7/2/14

XVI Dar de leer


No hay más tratamiento serio y radical que la restauración del aprendizaje del bien leer en la escuela. El cual se logra, no por misteriosas y complicadas reglas técnicas, sino poniendo al escolar en contacto con los mejores profesores de lectura: los buenos libros 
(PEDRO SALINAS).

García Márquez dijo en una ocasión que un curso de enseñanza de la literatura no es otra cosa que un listado de libros que hay que leer. Esto pudiera ser verdad si quienes realizan el curso son ya lectores más o menos competentes en el oficio de leer. Para los aprendices se necesita un poquito de pedagogía; sólo un poquito, el grueso de la competencia del que enseña está formado por el sentido común. 
Antes, en las aulas de enseñanza primaria, bajo la responsabilidad exclusiva de un maestro o maestra, se dedicaba mucho tiempo a “dar de leer”. Esta expresión, “dar de leer”,  quiere decir que la lectura se realizaba en voz alta bajo la tutela directa del maestro o la maestra que al tiempo que servía de modelo iba corrigiendo y regulando sobre la marcha la lectura del alumno. Tengo la impresión de que hoy, una vez se aprenden los primeros pasos de identificar las letras, conocer el significado de un mínimo de palabras usuales y entender más o menos literalmente el sentido de algunos textos sencillos, luego se abandona al alumno y la tutela del desarrollo de la lectura en los niveles que exige nuestra llamada “sociedad de la información”. Ya no se da de leer en las escuelas, cuando esto debería hacerse por lo menos hasta el último curso de la enseñanza secundaria.  
En lo que respecta a la literatura, que es la fuente más importante de una formación general humana, aparte de las competencias específicas para un trabajo o un estudio posterior especializados, la frase de García Márquez cobra otro sentido más interesante. El sentido de que la literatura está para leerla, no para aprender el nombre de los autores, el título de sus libros y las características del movimiento o escuela a la que pertenecen según los críticos y especialistas en esta materia académica. 
La enseñanza de la literatura, entendida en su amplio sentido de formación humanística, debe comenzar muy pronto, poniendo a los alumnos en contacto con los textos más representativos de nuestra tradición cultural y los textos de otras tradiciones o civilizaciones que han adquirido carácter universal. El maestro o maestra, el profesor o profesora que enseñan literatura, vienen a ser entonces como un viajante de tejidos que va enseñando a los clientes las muestras -textil y texto tienen la misma raíz en su significado-. El cliente debe palparlas, por decirlo así, físicamente, pues no sólo tiene que animarse a comprar con su dinero la tela que necesite, sino que además debe ser su propio sastre y hacerse un traje a su medida. ¿Y qué mejor recurso para vocear la mercancía que la lectura en voz alta de estos textos bien seleccionados? Y nadie vende mejor que aquel que está sinceramente convencido de la calidad e importancia de lo que vende y el servicio que presta con ello. Al profesor debe gustarle, apasionarle, lo que lee si quiere que al alumno también le guste. 
El profesor o la profesora deben por ello leer delante de los alumnos y los alumnos deben leer delante del profesor o profesora. No se precisa para ello tener la voz de Luis del Olmo o de Primitivo Rojas; el profesor leerá con su voz, la que tenga, y el alumno con la suya. Basta con leer bien
Nada de manuales de instrucción para leer; se aprende a leer leyendo, pues si las palabras mueven, el ejemplo arrastra. Los profesores deben leer en el aula, en voz alta; deben explicar lo que leen degustándolo, saboreándolo -como sabe hacer mi amiga Beatriz Osés, profesora y escritora-; deben vivir lo que leen. Para eso hay que invertir una tendencia funesta que ha ido adquiriendo cada vez mayor predicamento en las aulas, a lo que empuja, entre otras cosas de la burocracia, el uso de las nuevas tecnologías: la de escribirlo todo. Yo sostengo que el aula no está para escriturar lo oral, sino para oralizar lo escrito; pues el aula no es ni un laboratorio ni un puesto de control burocrático, sino un proceso de traspaso y reconstrucción de una tradición cultural. Con esto quiero decir lo siguiente: el aula es -o debería ser- el medio especialmente acondicionado para la entrega y apropiación de una Tradición Cultural que se manifiesta en textos y discursos escritos y se actualiza mediante la conversación acerca de cómo se interpretan y comprenden esos textos desde el momento en que se vive. El aula es el mecanismo -si se puede decir así- que permite corporizar una memoria secular de manera comprensiva y compartida al mismo tiempo. Mientras lo escrito fija a lo oral, lo oral actualiza a lo escrito, lo hace revivir en el presente. 
La tutela que el profesor hace sobre la lectura del alumno debe tener la doble forma de un ejemplo a seguir y de una conversación compartida y orientada. Casi siempre lo que hacemos es examinar para juzgar, cuando de lo que se trata es de corregir para comprender. Esto último es lo que el profesor tiene que hacer, sobre la marcha de la lectura, en la inmediatez de la lectura en voz alta, durante muchos años. Y en ese transcurrir de la lectura saboreada, el profesor va corrigiendo, preguntando, modelando, regulando, orientando. 

Pero aquí nos surge esta pregunta: ¿hay condiciones en las aulas para ejercer esa tutela propia del aprendizaje de cualquier oficio? Pues para eso se necesita un aprendiz atento y silencioso, metido en faena, obediente al texto y a las correcciones, en fin, dispuesto a aprender, o sea, a obedecer. Y el profesor, por su parte, necesita maestría en el oficio, tiempo y espacio y libertad y autonomía para ejercerlo. Ahí es nada. 

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