19/2/14

XXII Leyes de educación y educación de las leyes



Y a los arbitristas y reformadores de oficio convendría advertirles:
Primero. Que muchas cosas que están mal por fuera están bien por dentro.
Segundo. Que lo contrario es también frecuente.
Tercero. Que no basta mover para renovar.
Cuarto. Que no basta renovar para mejorar.
Quinto. Que no hay nada que sea absolutamente impeorable.
(ANTONIO MACHADO)

Ahora que parece va remitiendo un poco el furor del combate contra la llamada “Ley Wert” me atrevo a decir unas palabras al respecto, sabiendo que corro el riesgo de reavivar la actividad de las trincheras -que nunca se cierran ni descansan, aunque a veces parezcan adormecidas- y recibir el fuego cruzado entre ellas. 
El combate de coyuntura entre partidos para la conquista del poder, que se libra más en los medios -sea enfocada la oleada de la calle o el espectáculo parlamentario- que en la discusión y el diálogo democráticos, más con eslóganes para movilizar que con argumentos para convencer, ha ido produciendo un reduccionismo simplista del problema de la educación en general y de la enseñanza en particular, que desde ya décadas hace aguas por todas partes. Para constatar esta realidad no hace falta ningún informe Pisa; los que hemos estado o están en las aulas lo vemos muy claro hace ya tiempo, si no lo impiden nuestros prejuicios ideológicos. 
Las escuelas son instituciones bastante envejecidas y, por supuesto, más envejecidas que nosotros, los que hemos envejecido en ellas tratando inútilmente de renovarlas. Conforme han ido envejeciendo, han ido también creciendo sus envoltorios y pellejos, que parece ser lo único que crece con los años. Las escuelas han ido creciendo en tamaño y burocracia al tiempo que ha ido disminuyendo su influencia en la formación de los niños y jóvenes. Más allá de los currículos escolares, de las materias oficiales de enseñanza, en lo que atañe a la educación de los ciudadanos y de las personas que tienen que convivir en nuestra sociedad presente y futura, el problema es asunto y responsabilidad de toda la tribu; y, consecuentemente, de todas y cada una de las personas adultas que han sido a su vez educadas, si es que lo han sido. Esta tarea colectiva de educación se lleva a cabo mediante procesos complejos, en gran parte ni siquiera verbalizables y que, por tanto, no pueden implementarse en una ley ni organizarse a distancia desde los despachos. 
Hay aquí una relación reflexiva y paradójica entre escuela y sociedad, pues para que los niños y los jóvenes aprendan en las escuelas tienen que estar bien educados y para ser educados tienen que aprender bien en las escuelas. Desde esta perspectiva no debe olvidarse que las leyes también educan, pues crean expectativas y conforman actitudes, tanto en los profesores como en los alumnos y en los padres. 
“Nosotros estamos aquí para dar títulos”, le oí decir una vez a un compañero en una sesión de evaluación defendiendo un aprobado indefendible. Y es que cuando se ha tenido la experiencia directa de las sesiones de evaluación, ¿cómo no se va a dudar de la consistencia tanto de los títulos como de los informes y las estadísticas? Porque el problema está en las fuentes de información, que son las notas. Y las notas, además de poco fiables, se han ido volviendo cada vez más generosas y menos exigentes. Que nadie se ofenda, pero la realidad es mucho peor de lo que dicen los informes, las estadísticas y los títulos. Por eso entiendo que cuando hace ya algunos años un líder político dijo aquello de que teníamos la generación mejor formada de la historia de España lo que realmente quiso es decir es que era la mejor titulada. 
 Se confunde la educación con la enseñanza, se confunde la enseñanza con las escuelas -de todos los niveles- y se confunden la enseñanza de las escuelas con las leyes sobre políticas educativas. Las leyes -todas- son instrumentos, y en el caso particular de las leyes sobre educación, su funcionalidad y eficacia depende mucho más del que usa la herramienta -profesores y alumnos o sus padres- que de la herramienta misma. 
Sobre esta herramienta concreta que ahora es motivo de enfrentamiento entre el gobierno y la oposición, se dice, por parte de los que se oponen, que se trata de una ley regresiva que hace retroceder la escuela pública a los años setenta. Es posible que en cierto orden de cosas sea cierto; pero me atrevo a decir que si la escuela de los años setenta hubiera dispuesto siquiera de los recursos, todo lo recortados que se quiera, de que hoy se dispone, los profesores y los alumnos de aquel entonces -pues ambas partes cuentan en el proceso- hubieran hecho maravillas. Sin tales recursos las hicieron de algún modo. Para mí no cabe duda de que la época dorada de la enseñanza en España se sitúa entre la puesta en marcha de la Ley Villar y la puesta en marcha de la Logse, es decir, los años de la transición. Tal vez porque, como he dicho en otra ocasión, en esos años no se sabía con claridad quién mandaba en las escuelas.  
¿Qué es lo que ha pasado para que la enseñanza en las aulas se haya ido degradando de manera proporcional al aumento progresivo de los recursos disponibles? Esta es la pregunta que deberíamos hacernos todos, pero especialmente los docentes, los estudiantes y los padres de los estudiantes. Quizá luego, después de llegar al fondo de la cuestión, nos sería más fácil ponernos de acuerdo acerca de qué herramientas deberíamos usar para sacar lo mejor de cada uno de los niños y los jóvenes que conformarán el futuro. 

De todas formas, hoy como ayer, hay profesores y alumnos que siguen enseñando y siguen aprendiendo, cumpliendo; y no en obediencia a leyes siempre provisionales que dicen defender derechos de unos o de otros, sino en virtud de esa ley permanente que habita el corazón humano y nos lleva a cumplir con nuestros deberes. Y esa será siempre nuestra esperanza. 

1 comentario:

Anónimo dijo...

!Dios, cómo afinas¡ Un abrazo. Toni