26/2/14

XXIV Pensar es agradecer


Denken danken (M. HEIDEGGER)


Pensar es agradecer -denken danken…, dijo el filósofo Heidegger-.  
Sentir en nuestro fuero íntimo, al tiempo que reflexionamos, un reconocimiento comprensivo del mundo y de lo que debemos a los otros para esta comprensión. Este reconocimiento suele venir con los años, después que la vida nos ha traído las experiencias oportunas en las que viendo lo ya vivido, en ello nos volvemos a ver a nosotros mismos con nuestros errores y aciertos; y en nuestros aciertos, comprendemos cuánto debemos a los demás. Pensamos y al pensar agradecemos, pues pensamos alzados sobre hombros de gigantes.
Si pensamos, tenemos por fuerza que estar agradecidos, pues nada de cuanto tenemos de esencial nos pertenece, empezando por la vida. ¿Y cómo podríamos pensar si no estuviéramos vivos?  La verdad es que yo no estoy en condiciones de decir a qué tenemos que estar agradecidos; sobre esto hay creencias y opiniones muy diversas y controvertidas, según la lectura que cada cual hace del mundo y su lugar en él.  Pero reconozco que algunas de estas lecturas hacen muy difícil el sentimiento de agradecimiento. Si yo pensara, por ejemplo, que el mundo, del que yo mismo formo parte,  es el producto de una azarosa combinación de átomos sin ningún sentido, me resultaría muy difícil -no digo que sea imposible- que naciera dentro de mi un sentimiento de agradecimiento. 
Cuando ejercía de profesor, al comienzo de cada curso intentaba siempre hacerles ver a los alumnos que nada de cuánto tenían -el cobijo, la manutención, la ropa de marca, los múltiples avíos, herramientas y entretenimientos que colman sus mochilas, la silla y la mesa del aula donde se sentaban...- les pertenecía; sólo el tiempo indeterminado de su vida, también prestado, por cierto. “Lo único que tenéis es tiempo”, les decía, “y es responsabilidad vuestra el uso de este tiempo prestado en que estáis aquí, liberados de trabajar para poder aprender, pagado por toda la sociedad para que os forméis”.  
Confieso que de poco sirven, es verdad, estos sermones, pues pensar y ser agradecido no son cosas que se aprenden con discursos y dudo que se puedan aprender de ninguna manera en las aulas que tenemos, donde se reparte a troche y moche una información sin sentido, mal usada y aprendida, en vez de prepararlas para acoger en ellas el desarrollo de lo humano, que debería ser la principal tarea de las escuelas, los institutos y las universidades.  A esto se une la mentalidad compartida de una sociedad basada en derechos sin contraprestación de deberes. Y esto, como ya estamos viendo, no funciona. Mucho menos en educación, donde el derecho sólo se consuma efectivamente en el cumplimiento del deber.  
Lo dijo otro filósofo, Gadamer: “la educación es educarse”. 


21/2/14

XXIII El funámbulo


Es el mejor de los buenos 
quien sabe que en esta vida 
todo es cuestión de medida:
un poco más, algo menos...

(ANTONIO MACHADO)


A veces veo al ser humano como un funámbulo. 
Tiene, como el funámbulo, un origen y un destino. Entre ellos, una fina cuerda tendida sobre el abismo.
Como el funámbulo va, desde que nace hasta que muere, caminando por la cuerda. Conforme pasan los años, se vuelven más presentes el principio y el final.
Como el funámbulo se agarra para caminar a una pértiga. Sabe, o debe saber, que la pértiga no es una garrocha para saltar, ni una liana para volar; no es ninguna herramienta. Se agarra a algo que está en el aire, que no tiene suelo ni árbol en que apoyarse. 
La pértiga está allí para que guarde el equilibrio. No debe cargar demasiado un lado de la pértiga en perjuicio del otro; pero tampoco debe buscar la simetría: el punto medio lo dicta el paso. 
El funámbulo se agarra a algo que no es él, que está fuera de él, pero sostenido sólo por él.  Gracias a ella, sin embargo, a la pértiga, puede cruzar la cuerda sin perder pie. Debe confiar en ella, pero no debe aferrarse a ella, pues ha de manejarla con desprendimiento y soltura. La pértiga está allí para cruzar por encima del abismo, no para salvarlo de su caída. 
La pértiga no es un báculo donde apoyar sus manos para caminar, sino una brújula que le ayuda a trazar el rumbo a cada paso que da. La pértiga está allí para que el funámbulo se olvida de sí mismo, y en la medida en que logra olvidarse de sí mismo evitará caer al vacío. 
A veces el funámbulo se duerme y sueña que cae al vacío. Cuando despierta y se mira a sí mismo otra vez encima de la cuerda sabe que tiene que seguir caminando sin perder el equilibrio.  

19/2/14

XXII Leyes de educación y educación de las leyes



Y a los arbitristas y reformadores de oficio convendría advertirles:
Primero. Que muchas cosas que están mal por fuera están bien por dentro.
Segundo. Que lo contrario es también frecuente.
Tercero. Que no basta mover para renovar.
Cuarto. Que no basta renovar para mejorar.
Quinto. Que no hay nada que sea absolutamente impeorable.
(ANTONIO MACHADO)

Ahora que parece va remitiendo un poco el furor del combate contra la llamada “Ley Wert” me atrevo a decir unas palabras al respecto, sabiendo que corro el riesgo de reavivar la actividad de las trincheras -que nunca se cierran ni descansan, aunque a veces parezcan adormecidas- y recibir el fuego cruzado entre ellas. 
El combate de coyuntura entre partidos para la conquista del poder, que se libra más en los medios -sea enfocada la oleada de la calle o el espectáculo parlamentario- que en la discusión y el diálogo democráticos, más con eslóganes para movilizar que con argumentos para convencer, ha ido produciendo un reduccionismo simplista del problema de la educación en general y de la enseñanza en particular, que desde ya décadas hace aguas por todas partes. Para constatar esta realidad no hace falta ningún informe Pisa; los que hemos estado o están en las aulas lo vemos muy claro hace ya tiempo, si no lo impiden nuestros prejuicios ideológicos. 
Las escuelas son instituciones bastante envejecidas y, por supuesto, más envejecidas que nosotros, los que hemos envejecido en ellas tratando inútilmente de renovarlas. Conforme han ido envejeciendo, han ido también creciendo sus envoltorios y pellejos, que parece ser lo único que crece con los años. Las escuelas han ido creciendo en tamaño y burocracia al tiempo que ha ido disminuyendo su influencia en la formación de los niños y jóvenes. Más allá de los currículos escolares, de las materias oficiales de enseñanza, en lo que atañe a la educación de los ciudadanos y de las personas que tienen que convivir en nuestra sociedad presente y futura, el problema es asunto y responsabilidad de toda la tribu; y, consecuentemente, de todas y cada una de las personas adultas que han sido a su vez educadas, si es que lo han sido. Esta tarea colectiva de educación se lleva a cabo mediante procesos complejos, en gran parte ni siquiera verbalizables y que, por tanto, no pueden implementarse en una ley ni organizarse a distancia desde los despachos. 
Hay aquí una relación reflexiva y paradójica entre escuela y sociedad, pues para que los niños y los jóvenes aprendan en las escuelas tienen que estar bien educados y para ser educados tienen que aprender bien en las escuelas. Desde esta perspectiva no debe olvidarse que las leyes también educan, pues crean expectativas y conforman actitudes, tanto en los profesores como en los alumnos y en los padres. 
“Nosotros estamos aquí para dar títulos”, le oí decir una vez a un compañero en una sesión de evaluación defendiendo un aprobado indefendible. Y es que cuando se ha tenido la experiencia directa de las sesiones de evaluación, ¿cómo no se va a dudar de la consistencia tanto de los títulos como de los informes y las estadísticas? Porque el problema está en las fuentes de información, que son las notas. Y las notas, además de poco fiables, se han ido volviendo cada vez más generosas y menos exigentes. Que nadie se ofenda, pero la realidad es mucho peor de lo que dicen los informes, las estadísticas y los títulos. Por eso entiendo que cuando hace ya algunos años un líder político dijo aquello de que teníamos la generación mejor formada de la historia de España lo que realmente quiso es decir es que era la mejor titulada. 
 Se confunde la educación con la enseñanza, se confunde la enseñanza con las escuelas -de todos los niveles- y se confunden la enseñanza de las escuelas con las leyes sobre políticas educativas. Las leyes -todas- son instrumentos, y en el caso particular de las leyes sobre educación, su funcionalidad y eficacia depende mucho más del que usa la herramienta -profesores y alumnos o sus padres- que de la herramienta misma. 
Sobre esta herramienta concreta que ahora es motivo de enfrentamiento entre el gobierno y la oposición, se dice, por parte de los que se oponen, que se trata de una ley regresiva que hace retroceder la escuela pública a los años setenta. Es posible que en cierto orden de cosas sea cierto; pero me atrevo a decir que si la escuela de los años setenta hubiera dispuesto siquiera de los recursos, todo lo recortados que se quiera, de que hoy se dispone, los profesores y los alumnos de aquel entonces -pues ambas partes cuentan en el proceso- hubieran hecho maravillas. Sin tales recursos las hicieron de algún modo. Para mí no cabe duda de que la época dorada de la enseñanza en España se sitúa entre la puesta en marcha de la Ley Villar y la puesta en marcha de la Logse, es decir, los años de la transición. Tal vez porque, como he dicho en otra ocasión, en esos años no se sabía con claridad quién mandaba en las escuelas.  
¿Qué es lo que ha pasado para que la enseñanza en las aulas se haya ido degradando de manera proporcional al aumento progresivo de los recursos disponibles? Esta es la pregunta que deberíamos hacernos todos, pero especialmente los docentes, los estudiantes y los padres de los estudiantes. Quizá luego, después de llegar al fondo de la cuestión, nos sería más fácil ponernos de acuerdo acerca de qué herramientas deberíamos usar para sacar lo mejor de cada uno de los niños y los jóvenes que conformarán el futuro. 

De todas formas, hoy como ayer, hay profesores y alumnos que siguen enseñando y siguen aprendiendo, cumpliendo; y no en obediencia a leyes siempre provisionales que dicen defender derechos de unos o de otros, sino en virtud de esa ley permanente que habita el corazón humano y nos lleva a cumplir con nuestros deberes. Y esa será siempre nuestra esperanza. 

17/2/14

XXI ¿Qué es poesía?, me pregunto



¿Qué es poesía?, dices mientras clavas 
en mi pupila tu pupila azul.
¡Qué es poesía! ¿Y tú me lo preguntas?
Poesía... eres tú.

(GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER)

Los versos, tan sencillos y tan cercanos al corazón de esta rima de Bécquer, dicen mucho más de lo que en primera lectura y su impronta sentimental parecen decir. Se trata de versos pronunciados seguramente una y otra vez por generaciones de adolescentes o jóvenes enamorados. Y esta circunstancia del enamoramiento, como estado especial del alma, es esencial para que estos versos, como otros, adquieran la magia poética que les corresponde. Y por eso, en los mismos versos se dice que no hay otra manifestación poética más exacta y completa que una persona viva vista por los ojos del amante. Que no hay palabra con más verdad, belleza y bondad -que estas tres cosas reclaman con propiedad toda verdadera poesía- que aquello que se encarna y manifiesta en una persona completa, carne y espíritu al mismo tiempo. 
A las grandes preguntas existenciales que el hombre se ha hecho siempre -quién soy, de dónde vengo, a donde voy...- y que los griegos hacían al oráculo, este respondía siempre con un enigma. Ni las preguntas ni los enigmas han abandonado nunca a los hombres y las mujeres de todos los tiempos y lugares. La ciencia de hoy no estudia ni las unas ni los otros, porque no caben en un laboratorio, y se relegan al ámbito de la metafísica o la religión; pero a muchos científicos les siguen preocupando, no sólo porque además de ser científicos son también seres humanos, sino porque el impulso esencial que los lleva a ser científicos está lleno de preguntas y de enigmas. “La experiencia religiosa cósmica -dice Einstein- es la fuerza impulsora más fuerte y noble que existe detrás de la investigación científica”. 
La pregunta y el enigma -o el misterio- es en cambio materia propia del oficio de poeta:  “El alma del poeta se orienta hacia el misterio”, dice Machado.

“¿Qué es poesía?” En la pupila de los ojos que miran a los ojos que interrogan es donde con más ansia buscamos la respuesta. Y siempre, oráculos insondables, responden con el enigma, el misterio.  

15/2/14

XX Presencia y lugar (2)



El problema del lugar se complica si tenemos en cuenta que también la interioridad de cada uno es un lugar de lugares. Este lugar, en realidad, está a la vez dentro y fuera, pues si interiormente no estamos bien, no estamos bien en ninguna parte. Nadie puede huir de sus propios pies, mucho menos de su propia cabeza -”Tú estas allí donde están tus pensamientos. Asegúrate de que tus pensamientos estén allí donde tú deseas estar”, ha dicho el rabí Nachman de Breslau-. 
Todos tenemos experiencia de que a veces, más de lo conveniente, vivimos en lugares muy inhóspitos y desagradables, en los sitios más bajos de nuestra casa o morada interior, una casa en la que por lo general ocupamos las habitaciones más pequeñas y estrechas, habitualmente llenas hasta los topes de ideas, deseos y proyectos de toda índole que no nos dejan respirar.  A veces, tenemos esos sueños extraños en los que nos vemos ocupando habitaciones o jardines de nuestra propia casa que desconocíamos. Y en esta conquista expansiva del sueño nos sentimos reconfortados y exaltados. Nos pasa también, despiertos, cuando oímos o leemos palabras que nos elevan el ánimo y sentimos como se hace más ancho nuestro pecho y podemos respirar con más desahogo. Luego, después de estas exultantes interrupciones, volvemos una y otra vez a nuestros aposentos de siempre, confortables quizá, pero a la postre estrechos y limitados como jaulas. 
Esta perspectiva interior, de nuestra individualidad que desea y piensa -es de suponer- y actúa en consecuencia, tiene también su “tontón”. El hombre es una máquina biológica preparada y entrenada durante cientos de miles de años de evolución para la depredación, para sobrevivir a costa de lo que sea. La percepción interna de esta máquina biológica es el yo, el ego, la carne, como decían los antiguos. Está también el espíritu, pero muy desentrenado en estos tiempos.  Evitar los reduccionismos de uno u otro tipo que nos lleva al mal uso del “tontón” exige un esfuerzo continuo del espíritu sobre la carne. 
El esfuerzo metódológico de la objetivación científica, que garantiza resultados probados, siempre refutables, sin embargo (que se lo digan al turista del pantano, si es que hay otra vida para decírselo).
El esfuerzo para poner entre paréntesis nuestras creencias e ideologías y abrirnos al diálogo y la discusión entre personas, en cuerpo presente vivo, real o figurado, y no mediante abstracciones y consignas generales llenas de palabras muertas o vacías. 
El esfuerzo de autonocimiento, de conocerse a sí mismo, de conocer los intrincados rebesinos de nuestro ego y sus proyecciones, que siempre quiere salirse con la suya y llevarse la mejor parte. 
El azar y la necesidad, inevitables, de las circunstancias naturales e históricas -lo fáctico-, son las que exigen del ser humano libertad y responsabilidad al mismo tiempo para que haga su propio camino y realice su lugar propio. Como ocurre con el lenguaje, que es el medio humanizador por excelencia tanto de los lugares externos como internos -”la casa del ser”-,  las circunstancias del humano vivir están llenas de matices, nuestra vida está sometida a una radical complejidad: pasado, presente y futuro, presente-pasado y presente actual, el dónde, cuándo y quién, cómo, por qué y para qué, la adversidad, la causalidad y la casualidad, la ilación y la finalidad, la perífrasis, el tropo y la metáfora. 
Un cambio sustancial se produce cuando se pasa de ver el cuerpo en el espacio a oírlo -escucharlo, obedecerlo- en el tiempo. El cuerpo se hace tiempo y se nos va haciendo doblemente extraño. Extraño en un lugar que ya no es para él morada, sino espacio geométrico, trazado por manos ajenas a nuestro vivir sentido. Extraño también para el lugar de la memoria, que clama por el origen y busca la u-topía en los no-lugares que se ofrecen. 
Y ahora es cuando viene al caso cerrar este post de dos largos capítulos con los versos del poeta que le han servido de apertura. Dicen “aquí”, un adverbio circunstancial de lugar, un sitio concreto, que no admite abstracciones ni generalizaciones, ni geométricas ni políticas, fuera de lo vivido. Usa el verbo “dejar”, como cuando decimos “aquí te dejo el niño, que salgo un momento”. Lo que se deja es de mucho valor para quien lo deja en confianza, en “lugar” que sabe seguro, en un lugar de acogida, donde sabemos que será cuidado y protegido. Se deja una “presencia”, algo carnal, ineludible, algo que se hace patente precisamente como “extrañeza”, pues al proferir con palabras propias esa constatación, las mismas palabras se hacen extrañas, como si no salieran del “cuerpo” que las dice y promulga, como si vinieran de fuera, de un espíritu que las inspira, las sopla, como sopla el viento, que sopla donde quiere. Como esos días de calor en los que sentimos el peso y la gravedad de nuestro cuerpo y de pronto viene el soplo de una brisa fresca y nos redime, nos vuelve ingrávidos, llenos de gracia y de gozo. 

Verdaderamente hay, como dice Josep Pieper, un modo contemplativo de ver el mundo. Y esta es la mirada del poeta, que es más oído que mirada. El poeta es Orfeo, canto y encantamiento, que transforma el no-lugar clasificado, troceado, que disecciona el cuerpo en partes funcionales para los huecos geométricamente prescritos por la Máquina -en mecanismos-, los convierte, digo, en un lugar de acogida, en una morada humana.  

XIX Presencia y lugar (1)



Aquí dejo, lugar, 
esta presencia extraña de mi cuerpo.
(JOSÉ ANTONIO ZAMBRANO)


En la enciclopedia Dalmáu, que fue la que yo usé cuando iba a la escuela primaria, se leía esta definición: “Todo lo que ocupa lugar en el espacio, es un cuerpo”, que contestaba a la primera cuestión de la sección dedicada a la Geometría: Qué es un cuerpo geométrico.  Correcta definición sobre algo propio de las ciencias. Otra cosa, claro está, es un cuerpo humano. 
No sé si recordaréis que hace unos años fue noticia que un turista se había hundido con su coche en el pantano de “La Serena”.  Se ahogó por culpa de su GPS (Global Positioning System), también conocido por el nombre de marca “Tontón”.  El “tontón” es una aplicación tecnológica de aquello que también estudiábamos en matemáticas sobre coordenadas -la ordenada y la abscisa-, latitudes y longitudes. Gracias a los satélites artificiales, un GPS nos puede llevar a cualquier sitio de manera automática sin que tengamos que ir provistos de una brújula, sin tener que pensar y sin ni siquiera saber con precisión a dónde realmente nos dirigimos. Lo que le pasó al pobre turista es que en las coordenadas de latitud y longitud grabadas en su Tontón años atrás no constaba que allí hubieran hecho un pantano cuyas aguas cubrían la antigua carretera. 
El “tontón” me sirve de ejemplo para varias cosas. Una, la distinción entre la ciencia y sus aplicaciones tecnológicas, que podemos usar sin que sepamos ciencia. Otra, que los objetos técnicos son aplicados por un ser humano, que es el que se puede equivocar al usarlo. Otra, que la perspectiva con que miran el mundo las ciencias y sus consecuentes aplicaciones tecnológicas no es la misma -de hecho, no es el mismo mundo- que aquella que debemos adoptar para mirar a los seres humanos. Por eso la definición de enciclopedia más arriba citada sólo se aplica a los objetos geométricos, de ahí que yo proponga ahora diferenciar entre espacio y lugar, aunque esta distinción complique en gran manera la definición de la enciclopedia. Los objetos, es decir, las cosas que conoce la ciencia mediante fórmulas y cálculos matemáticos, ocupan un espacio; las personas, los sujetos, ocupan un lugar en el que conviven y se relacionan. El espacio es cosa de “phisis” y en parte cosa de “bio”; el lugar es cosa de “polis”.  Y si nos referimos al lugar que llevamos dentro, de “pneuma”.
Los humanos vivimos, con todo nuestro cuerpo y nuestra alma, mente o conciencia, en un lugar, no en un simple espacio. Las plantas viven en un terreno y los animales en un entorno; conviven en un ecosistema; sólo los humanos vivimos en un lugar, es decir, en un espacio humanizado, acondicionado y amueblado -sobre todo con palabras- para que viva el hombre como tal. De hecho, hoy vivimos en parte en espacios que un antropólogo, Mac Augé, ha llamado no-lugares, que nada tienen que ver con u-topías. Un lugar dispuesto para que viva el hombres es, o debe ser, como ha dicho otro antropólogo, Lluis Duch, “un lugar de acogida”; es decir, un lugar empalabrado -con sentido- y apalabrado -acordado entre quienes conviven en el lugar-, en definitiva, en una tradición cultural. 
Aunque no lo parezca, también el lugar de la polis, el lugar social y cultural en que nos relacionamos unos con otros, tiene su “tontón” o sus tontones. Por ejemplo, el ciberespacio, el espacio digital y virtual que crean las nuevas tecnologías. La labilidad, de algún modo reactiva y automática, del espacio digital, sometido a rápida obsolescencia por el continuo avance tecnológico, sólo puede adquirir presencia real -corporizada- en la consustancial contingencia del individuo concreto, que es “memoria viva”, sometida a un permanente desajuste y ajuste, a una continua actividad de reequilibrio -homeorrásico, decía Piaget- que va trazando una línea de equilibrio inestable. Una actividad que siempre tendrá carácter hermenéutico, quiero decir, que cada persona tiene que interpretar según su propia manera de ser y sus actuales circunstancias. Nunca el lugar humano podrá ser objeto de un cálculo generalizado que convenga a todos por igual; nuestra coordenadas vitales son fluctuantes. No es que puedan haberse construido pantanos que no vienen en el mapa del tontón, es que pueden cambiar de sitio las carreteras y los lugares de destino de nuestro viaje cuando menos te lo esperas.  

Por eso, las nuevas tecnologías, como las viejas, hay que usarlas con cuidado: nos pueden llevar, como el tontón, de manera automática a la global comunión fraternal y mística -dicho en el peor sentido de la palabra- de las redes sociales, al “mundo feliz” de Huxley.  A veces hasta nuestras ideas, simplificadas por programas de propaganda de distintas empresas y distribuidas en paquetes ad-hoc de ideologías o creencias, funcionan como mecanismos parecidos al tontón y nos llevan de manera automática, sin tener que pensar, a los sitios programados, que no son los nuestros, los de cada uno. Con el ansia de mandar y las prisas de las campañas, nadie piensa en los pantanos que ya han sido inaugurados.  

11/2/14

XVIII El sabor del saber



La ciencia no da sabor a la sopa 
(ALBERT EINSTEIN)


Esta frase de Einstein se puede interpretar desde la crítica de la crítica a que ha sido sometido el conocimiento racional del mundo por el desarrollo de las ciencias propiamente dichas y también las llamadas “ciencias humanas”. El problema está en que si nos aferramos al mundo de los hechos -a lo fáctico-, el método científico nos proporciona siempre sobre el mundo en que vivimos un conocimiento post-fáctico, dicho de manera más coloquial, un conocimiento, a toro pasado, sobre cómo tenía el torero que haber dado el capotazo. Así es que en lo que atañe a nuestro vivir concreto, se nos ofrece una brújula que nos indica el camino a seguir después de haber pasado por él y haber sorteado como se ha podido sus obstáculos, desvíos y peligros. ¿Hay algún método -camino- que permita a nuestra mente estar presente con su saber adquirido en la presencia corpórea de cada momento vivido, orientando e incluso previniendo? ¿Hay, en el mismo sentido, alguna manera de transformar mediante el conocimiento los años que se viven en experiencia de vida? ¿Se puede estar al presente en lo que hay que estar y estar a la vez abierto a lo que ese estar nos pueda enseñar? ¿Pueden estar juntos y unidos el espíritu y la carne de manera que se esté en el mundo sin pertenecerle necesariamente? ¿Se puede vivir de una forma que no sea puramente reactiva a los estímulos del mundo, natural y social, para los que estamos condicionados y programados a responder? 
Las viejas tradiciones milenarias que guardan y se guardan en las principales religiones del mundo, plenamente operativas hoy -el sufismo, el zen, el jasidismo o la mística cristiana- han pretendido siempre ser una respuesta a esta interrogante que la ciencia renuncia, por su propia manera de funcionar, a responder. Estas tradiciones miran al mundo desde una perspectiva distinta a las ciencias, que lo miran como algo separado del sujeto y su problemática interior o subjetiva. Pues no se trata sólo de cómo ve uno el mundo y se lo representa, sino de cómo se vive el trato y el roce con las cosas, las demás personas y también uno mismo, lo más intratable del mundo. 
En estas tradiciones, nacidas y desarrolladas en el seno de las religiones, se proporciona un saber o conocimiento desde la perspectiva de la 1ª persona, desde su interior o conciencia, un Yo, desde la propia experiencia, que se comunica a un Nosotros, no en fórmula matemática o discurso razonablemente discutido, sino mediante el testimonio personal compartido. No se trata de algo irracional, sino de otra forma de razón que no quiere prescindir ni del espíritu ni de aquello, la carne, donde se entiende que éste se manifiesta. 
Lo que yo puedo decir al respecto, que no es mucho, es que la experiencia lo es siempre de la carne. Si uno lee a un místico, por ejemplo a San Juan -que no es mal ejemplo-, ve enseguida que de lo que habla este maestro es fundamentalmente de la carne, de su carne y el camino que sigue, en su búsqueda, guiada por el espíritu, de unidad trascendente. Apenas habla o insinúa algo sobre la llegada, la unión mística, el éxtasis. Lo que San Juan nos cuenta en verso y en prosa como testimonio de su experiencia es la ascética; de lo que nos habla principalmente es de las vicisitudes del camino. Entiendo, por esta y otras lecturas, que la experiencia de la carne tiene su propio papel, imprescindible, en el desarrollo del espíritu, la parte esencial del ser humano que queda como atrofiada desde la infancia en virtud de los reclamos del mundo a los que no podemos sustraernos, aunque ingresáramos en un convento recién nacidos. Sólo la experiencia de la vida, si es tal -veamos si no otro ejemplo señero, el de Santa Teresa, su “Libro de la vida”-, a vivirla de manera que sea digna de nuestras potencialidades espirituales escondidas y su posible desarrollo o despertar. Y del mismo modo que las grandes obras literarias sólo se entiende bien, en sus aspectos puramente seculares, a cierta edad, también los libros espirituales sólo nos llegan en toda su profundidad humana -salvo excepciones geniales, que las hay en todos los terrenos- cuando se han cumplido -verdaderamente “cumplidos”- cierto número de años. Como dice Marcel Legaut, es necesario vivir intensamente la vida para que sea digna de las potencialidades espirituales que nos son propias
Creo que fue Unamuno quien distinguió entre libros vividos y libros que hablan de la vida. Lo que se cuenta en los libros vividos -”libros de itinerario”, como los llama Marcel Legaut- son testimonios biográficos, tanto si narran vicisitudes y acontecimientos externos como si se refieren a experiencias internas, a nuestro sentir o pensar, a las vivencias y reflexiones de una mente concreta. 
La experiencia que ofrece un testimonio, por tanto, es una experiencia carnal, o de la carne sola o del espíritu encarnado que se manifiesta en ella. Lo que no tengo claro es si estos dos planos de unificación o reunificación, el de la religión -de religare, re-ligar, re-unir- y el de nuestra alma o psique, espíritu encarnado -una legión de “yoes”, a los que Jung llamaba “complejos”- son inseparables el uno del otro o pueden funcionar independientemente. No conozco experiencias ni testimonios que se presenten como independientes de una religión, salvo si se entiende el budismo como una tradición no religiosa.  
Pienso que todo esto tiene que ver con el sentido del famoso verso machadiano, “se hace camino al andar”, convertido ya en frase proverbial que todo el mundo repite, aunque no se tenga del todo claro el profundo y múltiple significado que encierra. Uno de ellos es que es el andar el que debe hacer el camino, es decir, ser efectivamente experiencia vivida, aprendizaje y escarmiento, pues también es cierto que se pueden cumplir años sin que los años sirvan a su cumplimiento y nos vayan haciendo no sólo cada vez más viejos, sino más pellejos. Otro, que el camino tiene sus propias dificultades y exigencias, como dice Idries Shah, y no aquellas que nosotros mismos inventamos o acarreamos para entretener el tiempo que pasa. 
“Alguien”, sin embargo, estoy convencido de ello, nos ve pasar, como globos inflados llevados por el viento, sin que nosotros, quizá, nada veamos ni nos veamos. 
Lo dice también Machado en otros versos: 

Ojos que a la luz se abrieron 
un día, para después
ciegos tornar a la tierra 
hartos de mirar sin ver. 


  

8/2/14

XVII Conversos



No hay cuña más efectiva para el árbol que se quiere derribar que aquella que es de su misma madera 
(PROVERBIO)

El escritor inglés Gilbert Keith Chesterton (1874-1936) se convirtió al cristianismo ya de mayor. En sus ensayos de Ortodoxia (Acantilado, 2013) se compara a sí mismo con un navegante inglés que salió a dar la vuelta al mundo en busca de un lugar apropiado donde vivir y acabó descubriendo... las islas británicas. “Soy ese hombre -dice Chesterton- que, con total osadía, descubrió lo que ya estaba descubierto”.

Me gustan los conversos, especialmente los que van de lo religioso a lo secular y viceversa. Desde su denuncia apasionada, que agudiza el sentirse que han sido engañados, nadie sabe como ellos poner en evidencia las lacras de aquello que han tenido que abandonar. Sus escritos apologéticos rezuman una mezcla del olor emponzoñado de los venenos con el sabor agridulce de los antídotos. Si no se convierten en ridículos y ofendidos agoreros vengativos -que no es el caso de Chesterton-, pueden ser, en lo que atañe a creencias, la fuente más fidedigna de información contrastada. 

7/2/14

XVI Dar de leer


No hay más tratamiento serio y radical que la restauración del aprendizaje del bien leer en la escuela. El cual se logra, no por misteriosas y complicadas reglas técnicas, sino poniendo al escolar en contacto con los mejores profesores de lectura: los buenos libros 
(PEDRO SALINAS).

García Márquez dijo en una ocasión que un curso de enseñanza de la literatura no es otra cosa que un listado de libros que hay que leer. Esto pudiera ser verdad si quienes realizan el curso son ya lectores más o menos competentes en el oficio de leer. Para los aprendices se necesita un poquito de pedagogía; sólo un poquito, el grueso de la competencia del que enseña está formado por el sentido común. 
Antes, en las aulas de enseñanza primaria, bajo la responsabilidad exclusiva de un maestro o maestra, se dedicaba mucho tiempo a “dar de leer”. Esta expresión, “dar de leer”,  quiere decir que la lectura se realizaba en voz alta bajo la tutela directa del maestro o la maestra que al tiempo que servía de modelo iba corrigiendo y regulando sobre la marcha la lectura del alumno. Tengo la impresión de que hoy, una vez se aprenden los primeros pasos de identificar las letras, conocer el significado de un mínimo de palabras usuales y entender más o menos literalmente el sentido de algunos textos sencillos, luego se abandona al alumno y la tutela del desarrollo de la lectura en los niveles que exige nuestra llamada “sociedad de la información”. Ya no se da de leer en las escuelas, cuando esto debería hacerse por lo menos hasta el último curso de la enseñanza secundaria.  
En lo que respecta a la literatura, que es la fuente más importante de una formación general humana, aparte de las competencias específicas para un trabajo o un estudio posterior especializados, la frase de García Márquez cobra otro sentido más interesante. El sentido de que la literatura está para leerla, no para aprender el nombre de los autores, el título de sus libros y las características del movimiento o escuela a la que pertenecen según los críticos y especialistas en esta materia académica. 
La enseñanza de la literatura, entendida en su amplio sentido de formación humanística, debe comenzar muy pronto, poniendo a los alumnos en contacto con los textos más representativos de nuestra tradición cultural y los textos de otras tradiciones o civilizaciones que han adquirido carácter universal. El maestro o maestra, el profesor o profesora que enseñan literatura, vienen a ser entonces como un viajante de tejidos que va enseñando a los clientes las muestras -textil y texto tienen la misma raíz en su significado-. El cliente debe palparlas, por decirlo así, físicamente, pues no sólo tiene que animarse a comprar con su dinero la tela que necesite, sino que además debe ser su propio sastre y hacerse un traje a su medida. ¿Y qué mejor recurso para vocear la mercancía que la lectura en voz alta de estos textos bien seleccionados? Y nadie vende mejor que aquel que está sinceramente convencido de la calidad e importancia de lo que vende y el servicio que presta con ello. Al profesor debe gustarle, apasionarle, lo que lee si quiere que al alumno también le guste. 
El profesor o la profesora deben por ello leer delante de los alumnos y los alumnos deben leer delante del profesor o profesora. No se precisa para ello tener la voz de Luis del Olmo o de Primitivo Rojas; el profesor leerá con su voz, la que tenga, y el alumno con la suya. Basta con leer bien
Nada de manuales de instrucción para leer; se aprende a leer leyendo, pues si las palabras mueven, el ejemplo arrastra. Los profesores deben leer en el aula, en voz alta; deben explicar lo que leen degustándolo, saboreándolo -como sabe hacer mi amiga Beatriz Osés, profesora y escritora-; deben vivir lo que leen. Para eso hay que invertir una tendencia funesta que ha ido adquiriendo cada vez mayor predicamento en las aulas, a lo que empuja, entre otras cosas de la burocracia, el uso de las nuevas tecnologías: la de escribirlo todo. Yo sostengo que el aula no está para escriturar lo oral, sino para oralizar lo escrito; pues el aula no es ni un laboratorio ni un puesto de control burocrático, sino un proceso de traspaso y reconstrucción de una tradición cultural. Con esto quiero decir lo siguiente: el aula es -o debería ser- el medio especialmente acondicionado para la entrega y apropiación de una Tradición Cultural que se manifiesta en textos y discursos escritos y se actualiza mediante la conversación acerca de cómo se interpretan y comprenden esos textos desde el momento en que se vive. El aula es el mecanismo -si se puede decir así- que permite corporizar una memoria secular de manera comprensiva y compartida al mismo tiempo. Mientras lo escrito fija a lo oral, lo oral actualiza a lo escrito, lo hace revivir en el presente. 
La tutela que el profesor hace sobre la lectura del alumno debe tener la doble forma de un ejemplo a seguir y de una conversación compartida y orientada. Casi siempre lo que hacemos es examinar para juzgar, cuando de lo que se trata es de corregir para comprender. Esto último es lo que el profesor tiene que hacer, sobre la marcha de la lectura, en la inmediatez de la lectura en voz alta, durante muchos años. Y en ese transcurrir de la lectura saboreada, el profesor va corrigiendo, preguntando, modelando, regulando, orientando. 

Pero aquí nos surge esta pregunta: ¿hay condiciones en las aulas para ejercer esa tutela propia del aprendizaje de cualquier oficio? Pues para eso se necesita un aprendiz atento y silencioso, metido en faena, obediente al texto y a las correcciones, en fin, dispuesto a aprender, o sea, a obedecer. Y el profesor, por su parte, necesita maestría en el oficio, tiempo y espacio y libertad y autonomía para ejercerlo. Ahí es nada. 

5/2/14

XV LA MÁQUINA (II)




La Máquina se presenta con la figura prestigiosa de lo tecnológico, se rodea de profesionales, especialistas, expertos; y no admite que las manos del humano común se metan en su complicado funcionamiento. No sólo los aparatos sofisticados de la última tecnología son Cajas Negras inaccesibles, sino que toda la organización institucional y administrativa de nuestra sociedad se van volviendo cada vez más autónomas y opacas. 
La autonomía de la Máquina es el resultado de la absorción de la autonomía –plusvalía de poder- que corresponde a los protagonistas y actores que producen el poder institucional, pero se sienten enajenados de él: los padres y los hijos, los profesores y los alumnos, los enfermos y los médicos, los ciudadanos y los políticos… Todos funcionan como piezas al servicio de la Máquina y no como personas que se sirven y cuidan mutuamente en los lugares de acogida; todos ceden su autonomía personal a la autonomía mecánica de la Máquina que, a través de la burocracia de la sociedad administrada, impone la corrección de lo que hay que hacer en cada momento. 
La Máquina lo tritura todo, lo hace papilla y lo recicla permanentemente: el vidrio donde se contienen las ideas y el papel y las pantallas que las transmiten; las palabras que se llenan y vacían al momento y el soporte donde se escribe y se lee y luego se tira a la papelera, real o virtual, de manera continua; los signos y los símbolos que se funden y refunden permanentemente en código digital en la red en nuevos significados acordes con sus propias necesidades. La Máquina lo controla todo y su aspiración máxima es invadir y controlar también las conciencias. 
Gramsci, en esa ambigua relación que siempre mantuvo con el industrialismo, puso cierta ingenua esperanza en el “nuevo humanismo” -contagiado por la lucha de clases- que traería la evolución científica y técnica, frente al humanismo tradicional. Por un lado, lo saludaba como el mayor esfuerzo colectivo efectuado históricamente para la creación, forzada, de un nuevo hombre que superara la separación de trabajadores manuales e intelectuales; por otro, temía que una coerción brutal convirtiera a ese nuevo hombre en un simple engranaje mecánico. Creyó que podría evitarse la brutalidad de la coerción y se realizaría una síntesis entre historia y máquina. Ni la experiencia del socialismo real de los países comunistas, ni el desarrollo del capitalismo en sus dos versiones de socialdemocracia y liberalismo nos permite abrigar hoy el optimismo de Gramsci. La Máquina ha impuesto su propia autonomía y coerción, su asfixiante clima que lo invade todo: las relaciones económicas, las decisiones políticas, los estados de opinión y hasta el mismo pensamiento y las conciencias. 
Una doble tarea nos llama: una negativa y otra positiva. La negativa consiste simplemente en negarse a colaborar con la Máquina.  En realidad, la Máquina se refuta a sí misma, pues depende para su funcionamiento de todos y cada uno de nosotros. La Máquina, como las máquinas de “La guerra de los mundos” de Orwell, funcionan con energía humana; si esta deja de suministrarse, la Máquina se para. No se trata de luchar contra la Máquina para destruirla, como hacían los luditas, pues la Máquina se parece a una dínamo y funciona precisamente en base a la confrontación permanente de dos polos opuestos. Pero es la fuerza del pedaleo del ciclista la que hace que la dínamo se mueva y proporcione la corriente de energía. Basta con dejar de pedalear para que la bicicleta se pare. 

La tarea positiva consiste en convertir los no-lugares que están al servicio de la Máquina en lugares de acogida al servicio del ser humano. Se trata de invertir la tarea de deshumanización de la Máquina con nuestra tarea de humanización en cada lugar donde a uno le corresponde servir y así ser servido: familias, hospitales, escuelas, ciudades, iglesias, parlamentos, palacios de justicia, empresas, bancos… En cada uno de los lugares que nuestra cultura ha instituido para el intercambio humano, nuestra tarea es devolverle su sentido originario y tradicional como lugar de acogida en donde los seres humanos se cuidan los unos a los otros. ¿Podemos realizar esa tarea sin que nuestra propia conciencia se transforme en un lugar de acogida?

4/2/14

XIV LA MÁQUINA (I)



La mecanización y la regimentación no constituyen nuevos fenómenos en la historia; lo nuevo es el hecho de que estas funciones hayan sido proyectadas e incorporadas en formas organizadas que dominan cada aspecto de nuestra existencia. Otras civilizaciones alcanzaron un alto grado de aprovechamiento técnico sin ser, por lo visto, profundamente influidas por los métodos objetivos de la técnica (…) Tenían máquinas, pero no desarrollaron “la máquina” .
(LEWIS MUMFORD)



No sé si el lector ha visto la película de Kubrick 2001 Odisea del espacio. Yo la he visto más de una vez, la última recientemente. Y viendo la película pensaba que tal vez se equivocara Kubrick en los cálculos que hizo sobre la conquista del espacio por la tecnología humana a comienzos del tercer milenio, pero hay otras muchas cosas en las que su película ha resultado verdaderamente profética. Me impresiona sobre todo esa inquietante escena en la que la computadora toma el mando de la nave con voz melosa y persuasiva.  
Y me ha venido esta vez a la memoria la también profética frase de Horkheimer: El individuo consideró en otro tiempo la razón exclusivamente como un instrumento del yo. Ahora experimenta el reverso de su autodeificación. La máquina ha prescindido del piloto; camina ciegamente por el espacio a toda velocidad.
La Máquina es el resultado de la progresiva coordinación y ensamblaje de cuatro piezas fundamentales del poder que hasta hace muy poco actuaban relativamente separadas y a veces enfrentadas entre sí: la política, la economía, la tecnología y la cultura – hoy transformada en industria cultural y propaganda-. Fueron los regímenes totalitarios del pasado siglo los que dieron a luz la Máquina, y han sido las cansadas democracias capitalistas las que la han ido adoptando, al tiempo que refinaban sus mecanismos y le daban una apariencia menos dura y más persuasiva. 
Representemos a la Máquina mediante la figura de Escher de más arriba. Se trata de una especie de dragón, mezcla de serpiente, murciélago y pájaro. Las dos patas de este extraño bicho, pescadilla monstruosa que se muerde la cola, son las de la propaganda, asentadas disimuladamente en noticias, discursos, eventos televisivos, libros y promoción de firmas, en competencia siempre. Las dos alas son las de la política: en dos ha de apoyarse el pájaro para volar, una a la derecha, saducea, otra a la izquierda, farisaica, y han de agitarse permanentemente para mantener el vuelo. Los ojos de fuego representan la tecnología, Gran Hermano que todo lo ve, derivada de una “ciencia sin conciencia” -como dice Edgar Morin-. Y la economía es esa boca depredadora con la que la Máquina acabará, como estamos viendo, devorándose a sí misma. 

Para poder volar, el pájaro-máquina necesita apoyarse en el aire. Un aire compuesto no de oxígeno y nitrógeno, sino de ilusión y miedo. Ilusión por conseguir lo que no se tiene; miedo a perderlo o no poderlo conseguir. La propaganda agita continuamente ese aire para que adquiera la presencia que no tiene, pues no es nada más que eso: aire.
La influencia de la Máquina se manifiesta en todos aquellos espacios e instituciones que nuestra tradición cultural ha ido construyendo para dar acogida a la consustancial indefensión, contingencia y ambigüedad del ser humano. Se hace evidente, en primer lugar, en la acelerada disolución de las estructuras orgánicas de acogida, formación e intercambio de flujos fundamentales y directos de convivencia: la familia, el trabajo, la política, la religión; todo ello influido a su vez por las nuevas herramientas técnicas. Esta disolución proviene de una mentalidad ampliamente compartida que afirma de manera acrítica e irracional que todo lo tradicional debe ser combatido y abolido. No nos damos cuenta hasta qué punto lo que se nos propone es una especie de suicidio colectivo por el que arrojamos por el desagüe al niño mientras dejamos el agua sucia del baño. 


3/2/14

XIII EL CAMBIO




Por el cambio 
(Eslogan de las campañas electores de Felipe González (1982), Mariano Rajoy (2011) y Fraçoise Hollande (2012), respectivamente)


Eso no cabe en la cabeza, solemos decir en expresión repetida para señalar algo inconcebible, que se sale del ámbito del sentido común compartido, que choca con una acostumbrada manera de pensar. Si mi abuelo levantara la cabeza…, decimos también en otra expresión de parecido significado. Pues bien: los de mi generación hemos resultado ser nuestros propios abuelos que han/hemos levantado la cabeza en un lugar y un tiempo de cambios que no sé hasta qué punto caben todavía en nuestras cabezas. 
Unas cabezas, por lo menos la mía, poco formadas y bastante desamuebladas, por cierto; y unos cambios que son a un tiempo veloces y voraces y a la vez se muestran lentos en su adaptación a una crisis mundial sin precedentes. Vivimos hoy tan en el tiempo y sucesivamente, que ha pasado un minuto y ya somos otra persona que desea otra cosa nueva y piensa de distinta manera. “Por el cambio”, dice la izquierda, y triunfa; “por el cambio”, dice la derecha, y también triunfa, entre españoles, gabachos y en todo el mundo.
No sé si las generaciones que han ido tomando el relevo hoy tienen sus cabezas más amuebladas y mejor formadas que las nuestras; eso pensaba yo con respecto a mis padres y abuelos, y ahora uno se da cuenta de que no era exactamente como yo pensaba. “Algunas épocas son templadas y complacientes, y entonces nuestra misión consiste en adormecerlas más aún. Otras épocas, como la actual, son desequilibradas e inclinadas a dividirse en facciones y nuestra tarea es inflamarlas”, aconseja el viejo diablo Escrutopo
 a su joven sobrino. Se trata de explotar “el Horror a lo Mismo de Siempre”, una de las pasiones humanas que más y mejores servicios presta a Ahriman. 
Hay también –ahora menos- quien se niega a cualquier cambio. Unos y otros olvidan que la vida no consiste en estar siempre quieta o en estar siempre cambiando, sino en puro ritmo, danza y música: el arte de combinar los sonidos con el tiempo. Y con el silencio, que ni pasa ni se estanca. Véanse si no las estaciones, las de Vivaldi y las del año: cada primavera es más de lo mismo; cada primavera es una sorprendente novedad. 
Considero que en el momento de confusión y cambios frenéticos en que vivimos son necesarias dos cosas: una, saber bailar al tiempo: dos pasos delante, uno atrás y vuelta; y otra, adquirir un compromiso personal tanto en nuestras acciones públicas como privadas, tanto profesionales como de cualquier índole, para que el baile sea de verdad, con todo el cuerpo. 
Ya sé que esto de “detenerse” suena muy mal en un mundo cuya principal creencia, en un sentido casi religioso del término, es el progreso continuo. Pero entiendo que los cambios, que tanto reclamaba uno cuando era joven e indocumentado, han adquirido hoy un carácter bastante irracional, mecánico y suicida; que se han constituido en un mito que forma parte de nuestra mentalidad común, del condicionamiento acrítico y dogmático de una sociedad en la que el discurso imperante es el de la propaganda. ¿Somos realmente conscientes hacia donde nos precipitamos al tiempo que cada procura salvaguardar sus viejos intereses?
El compromiso personal viene exigido por la situación general de descomposición y falta de sentido a la que no tanto el progreso como el mito del progresismo nos ha conducido. Porque el mercado no es sólo el conjunto de transacciones del negocio mercantil y especulativo, sino una lectura del mundo que se ha impuesto en todos los campos: económico, político, social, familiar, educativo… El mundo se ve como un mercado de transacciones en el que cada cual intenta sacar la máxima ganancia con el mínimo de riesgo. Esta visión afecta tanto a las corporaciones mercantiles como a las instituciones políticas y culturales; y afecta también a cada uno de nosotros individualmente. Nuestro interior bulle continuamente como si fuera el edificio de la bolsa y cada momento nos ofrece en forma de deseos configurados por una poderosa propaganda un cúmulo de opciones por las que hay que apostar. 
¿Puede alguien creer todavía que la necesidad de cambio, que es real, se colma con un simple cambio de marca, de ley o de gobierno? 

El mobiliario que empezaba a ocupar nuestras mentes jóvenes era, ya en el inicio de los cambios, un mobiliario obsoleto para las necesidades futuras de un nuevo edificio cultural. También nos hemos dado cuenta de que no se trata de tener las cabezas más llenas de información al día; pues hay cosas que sólo se aprenden con la experiencia y el estudio, y además, la información se ha multiplicado de tal modo que provoca una tremenda desinformación. Lo que ahora nos planteamos es hasta qué punto las ideas que una generación recibe de otra son lo suficientemente flexibles, profundas y abiertas para que el contacto con la realidad se convierta efectivamente en experiencia. Como podemos recuperar de nuevo un verdadero ritmo humano que no sea ni el paso de la oca, ni la algarada o la estampida.  

1/2/14

XII DOS CITAS



I

Nuestra época es la época de la crítica a la que todo tiene que someterse. La religión por su santidad y la legislación por su majestad, quieren generalmente sustraerse a ella. Pero entonces suscitan contra sí sospechas justificadas y no pueden aspirar a un respeto sincero, que la razón sólo concede a quién ha podido sostener libre y público examen. 

II

La razón humana tiene el destino particular de verse acosada por cuestiones que no puede apartar, pues le son propuestas por la naturaleza de la razón misma, pero a las que tampoco puede contestar, porque superan las facultades de la razón humana.

ENMANUEL KANT


Estas dos citas de Kant pertenecen al prólogo de la Crítica de la Razón Pura. Dos citas que ponen en evidencia dos cosas aparentemente contradictorias y esenciales que forman ya parte inexcusable de la modernidad. 

La primera, que ninguna ideología dominante, sea religiosa o secular, puede ya sustraerse a la crítica racional sin perder por ello su estatus y autoridad como guía de la humanidad. La primera cita es por ello, para mí, una invitación constante a examinar mis propias suposiciones, muchas de las cuales son inevitablemente impuestas por las situaciones de dominio que existen en la sociedad en que se nace, se crece y se vive. 
Este aspecto del criticismo exige dos salvedades: una, que tiene que llegar un momento en que la crítica tiene que pararse y autorrefutarse si es que queremos construir algo y evitar el nihilismo postmoderno; otra, que la ilustración debe ejercer el criticismo que propugna también sobre sí misma, si no quiere convertirse en un mito tan irracional como los que critica. 


La segunda, junto a esta reivindicación de la razón como parte esencial de lo humano, el reconocimiento también de su insuficiencia para dar cuenta de ciertas realidades y experiencias de las que algunos seres humanos dan testimonio fiable, y de la incapacidad de la razón también para dar cuenta de sí misma por sí misma. Esta segunda cita me exige aceptar un diálogo permanente con los demás y conmigo mismo,  entre la fe y la razón –sin entrar ahora qué hay que entender por una cosa y la otra- como fórmula necesaria de una mutua fecundación entre ambas que contribuyan a una mayor humanización, a la presencia, no excepcional sino natural, de un homínido verdaderamente humano. Y esto me lleva a considerar el encuentro y la conversación entre personas como las bases de la convivencia y el desarrollo de la humanidad.