábricas de tornillos. De la manipulación política de la ignorancia ni hablo, pues sería mezclar y confundir demasiadas cosas. 
La teoría, en el campo de los acontecimientos humanos, adquiere la forma de sabiduría.  El término griego sophía y el latino sapientia remiten a un campo semántico compartido que está en relación con la experiencia, el saber, el ejemplo y la habilidad.  Lo teórico y lo práctico no están aquí en una relación de causa y efecto, sino en una relación dialéctica en la cual ambos términos son inseparables.
La pedagogía no pertenece al ámbito de la teoría pura–theoría- ni tampoco al de las aplicaciones mecánicas de la tecnología –tejné-, sino al ámbito de la phrónesis, de un saber de reglas que hay que aplicar a contextos cambiantes según el lugar, el tiempo y las personas.  Es decir, que la enseñanza no es una ciencia ni una técnica, sino un arte, un oficio, un saber de experiencia. 
Ahora bien: una cosa es tener experiencia y otra tener años de servicio, trienios y sexenios. ¿Qué debe hacer el profesor para aprender de su propia experiencia? ¿Cómo forma en él mismo las actitudes que los alumnos deberán adquirir también para hacer fructífera, de manera mutua, la situación de aprendizaje?  ¿Cómo aprenden los padres de familia a serlo, a ejercer este oficio tan importante y tan determinante para la vida humana y para cuyo ejercicio no se exigen títulos de ninguna clase?
Cuando digo que la enseñanza es un arte, un oficio, un saber de experiencia, no quiero que se me entienda mal; es decir, no quiero que se entienda que lo único que tiene que hacer un aspirante a profesor es ponerse a trabajar y ya irá aprendiendo. No toda práctica se convierte en experiencia. La experiencia necesita, como cualquier otra actividad, dos cosas esenciales: una conexión efectiva con la realidad y una orientación pertinente; y en este sentido debe ser matizada en cuatro líneas complementarias:
a) La experiencia debe conectar con toda la realidad compleja que configura el hecho educativo. 
b) La experiencia debe ser reflexionada, consciente. 
c) La experiencia depende de un contexto histórico-cultural determinado que se ha formado con otras experiencias a lo largo de una tradición.
  1. La experiencia debe ser verificada de la manera que exige la complejidad de los hechos humanos, mediante el ejemplo y el testimonio.
e) La experiencia se adquiere en la práctica teniendo como referencia a alguien con experiencia, a un maestro que sirve de modelo y referente. 
La conexión con la realidad viene de la apertura a toda la realidad, siendo consciente de los filtros ideológicos, inevitables y a su manera necesarios, que reducen y ofuscan nuestra percepción y sirve de justificación a nuestros errores e incongruencias.
La reflexión supone mirar y mirarse en una trayectoria que, desde el presente, indaga la memoria y ausculta el futuro. La reflexión supone que el que observa su hacer, se observa al mismo tiempo a sí mismo haciendo y en compañía.
El contexto cultural implica asumir una tradición sin traición y sin tradicionalismo; en la tarea crítica de la entrega y recepción de una cultura que nos acoge en su morada,  nos alza en sus andamios y nos invita a ir más allá en sus puentes. 
La verificación debe realizarse desde nuestro sentido común y nuestra honradez, es decir, desde la observación desprejuiciada de los frutos que producen nuestras acciones y nuestras propias reacciones a las mismas.
El aprendizaje del oficio tiene que aprenderse como se aprenden todos los oficios: en el taller y en presencia de un maestro que ya sabe el oficio. 

La experiencia, pues, tiene sus exigencias, que vienen determinadas por la complejidad de los asuntos prácticos y por el sentido del vivir de todo ser humano. Lo que hoy se sirve a raudales en las instituciones donde se forman los docentes, nada tiene que ver con todo esto que acabo que decir. 

12/3/14

XXXI.- EL DESARRAIGO (3)



El hombre no está autorizado a preguntar cuál es el sentido de su vida, sino que es a la propia vida, que le plantea continuamente preguntas, a la que debe responder. No con palabras, sino con sus acciones 

(VIKTOR E. FRANKL)

El desarraigo que sufrimos hoy en nuestra cultura es un síntoma soterrado, pero de hondo calado, que afecta al sentido que debe informar toda la tarea de transmisión cultural y formación que las generaciones ya instaladas deben realizar sobre las que van llegando al mundo. La destrucción sistemática de los valores heredados de la tradición cultural en que nació la idea de la educación y la escuela como institución –nuestra tradición griega, cristiana e ilustrada-, así como los “lugares de acogida” donde la enculturación se venía llevando a cabo –la familia, la iglesia, los oficios, los pueblos y ciudades-, nos ha dejado a merced de un nihilismo sin esperanza, instalados en la autodestrucción de una herencia sin futuro. El problema que plantea a la educación esta situación es la siguiente: ¿Cómo vamos a educar sin fe en una vida mejor para el hombre y la mujer de mañana? ¿En qué suelo vamos a apoyar esa fe en el futuro si nos dedicamos simplemente a esquilmar y sembrar de sal el predio que hemos heredado? ¿A dónde nos puede llevar este desarraigo? ¿Servirá para que el ser humano conquiste nuevas cotas de cultura y civilización que superen al animal asustado, mitad sumiso, mitad agresivo, que todavía somos? 

Creo que estamos asistiendo al fin de un mundo y entrando en otro en el que, más titulados pero menos formados que nunca, nos sentimos capaces -la ignorancia es muy atrevida- de prescindir de nuestra civilización  sin ser conscientes de que corremos el peligro de no reconocernos como humanos. Un mundo que no está hecho sólo de cosas materiales, por mucho que nos empeñemos en ello, sino sobre todo de significados, y al que irán llegando inevitablemente las siguientes generaciones. ¿Cómo las vamos a educar si no tenemos referencias claras en que apoyarnos, ni ejemplos a seguir, ni confianza en nosotros mismos? 
Y, sin embargo, el desarraigo tiene otra dimensión que forma parte de nuestra tradición cultural que conviene no olvidar y que nos plantea la esencia de la relación entre tradición y cambio, el ajuste equilibrado en la tarea de transmisión y recepción cultural que constituyen las tareas de educación y enseñanza en toda su amplitud entre lo que se recibe del pasado y las respuestas que exigen el presente y el porvenir. Pues la tradición nos facilita no sólo el edificio, sino los andamios y herramientas para su permanente reconstrucción. Nosotros, los que transitamos desde el pasado al futuro, no somos ni el pasado ni el futuro, sino un puente siempre en construcción. 
Toda nuestra cultura ha adquirido forma en su desarrollo histórico sobre el fondo de un desarraigo histórico permanente. Desde el pueblo judío, que comienza su exilio con la peregrinación de Abraham, aparece ese desarraigo como condición para superar la propia identidad tribal: así es como nuestra cultura ha adquirido su carácter universal y preeminente hasta la modernidad, haciéndose a sí misma siempre forastera. Tanto la historia judía como la cristiana, como también la islámica, han consistido en combatir a los dioses tribales a favor de un solo Dios que, al trascender la geografía y la historia propias, universaliza al hombre como uno y el mismo en todo lugar, tiempo y circunstancia. El criticismo de la modernidad, que forma también parte de esta misma historia de nuestro consustancial desarraigo como cultura, es una invitación a todos los pueblos a superar lo propio, a reconocer en esa desapropiación a lo humano como tal, por encima de razas, sexos, costumbres, religiones, territorios, lenguas, banderas. Por encima también de los particularismos estrechos que tientan a veces a la política y a la religión y las transforman en ideologías que llevan a la división y al enfrentamiento –partidos, nacionalismos, sectas, clases sociales, grupos identitarios (feminismo, homosexualidad, inmigrantes, jóvenes, razas…)- olvidando que el ser humano es el mismo siempre y en toda circunstancia. El fin de la historia, el fin de la tradición que predica la postmodernidad es por eso el fin de todo proceso evolutivo de la conquista del hombre in genere, del hombre universal, el fin de toda humanización.   

Por eso el desarraigo tiene un aspecto necesario: para llegar a la tierra prometida hay que pasar por el desierto. En realidad partimos todos al nacer, como seres humanos que somos, es decir, sin una hechura terminada, animales “no fijados”, de un desarraigo esencial y existencial, inmigrantes allegados a un mundo radicalmente nuevo y extraño del que tenemos que aprenderlo todo. De cómo nos acoge este nuevo mundo, ya viejo para quienes nos reciben, y nos forma y nos pertrecha para vivir en él, depende en gran parte nuestra propia existencia y el sentido que a ella, como seres conscientes, le otorgamos. Y es condición indispensable, para hacer fructífera esa acogida, que los nuevos seres que vienen al mundo sean deseados como verdaderos acontecimientos preñados de esperanza por parte de quienes ya viven en él. Para ellos, porque queremos que vivan entre nosotros y queremos que sean mejores que nosotros, para recibirlos como se merecen, hay que estar siempre arreglando la morada humana, para que tenga sentido y merezca la pena vivir en ella.

XXX.- EL DESARRAIGO (2)


No hay que quitarle al hombre lo que es irreemplazable
(HAMPÀTÉ BÀ)

Somos seres desarraigados, sin raíces, desatentos con todo cuanto recibimos y consecuentemente desagradecidos y sin capacidad ni tiempo para pensar y acoger lo recibido críticamente, es decir, con criterios. Curiosamente y de manera aparentemente contradictoria esto se debe a que estamos más condicionados que nunca por las predicaciones de los nuevos mitos ideológicos; a que somos más crédulos que nuestros padres y nuestros abuelos, que aceptaban siempre las creencias del momento con la precaución y el filtro del sentido común y la triple salvaguarda de la tradición, la autoridad y la educación que proporcionaba la tribu. Eran de algún modo escépticos racionales y no una masa de consumidores zarandeados por la propaganda que llueve de todos los lados, como somos en gran parte ahora. Pues, ¿qué es una ideología hoy, sino un lote de ideas precocinadas, con su marca correspondiente, puestas a la venta por la industria cultural?
¿Resistirán mejor los más jóvenes, que han tenido más oportunidades de formación, los condicionamientos y manipulaciones de los poderes establecidos? ¿Se atreverán a pensar, a ser a un tiempo críticos y agradecidos, buscar sus raíces y apropiárselas en libertad? ¿O serán adormecidos por el engolosinamiento a que conducen las ofertas del panen et circenses consumista y el perpetuum mobile inconsecuente de títulos académicos baratos que en buena parte se resuelven no en las Universidades sino en los pisos de festiva convivencia juvenil? 
Me hago estas preguntas desde mi propia experiencia vital y profesional. Quienes tuvieron la suerte de nacer en familias y contextos de viejas tradiciones cultivadas recibieron, quizá con la carga misma de un escepticismo decadente, una cierta inmunidad contra la lepra del nihilismo, en el lujo de hacer bandera del mismo -a “vivir como un noble arruinado / entre las ruinas de mi inteligencia”, era a lo que aspiraba Gil de Biedma. Los que nacimos en ambientes de alguna rudeza y escasez cultural, por decirlo de manera elegante, hemos estado más expuestos al contagio. El desarraigo se muestra entre nosotros con lacerante expresión al constatar que somos como plantas que se han arrancado de raíz, como ya digo. Y este brusco desarraigo no sólo ha proporcionado una mayor eficacia a esa labor destructiva de valores y formas tradicionales de convivencia, sino que la tarea ha sido aceptada con menos resistencia, con menos experiencia y formación, con una cierta -lo diré para mi propio escarnio-, cateta bobería. 
El desarraigado es como un inmigrante que tiene que adaptar sus formas de pensar, sentir y actuar a la tierra forastera a donde arriba. Y en su complejo de pertenecer a naciones o provincias -geográficas y culturales- que por tener que ser abandonadas adquieren una cierta depreciación en el nuevo contexto, debe hacer un sobreesfuerzo de integración y demostrar de manera continua y estridente -siendo más papista que el papa- que está a la altura de las ideas imperantes. Los cambios se han sucedido en cualquier caso de manera tan acelerada que no hemos tenido tiempo material para asimilar críticamente, con la reflexión que exigía la profundidad y consecuencia de los mismos, las nuevas predicaciones. Y así uno ha ido abrazando una tras otra, como sucesivas conversiones paulinas, las nuevas religiones ideológicas que se ofrecían para llenar el vacío que ellas mismas creaban. 
Pero resulta que una vez que se pierde la fe del carbonero y a uno le entra la duda, nada de lo que viene después es creído del todo ni de la misma manera. Pues lo que se ha transformado no es cualquier cosa: es toda la geografía de nuestro interior, los mapas, las brújulas y las medidas de los sextantes. Las continuas declaraciones de buenas intenciones y las vestimentas filantrópicas recubren hoy como trajes a la moda los mitos renovados, ofrecidos como si fueran tablas de salvación entre los restos del naufragio que ellos mismos han provocado. Y es esa mezcla de las grandes palabras, ya desaboridas y vacías, sobre el bien, la paz y la justicia al lado de los frutos que propician y las niegan, la que nos mantiene, entre la neblina de la confusión, agarrados a los palos rotos.




XXIX.- EL DESARRAIGO (1)


Un saco de trigo siempre se puede sustituir por otro. El alimento que una colectividad suministra al alma de sus miembros no tiene equivalente en todo el universo. Además, por su duración, la colectividad penetra en el futuro. Es alimento no sólo para las almas de los vivos, sino también para las de los aún no nacidos que vendrán al mundo en los siglos venideros.
(SIMONE WEIL)

Aunque nada es nuevo bajo el sol, como nos enseñan el Eclesiastés y los años vividos, debemos reconocer que algo muy importante se ha producido en el transcurso de nuestras vidas, las de quienes hemos pasado ya del medio centenar de años,  y es la fractura del fluir de la memoria colectiva de las generaciones, de la tradición de nuestra civilización, de nuestra cultura. Se trata de un hecho antropológico esencial, un fenómeno que ha ocurrido pocas veces en la historia y cuyas consecuencias son imprevisibles. El síntoma más inmediato que percibimos es el desarraigo. 
Toda la arboleda que constituía nuestra protección, el pulmón que nos facilitaba el intercambio entre lo visible y lo invisible, entre lo vivo y lo inorgánico, y nos proporcionaba los frutos que alimentaban el sentido de nuestras vidas, ha sido arrancada de raíz. Vivimos en el desamparo. La aceleración de los procesos de cambio de una sociedad premoderna a la postmodernidad, sin haber asumido críticamente la modernidad, es la que ha producido -de manera particular en mi generación y en España- esta especial situación de desarraigo. 
Alguien ha dicho -George Steiner- y con razón que los seres humanos no somos plantas y por lo tanto no tenemos por qué tener raíces que nos fijen a ningún suelo. Pero Steiner se refería a las raíces de un territorio concreto, a la cuestión de los nacionalismos. Ahora hablamos de otra clase de raíces y otra clase de terrenos que no tienen ni el peso tangible ni la irracionalidad primitivamente instintiva de los territorios consagrados por emociones primitivas y banderas enarboladas por poderes que ya sabemos, porque lo hemos visto, a dónde conducen.
La sensación de que nos faltan las raíces es vivida con angustia e incertidumbre en un paisaje cultural que lleva ya mucho años en decadencia. Hace ya casi dos siglos -en 1836-, Kierkegaard (KIERKEGAARD, S.: Temor y temblor. Editora Nacional, 2ª Ed. 1975. Pág. 53) denunciaba en este sentido el comienzo de una verdadera liquidación de ideas y valores esenciales. “Todo se puede comprar a unos precios tan bajos que uno se pregunta si no llegará el momento en que nadie desee comprar”-decía-. Creo que ese momento ha llegado. Vivimos ya en una cultura que empieza a despreciarse a sí misma. 
El desarraigo es la consecuencia de la disolución, progresiva o brusca, de las formas de convivencia que podríamos llamar “orgánicas”. Estas formas orgánicas son definidas por Martin Buber (BUBER, M.: ¿Qué es el hombre? Fondo de Cultura Económica. 13ª ed. “La crisis y su expresión”, págs.. 75-85) en base a factores que han ido cambiando tanto cuantitativa como cualitativamente. Desde el punto de vista cuantitativo, las viejas formas orgánicas como la familia, la ciudad, el gremio artesanal, ofrecían un tamaño y una configuración que permitían la relación directa, personal, entre sus componentes. Desde el punto de vista cualitativo, se trataba de formas grupales en las que se ingresaba por razones naturales y no en base a una elección individual que no sabemos nunca bien hasta qué punto es fruto de nuestra libertad o está configurada por intereses espúreos inmediatos.
Ninguna de las instituciones que han surgido –el partido, el sindicato, la escuela, la urbe…- han conseguido devolverle al ser humano la seguridad que las mencionadas estructuras orgánicas le proporcionaban. Se trata –o se trataba- de estructuras que han tenido y tienen la función de preservar al individuo de la angustia, la soledad, el sin sentido, el nihilismo y el propio desarraigo, al tiempo que ofrecían unos “lugares de acogida” acordes a las necesidades de cuidado, intercambios materiales y afectivos, del compartir y comunicarse que todo ser humano exige, necesidades que van más allá de las cuestiones económicas y políticas que ocupan diariamente las noticias y nos aturden con su ruido de propaganda. Pues de lo que se trata, en suma, es de que se percibe la propia vida como un sin sentido 
Desde estas constataciones uno ve con cierta estupefacción como mientras la estructura familiar, por ejemplo, se reduce a mínimos y se descompone como estructura de acogida, las nuevas instituciones sociales que la sustituyen, como la política o la escuela, crecen desmesuradamente sin ningún sentido ni funcionalidad, cada vez más inadaptada a las exigencias de un futuro que ya vemos asomando por la esquina todavía en formas desdibujadas y ambiguas que van adquiriendo un tono amenazante. 


7/3/14

XXVIII.- Cumpleaños

Cumpleaños

Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana la muerte corporal.
(SAN FRANCISCO DE ASíS)

En estos primeros días de marzo es mi cumpleaños. Doble cumpleaños, pues la fecha que cuenta en el registro civil no es la misma que me aseguraba mi madre como la verdadera. En mi familia fueron siempre bastante descuidados para estas cosas del censo y la burocracia. En cualquier caso, uno recibe las consabidas felicitaciones de familiares y amigos, siempre bienvenidas, que en esta ocasión -son muchos años ya- me suscitan graves reflexiones.
Por estas mismas fechas aparece la noticia de que la prolongación de la esperanza de vida, la media estadística que a todos nos incluye y a ninguno nos afecta, se ha estancado en el crecimiento que venía experimentado en los últimos años. A mí se me ocurren dos razones o causas: una, que la salud de la mujer -que era la que ampliaba la edad media de mortandad- empieza a resentirse de su incorporación al mercado y la explotación que conlleva -pues no todas las mujeres pueden ser ministras, consejeras o diputadas de acuerdo con las cuotas consabidas-; y otra, que decrecen los motivos para seguir viviendo, pues ya no sólo falta la fe religiosa, sino también la fe en los proyectos laicos -una cosa acaba más tarde o más temprano en la otra-; es decir, faltan los motivos espirituales para mantener viva nuestra carne. Ya sabemos que la carne tiene también sus motivos, que son insaciables, pero se cansa; y a partir de ciertas edades, la carne pierde irremediablemente, por las buenas o por las malas, sus ínfulas juveniles. 
Llega un momento en que los años dejan de sumarse y empiezan a sustraerse. En vez de contarlos, se descuentan. No se piensa que se cumplen más años de vida, sino que faltan menos para que la vida de uno se cumpla. En realidad, ambas formas de verlo son ciertas, pues lo que se va perdiendo en biología se va ganando en biografía. La cuestión está en el cumplimiento, en el sentido que usa esta palabra Marcel Legaut -l’accomplissement humain, devenir soi-; es decir, si durante el tiempo que va pasando por ti, tú vas haciendo lo que tienes que hacer y vas siendo lo que tienes que llegar a ser. Si vas respondiendo a las llamadas y al cumplimiento de la misión, cada uno la suya. 
Entremedio de estas dudas me ha venido a la memoria un cuento tradicional sobre la muerte que, en una de sus versiones -se pueden encontrar versiones distintas en prácticamente todas las épocas y culturas-, habla de una viejecita viuda a la que visita la muerte cuando estaba haciendo las faenas de la casa. La anciana le dice a la muerte que no puede acompañarla porque tiene que terminar sus tareas. La muerte vuelve una y otra vez y siempre la viejecita encuentra su disculpa para no irse todavía con ella en las tareas de servicio que tiene pendientes con la casa, con los hijos, con los nietos o con los prójimos. Un día, siendo ya muy mayor, se sintió de pronto cansada y pensó que era buen momento para que viniera la señora muerte. “¿Me llevarás al cielo?”, le preguntó a la muerte cuando vino. Y la muerte le contestó: “Pero mujer, ¿dónde crees que has estado todo este tiempo”.
Yo espero que la hermana muerte tenga en cuenta con todos nosotros circunstancias parecidas. Por mi parte, aunque ya hace algunos años que me jubilé del empleo que tenía, trabajo no me falta. Me queda mucho por hacer, y confío en que sea lo mío propio y a los demás sirva, como el trabajo de la viejecita. 
Volviendo a la circunstancia de este privilegio mío de haber vivido al menos unos cuantos días fuera del control de nuestra “sociedad administrada” -como la llamaron Horkheimer y Adorno en un libro publicado precisamente el mismo año que yo nací-, esta circunstancia me ha inspirado el siguiente soneto, urdido a la sombra de otro soneto de Quevedo, al que pertenece el verso que le antecede como cita:


CARNET DE IDENTIDAD

Presentes sucesiones de difunto (QUEVEDO)

Pasmada tengo mi fisonomía
más joven en un duro plexiglás
cuya espalda vocea mi identidad, 
aunque yo sé muy bien que no es la mía. 

Un tiempo que tirita en tinta fría 
quiere mi tiempo vivo aprisionar,
vaso de limo que me he de tragar 
de cinco años en cinco y cada día. 

Como una res, con hierro filigrana
de números me tienen ya marcado
en el establo de la grey humana.

Mi muerte sucesiva se ha varado,
huella del lirio y de la sombra vana,
sellada en un cadáver pregonado.


Y termino refiriéndome de nuevo al cuento de “El ángel de la muerte”, a una preciosa versión que tiene Luis Mateo Díez en su reino de Celama (concretamente en “Las ruinas del cielo”). En esta versión, Veridio, el protagonista, siendo todavía joven -treinta y dos años, uno menos que Cristo- presiente la primera visita de la señora muerte y se va al campo, a sus faenas de labranza. “Si viene alguien preguntando por mi -le dice a su mujer-, dile que estoy trabajando”. La señora muerte lo visita una y otra vez adoptando distintas formas: una niña que juega con un aro, una doncella vestida de blanco o una vieja sin rostro. Y una y otra vez Veridio se escapa yéndose a trabajar. Siendo él ya viejo, se le muere la mujer. Y cuando le está dando sepultura, la muerte lo visita otra vez y cogiéndolo desprevenido le dice: “Mira, Veridio, por no causarte más molestias, si quieres aprovechar que estás en el cementerio y venirte hoy conmigo...”. Y Veridio acepta y se va con ella. 

5/3/14

XXVII.- CRISIS DE LA EDUCACIÓN (2)



Se podrían señalar muchos síntomas que ponen de manifiesto la extensión y hondura de la crisis de la educación, pero voy a señalar ahora uno solo que resulta bastante evidente para los que hemos vivido su evolución en estas últimas décadas y tal vez pueda pasar desapercibido tanto a quienes siguen enzarzados en los viejos y estériles debates ideológicos como a los más jóvenes, más ajenos a estas coyunturales controversias. Es un síntoma que desde que el mundo es mundo se viene repitiendo tanto en la evolución biológica de las especies como en el desarrollo histórico de las culturas humanas. Se trata del gigantismo. Cada vez que una especie, una cultura, una institución, dejan de estar adaptadas a las circunstancias en que viven, tienden -en una especie de mecanismo de supervivencia que sin embargo acelera su extinción- a crecer como un cáncer apropiándose de aquello que precisamente les da vida. En mi opinión, lo que pone más en evidencia que la institución escolar está en crisis es este desmesurado crecimiento que viene experimentando desde la segunda mitad del siglo pasado, un crecimiento fuera de control en su afán de controlar, desequilibrado por los afanes de los esquemas ideológicos que creen que más de lo mismo es siempre mejor, y que acaban siempre aumentando una pesada burocracia y una inercia de intereses, todo ellos factores que se refuerzan mutuamente para producir la situación actual.

Los factores generales del problema –a los que hay que añadir otros más, desde luego, coimplicados y relacionados con ellos- se vienen mostrando, desde hace años, como referentes de la crisis y se discuten una y otra vez en sus diversas formas y manifestaciones. Son temas conflictivos que no encuentran un punto de equilibrio en su resolución adecuada y del agrado de todos: niveles de instrucción cada vez más bajos, falta de libertad y consecuentemente de responsabilidad y autonomía en los profesionales, masificación, ausencia del esfuerzo que conlleva todo aprendizaje, una idea del derecho a la educación como el trasvase automático de facilidades y títulos fraudulentos, fracaso escolar pese a todo, falta de autoridad, falta de oficio, aumento de una escolarización sin formación, improvisación y  activismo inconsecuente, etc., etc.. A todos estos problemas sin resolver hay que añadir una cuestión de fondo que no suele salir a la palestra en la discusión habitual: la del modelo o estructura de funcionamiento de la institución, un modelo que se empeña en tratar lo complejo como si fuera complicado, aplicando estructuras organizativas y de gestión procedentes del ámbito de la fabricación de objetos sin conciencia, aumentando cada día más la carestía del servicio en dinero, en tiempo y en energía humana a la vez que lo hacen cada vez más ineficaz. 

En cualquier caso, la palabra “crisis”, que hoy se repite hasta la saciedad, no tiene, como bien se sabe, ningún sentido peyorativo. Una “crisis”, si acudimos al origen griego de esta palabra, es una invitación a mirar dentro, a un poner delante de nuestros ojos lo que estaba oculto, la invitación a una “crítica”, a un caer en la cuenta, a tomar conciencia de un problema, bucear en los criterios de fondo. Por eso, como dice el profesor Rodríguez de las Heras, si no existiera la crisis habría que provocarla. Para evitar la catástrofe.

XXVI.- CRISIS DE LA EDUCACIÓN (1)


Si no existiera la crisis habría que provocarla. Para evitar la catástrofe. 
(ANTONIO RODRÍGUEZ DE LAS HERAS) 

También la educación está en crisis y es parte esencial de la crisis general. Se manifiesta no sólo en la institución escolar, sino en todos los lugares de acogida en los que se realiza la entrega y recepción de nuestra herencia cultural. Los síntomas vienen asomando la cabeza desde hace ya bastante tiempo, aunque antes nos hayan pasado desapercibidos o no hayamos querido verlos hasta que nos han rascado el bolsillo. Hemos dilapidado alegremente la herencia de nuestros abuelos sin echar cuentas de la herencia que dejaremos a nuestros nietos. No se trata de la crisis de este o aquel aspecto que han ido surgiendo y se han ido diagnosticando y tratando, como suele hacerse, de manera parcial y puntual. Se trata de una crisis total, que no afecta sólo, como digo, a la institución escolar, sino a todo el paisaje cultural donde la institución nació, creció y se ha desarrollado. Afecta directamente a sus protagonistas principales - profesores y padres, niños y jóvenes, ciudadanos en general- y de manera indirecta, pero no por ello menos determinante, a la religión, la política, la economía, los medios de comunicación y el ecosistema artificial que los avances tecnológicos han configurado en las últimas décadas.  Afecta, en definitiva, a la raíz de lo humano, a una idea del hombre y al sentido de su vivir en el mundo. 

El análisis de la crisis de la educación se centra en la mayor parte de los debates en la Escuela como institución de enseñanza, en todos sus niveles y formas, porque en la mentalidad general existe hoy la idea errónea de que la educación es algo que se realiza de forma casi exclusiva en esta institución. Los problemas sociales se han multiplicado al tiempo que la “tribu” ha ido dejando de lado su responsabilidad pedagógica y la ha ido entregando a la gestión política de los despachos, que dirigen y organizan la enseñanza mediante “expertos” y “gestores” que dicen lo que hay que hacer sin que ellos sepan en realidad ni cómo debe hacerse ni siquiera qué ni para qué. 

Bajo el pretexto de que detrás de cualquier problema social –desigualdad, inadaptación, delincuencia, anomia, incompetencia, irresponsabilidad…- hay siempre una insuficiencia de educación, todos los problemas sociales se echan sobre las espaldas de las escuelas, sin que su estructura secular haya cambiado sustancialmente. Las escuelas se han convertido así en un auténtico vertedero de problemas que las demás instituciones intentan quitarse de encima. Se exige al profesor que haga de psicólogo, de terapeuta, de reformador político, de sociólogo, de consejero sexual, de padre y de madre y hasta de cura, religioso o laico, impidiéndole que haga bien el trabajo que realmente le corresponde. 


La escuela se ha politizado en exceso por la lógica también del funcionamiento actual de los partidos políticos, convertidos en empresas de marketing para ganar elecciones y en base a su concepto patrimonial de la administración del Estado, al servicio del partido ganador. Mientras, los fracasos continuos de las políticas educativas se van sucediendo en galopante inflación legislativa y programática.  La consecuencia es esta progresiva esclerosis legislativa y ocupación burocrática que amenaza con paralizar la institución escolar al tiempo que se paraliza también de forma irresponsable y suicida la acción pedagógica colectiva de la tribu.

3/3/14

XXV.- ETIQUETAS




La verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero.
(ANTONIO MACHADO)


Los usos espurios del conocimiento son el proselitismo ideológico y la erudicción especializada. Ambos usos echan a un lado la verificación que tozudamente reclama y acaba imponiendo la realidad. El uno porque la indoctrinación ideológica es autodestructiva y termina, con el tiempo, autorrefutándose a sí misma o degradándose en la simplificación doctrinaria que impone tener que llegar como sea a cada vez más gente. La otra, porque se esfuerza en conocer cosas que son relevantes sólo para el erudito que las convierte en pasto de su actividad. 
El uso adecuado del conocimiento viene determinado por su aplicación efectiva a la realidad, por ejemplo, mediante una tecnología, como es el caso del conocimiento científico. En el ámbito de la política, la economía o la sociología, el uso del conocimiento se manifiesta en la aplicación de leyes y normas que mejoran el entendimiento humano y una distribución más justa de los bienes comunes -que son muchos más de los que los que parecen-. En el ámbito de la psicología y la vida espiritual, todo aquello que contribuye a un mejor conocimiento de la condición humana, de uno mismo y al desarrollo de una conducta más apropiada, viable y con sentido, en la vida que cada uno vive.  En todos los casos, el uso adecuado y coherente del conocimiento exige aceptar la complejidad de la realidad en la que nos desenvolvemos como personas concretas, complejidad que no suele responder a un pensamiento simplista que funciona mediante generalizaciones abstractas administradas como comprimidos con efectos a la vez estimulantes, analgésicos y narcotizantes. Como exigen las leyes del marketing, estos comprimidos se venden mejor si tienen etiquetas fácilmente identificables.  
La simplificación doctrinaria de una ideología empieza a manifestar su decadencia en el uso propagandístico de las etiquetas identitarias. Las etiquetas son útiles hasta cierto punto; más allá, si se usan como armas arrojadizas y fórmulas de propaganda y simplificación del pensamiento y la complejidad de la realidad, se convierten en estupefacientes para idiotizar a las masas. El condicionamiento resultante de este mal uso de las etiquetas - por ejemplo, izquierda y derecha en el terreno de la política- convierte a las personas en perros amaestrados que ladran automáticamente a quienes identifican como enemigos.  
La simplificación y mecanización del pensamiento que exige todo proselitismo en la administración y propagación de una doctrina, lleva consigo como uno de  sus efectos secundarios que bajen  las defensas de la conciencia crítica de las personas y se presten más a la manipulación general, no sólo de sus correligionarios. Las mismas personas que se adscriben a las etiquetas, pueden ser envenenadas por un trozo de carne apetitosa que no lleve etiqueta identificatoria.  La etiqueta “progreso”, por ejemplo, y el constructo ideológico de base que  le ha servido para configurarse como discurso prevalente, una vez que desde el desarrollo histórico reciente ha podido ejercer el poder para cambiar las cosas, empieza a repetirse de forma ritual y se convierte en una especie de mantra para el adormecimiento colectivo. 
Dado que las ideologías funcionan como propiedades inmobiliarias -víctimas ahora también de su propia burbuja-, las etiquetas se usan para discriminar a los que son de la propia casa de aquellos que pertenecen a barrios ajenos. Las etiquetas funcionan así de manera mecánica como reflejos condicionados, tal como fueron estudiados por Pavlov, precisamente con perros.  
El funcionamiento mecánico de las ideologías las convierte en posiciones de trinchera, meramente reactivas, que revelan su fondo violento cuando la crítica racional las pone en evidencia. Por mucho que se hable de diálogo, estas posiciones irreductibles lo hacen siempre imposible. La exigencia de diálogo se puede convertir también en una muletilla de identificación y discriminación: siempre son los otros los que no quieren dialogar. 
Los seres humanos hemos aprendido a utilizar como herramientas de confrontación las palabras en lugar de las piedras o las bombas, que no está mal; pero sin haber solucionado previamente el problema de la violencia, que sigue formando parte de nuestra condición. Por eso las palabras, usadas como etiquetas identitarias, pueden engendrar un tipo de violencia que al tiempo que busca cauces de expresión aceptables se niega a reconocer otras formas de empalabrar y leer el mundo. Un “buen talante” puede engendrar la máxima violencia irritante, y una llamada continua al diálogo la más contundente negación a entenderse en algo con alguien.