19/11/14

C.- LOA A LA VIEJA PIZARRA

Loa a la vieja pizarra

Hace poco he publicado un libro titulado Loa a la vieja pizarra (*). El título es deliberadamente provocativo y pretende al mismo tiempo despejar algunos equívocos implícitos en esa provocación. 
En primer lugar, la “loa”, que es totalmente sincera y tiene su fundamento, no tiene por qué presuponer que mi ensayo se encuadra en el viejo tópico de “cualquier tiempo pasado fue mejor”  -o tempora, o mores- o que el autor milita en alguna legión de luditas combatientes contra las máquinas. 
El problema de las máquinas está en la forma en que se han instalado entre nosotros. Una auténtica invasión. Una invasión, sin embargo, que ya estaba aquí, como en  La guerra de los mundos de Wells; y una invasión, a diferencia de lo que ocurre en esta novela, no de extraterrestres, sino de humanos colonizando a humanos. 
Las máquinas ya estaban aquí, porque la deriva y degeneración de la Ilustración, que está en base de la generalización y obligatoriedad de la Escuela, ha ido concretándose en una invasión y conquista de lo humano por parte de lo técnico, que no se traduce sólo en aparatos tecnológicos, sino en formas instrumentales de control y administración social. La escuela, tal como hoy la vemos, es un producto de la modernidad y una herramienta fundamental del proyecto de la ilustración. El problema está en que la escuela ha envejecido más deprisa aún que la ilustración, convertida en tan poco tiempo en un conjunto de mitos que arropan la explotación del mundo y del hombre por el hombre. Lo técnico está en la base tanto del capitalismo como del anticapitalismo, tanto del crecimiento permanente del consumo para mantener el crecimiento de las ganancias, como el de la adopción de planes quinquenales que reducen al hombre a una máquina de producción para el Estado: véase, sin recurrir a la historia, la China comunista.  
Quisiera resaltar, en este sentido, que la diferencia entre lo analógico y lo digital, cuya oposición se suele presentar como si lo primero fuera antiguo e inservible y lo segundo como actual y eficaz, implica dos maneras de entender el mundo. Una, lo analógico, presupone que el ser humano tiene capacidad de ir más allá de la literalidad y materialidad de los hechos -humanos-; es decir, que como en las palabras, la lingüísticidad consustancial del mundo ofrece un aspecto significante y otro significado, incluso simbólico. La otra, lo digital, entiende que todo puede remitirse a sus componentes materiales, en última instancia, a sus últimas unidades materiales irreductibles - sus átomos- que pueden ser sometidos a cálculo. El alma de lo digital está compuesta en todas sus manifestaciones de ceros y unos, este es su código. Lo digital se reduce a la disección y troceo de los componentes del signo -combinación azarosa de fonemas o, mejor aún, de rasgos fonológicos-. Y estos componentes pueden medirse, contarse, pesarse por quienes tienen poder para ello y ante cuyos cálculos la libertad de interpretación no tiene ningún papel. 
En la pizarra analógica el profesor controla y dispone del significado, del que puede, a su vez, hacer partícipe al alumno; en la digital, sólo puede elegir entre la oferta del menú del día que ofrece el catering correspondiente -interactividad mecánica-; los significados están ya elegidos de antemano. De este modo profesor y alumnos quedan alienados y alineados. 
En las primeras páginas de la novela de Wells que narran los acontecimientos prolegómenos de la invasión de las máquinas, vistos a un tiempo desde la doble inconsciencia juguetona de los periodistas y los niños, se dice: “Cuatro o cinco chicos, sentados en la orilla del foso, con los pies colgando, se divertían en arrojar piedras a la gigantesca masa. Les rogué que dejaran de hacerlo y se pusieran a jugar al paso”.
¿Qué nos sugieren estas palabras sobre la inocencia o inconsciencia de los niños -estos que ahora llamamos “nativos digitales” en una fórmula retórica de gran éxito- a quienes tenemos alguna responsabilidad de educar y al mismo tiempo somos conscientes de la invasión y sus riesgos? No sabemos en realidad cómo reciben interiormente los niños este nuevo mundo digital que se le ofrece ni qué formas de apropiación tiene del mismo y las respuestas consecuentes, que seguro no serán las mismas que las nuestras.  Pero los que tenemos alguna clase de responsabilidad sobre el futuro de las generaciones que van llegando al mundo, deberíamos al menos ser prudentes con el uso y, sobre todo, con el abuso de las nuevas tecnologías. Por el momento son, creo yo, un sucedáneo fácil para el entretenimiento que usamos los adultos y los niños acogen a falta de otra cosa más real y humana. O sea, más analógica; quiero decir, que les despierte sus fantasías, sus sentimientos, sus aspiraciones de crecimiento, de ser más y mejor -”ana” significa más arriba-. 
Nuestra loa a la vieja pizarra tiene muy en cuenta la posición del adjetivo “vieja”, epíteto definidor que resalta la cualidad del objeto. La pizarra tiene valor precisamente por vieja, pues son los adjetivos los que conceden cualidad, es decir, humanidad a los objetos que los seres humanos manejamos.  Y nadie podrá negar que las pizarras de las aulas tienen ya un largo memorial de servicios prestados que por el momento las pizarras digitales no tienen. Ya veremos, que dijo el ciego. En cualquier caso, nunca debemos olvidar que las máquinas no sólo las hemos construido nosotros, sino que funcionan y se expanden gracias a la energía que les facilitamos. Si como en la novela de Wells resulta que las máquinas atacan a los humanos, bastará con retirarles nuestra gasolina y dejarán de funcionar. O quizá se infecten de nuestras propias enfermedades y sean letales para ellas. Entretanto, acudamos a la “hermana paciencia” que no sólo ayuda a curar el ébola, como hemos visto, sino a que el tiempo ponga las cosas en su sitio.

(*) ESTRELLA, B.: Loa a la la vieja pizarra. Colección Sinergia. Fundación Emmanuel Mounier. Madrid, 2014. 


30/10/14

XCV.- Visualización y animación pedagógica (2)


Visualización y animación pedagógica

II

En 1995, la fundación Gorbachov reunió a financieros,  políticos y científicos de primer orden en San Francisco para contrastar sus puntos de vista sobre el futuro de la nueva civilización globalizada. En dicha reunión se reconoció como una evidencia que en siglo XXI dos décimas partes de la población activa serían suficientes para mantener la actividad de la economía mundial. Partiendo de estas evidencias se llegó a la conclusión de que el principal problema político al que el sistema capitalista se vería confrontado en las próximas décadas es cómo podría mantenerse la gobernabilidad del ochenta por ciento de la humanidad sobrante, cuya inutilidad ha sido programada por la Máquina. La propuesta que se formuló recibió el nombre de "tittytainment" (entetanimiento: una combinación de los vocablos ingleses "tits" ("pechos" en argot estadounidense, según me cuentan) y "entertainment" que no tiene aquí connotaciones sexuales sino que alude al efecto adormecedor y letárgico que la lactancia materna produce en el bebé). Con ella se hacía referencia a un cóctel de entretenimiento embrutecedor y de alimento suficiente que permitiera mantener de buen humor a la  población frustrada del planeta. Panem et circenses
Nuestra sociedad, que ha logrado un nivel de escolarización formal sin precedentes históricos, está produciendo al mismo tiempo nuevas formas de ignorancia. A los estudiantes les resulta cada vez más difícil manejar con propiedad, soltura y precisión su propia lengua –a la vez que se les ofrece tempranamente ser bilingües o trilingües-, reconocer la geografía y la historia de su propio país, realizar cálculos y deducciones lógicas o comprender textos escritos que no tengan la simplicidad de un wasap. ¿Se está poniendo intencional y sistemáticamente la escuela, como ha señalado Jean-Claude Michea, al servicio de la difusión de la ignorancia? 
Aunque uno dude de estas tesis conspirativas, lo evidentemente es que ha habido, según creo y uno mismo ha ido constatando por la experiencia, una progresiva exteriorización o reducción a lo superficial de los contenidos y tareas de enseñanza y aprendizaje, de manera que las propias aulas se han contagiado, como he dicho, de un activismo inconsecuente que se parece cada vez más al zapeo televisivo y al nervioso picoteo de los parques de atracción. Con el agravante de que en las aulas, esas cosas que se ven en los videoclips de las pantallas o aquellas otras que se orquestan con gran aparato de efectos especiales en las actividades extraescolares referidas, se presentan a los ojos de los alumnos, por mucho que nos empeñemos en darle color y animación, como pobres, cutres y aburridas. 

Pienso que en razón de las anteriores consideraciones, se debería llevar a cabo un análisis crítico de esa proliferación de actividades externas a la escuela que tienen como clientela principal a los niños y niñas escolarizados con la espuria finalidad, creo yo, de tenerlos ocupados y aturdidos en una constante diversión; o bien, de convertirlos en clientela de productos de propaganda política.  Los padres, los profesores y los responsables de la administración educativa, deberían tomar conciencia de que las aulas tienen una función específica tradicional que deben recuperar -sea como fuere-, si queremos que la escuela pública siga cumpliendo con su servicio de educar al pueblo y formar un ser humano más excelente de lo que es por naturaleza, nacimiento, raza, sexo o nación.

27/10/14

XCIV.- Visualización y animación pedagógica (1)

Visualización y animación pedagógica

I


Hace ya algunos años que se puso de moda en las escuelas y luego en los institutos la elaboración de murales por parte de los alumnos sobre los temas más diversos, especialmente a partir de que se fueron introduciendo en los programas contenidos relativos al entorno cercano y se impusieron las prioridades locales, regionales y nacionales frente a una cultura más universal. Las paredes de las aulas empezaron de pronto a llenarse de cartulinas y papel de envolver rellenos de colorido didáctico. Al principio estas actividades de exposición de trabajos respondían a una fase final, de síntesis, de unas tareas de enseñanza y aprendizaje previamente realizadas; y, por tanto, a unos saberes, habilidades y conceptos, que habían pasado a formar parte –de ahí “formación”- de la personalidad del alumno. Con el tiempo, y en razón de que la enseñanza se ha contagiado del espíritu de marketing de toda nuestra sociedad de consumo, estas actividades se han convertido en fines en sí mismas y han venido a constituir esa especie de activismo inconsecuente con el que las aulas ocultan su falta de incidencia en las interioridades de los escolarizados, es decir, en su formación. Las nuevas tecnologías han potenciado esta cartelera y han reducido su ya de por sí escasa función formativa, como podría ser manejarse con tijeras, rotuladores, pegamentos y otras actividades manuales. La realidad virtual, que asalta las paredes del aula y se convierte en espacio inabarcable, se presta a que la tontería humana, como decía Machado, se muestre inagotable. 
Posteriormente se han ido ofreciendo en el mercado –incluyo aquí las ofertas de los departamentos de política educativa, especialmente los autonómicos, a los que hay que añadir los abundantes festejos locales de los Ayuntamientos-  toda una gama de eventos: ferias y visitas, exposiciones y encuentros, premios y concursos, excursiones y fiestas…- y de profesionales de la animación e industria cultural que multiplican tales actividades, llamadas generalmente “extraescolares”, con la característica general –y con las consabidas excepciones- de que encierran finalidades de entretenimiento y propaganda bajo el disfraz de lo educativo. 
Toda esta farándula que sirve de recreo a la clientela escolar no es que esté mal, y en sí misma no tendría por qué causar daño alguno, siempre que no se confundan aprendizaje y diversión, cultura y entretenimiento. Lo que por lo general ocurre con este tipo de actividades es que se quedan en el envoltorio o la pura superficie sellada de ellas mismas, e invitan al participante a conformarse siempre con la carta del menú sin que llegue nunca a probar la comida. Pues considerar a los aprendices como clientes presupone aplicar en todo momento el principio que rige toda venta comercial: que el cliente siempre tiene razón. Y esto se da de bruces con los fines pedagógicos del aprendizaje, que deben siempre orientarse por principios opuestos. En efecto: un aprendiz es alguien que nunca lleva razón, ya que aprender consiste principalmente en darse cuenta de lo que uno no sabe y de todo cuanto le queda siempre por aprender. 
La pregunta que me planteo es si esta visualización y animación con que se ofrecen algunos contenidos de enseñanza no crean en los alumnos una cierta idea trivializada, irreal y facilona de los hechos culturales y, consecuentemente, incrementan ciertas actitudes de cómoda pasividad -frente a una supuesta cultura rebajada a espectáculo de varieté- y de rechazo al esfuerzo que exige todo aprendizaje que se precie.  ¿Pueden sustituir el “animador” (una mixtura de clow,  titiritero y charlatán) al maestro y al profesor?  ¿Se está empujando al profesor a que adopte ese papel de “animador” frente al papel tradicional de “formador”? ¿Debe olvidarse la escuela de sus funciones tradicionales de enculturación formal, de facilitación de los saberes acumulados por una cultura, y pasar a formar parte también de la industria del entretenimiento y la diversión? ¿En qué clase de servicio social se ha convertido la escuela? La pregunta que nos hacemos es la misma que ya hiciera Sócrates al sofista Gorgias: Explícame, por tanto, a qué clase de servicio de la ciudad me invitas. ¿Es al de luchar con energía para que los atenienses sean mejores, como hace un médico, o al de servirlos y adularlos?


22/10/14

XCIII.- LAS TENTACIONES DEL PROFESOR NOVATO

Las tentaciones del profesor novato

III


TERCERA TENTACIÓN: LA PANACEA DIDÁCTICA 

Si nuestro joven profesor no es especialista de nada o no ha sentido gran entusiasmo por la especialidad estudiada, o ha cursado esa nueva especialidad de especialidades que es la psicopedagogía en alguna escuela de maestros reconvertida en facultad universitaria, y se siente llamado a más altas misiones que la simple tarea de enseñar a leer, escribir y contar a los niños; o bien, siendo especialista de alguna cosa ha recibido después doctrina pedagógica en algún curso de adaptación al oficio, materia de sesenio de CPR , escuela de verano o master on line sobre la cosa pedagógica, si ha ocurrido, digo, una de estas vicisitudes de postgrado, quizá nuestro joven profesor quiera también vestir otra clase de bata blanca identificándose con el tejemaneje de la institución escolar y se sienta un investigador –ya que la química y demás ciencias especializadas se supone que entran en el aula ya investigadas- . 
Armado con sus conocimientos sociopsicopedagógicos del aula, se enfrentará así con su objeto de investigación como si este fuera un conjunto de átomos de realidad que él puede trocear, clasificar, encuestar, someterlo a pruebas estadísticas y experimentales de sofisticada factura imaginativa, en fin, que podrá aplicar el “método científico” y convertir su aula en un laboratorio y pueda incluso hacer su tesis doctoral y recibir el cum laude
Desde este rol, el joven profesor verá que él es uno y ellos son los otros todos juntos y revueltos: rostros más o menos sonrientes que le entregarán papeles más o menos llenos de la sabiduría que él imparte y que tiene que juzgar. La perspectiva que adopta con este papel el profesor es la perspectiva del observador objetivo, la perspectiva de la 3ª persona -un Ello impoluto-, por la que el aula queda dividida en dos partes, una que mira con mirada ajena y otra que es mirada y se siente no menos ajena. El nuevo profesor queda así protegido por su bata blanca como por una coraza ante el campo de batalla. Pero no podrá evitar que irremediablemente su bata blanca de laboratorio se manche una y otra vez en el trasiego del aula invitándole a que la cambie por el mono de taller; pero quizá, acomodado en su impoluto papel de jefe de laboratorio, se resista también una y otra vez a abandonarlo. 
No todos se sienten llamados a esta encomiable visión de producir ciencia pedagógica y simplemente intenten aplicar con buena voluntad las ideas pedagógicas aprendidas de libros, apuntes y conferencias recibidas. El peligro está en considerar la pedagogía como una panacea que cura todo el supuesto mal que tiene la realidad compleja del aula. Hay pedagogos eminentes que tienen la temeridad de afirmar que en sabiendo pedagogía uno puede enseñar cualquier cosa. El pedagogo se confunde aquí con el periodista, que es lo contrario del especialista, según reza otra parecida definición a la antes dicha: un periodista es aquel que cada vez sabe menos de más cosas hasta que acaba sabiendo nada de todo -dicho esto salvando todas las excepciones, que, como entre profesores y especialistas, las hay también entre los periodistas-. 
  Si este hombre o mujer, al que las circunstancias de la vida o su sentida vocación o su destino lo han llevado a ejercer la profesión docente, es una persona mínimamente sensible a las vicisitudes de la realidad, si se muestra abierta a ellas y no tiene miedo de perder sus falsas y convencionales seguridades, llegará un día, tarde más o menos, en que deberá plantearse que lo que tiene allí delante en el aula no es un simple conjunto de átomos sociológicos de un ente grupal, sino una verdadera comunidad de personas de carne y hueso, más o menos organizada y consciente de sí misma.  Se dará cuenta de que aquel “objeto” que observa es, en realidad, un animal pensante, sintiente y hablante, un sujeto compuesto de sujetos que piensan, sienten y razonan como pueden y saben, que se notan observados y responden de una u otra manera a las miradas que los observan, que tal vez incluso oigan y escuchen, que quizá sepan hablar y preguntar. Caerá entonces en la cuenta de que el asunto en que se ha metido es más complejo de lo que le parecía. Y entonces, quizá, tome la decisión de empezar a aprender el oficio. Para eso tendrá que reivindicar su libertad y asumir su responsabilidad, su autonomía.
Dicho de otra manera: tendrá que decidir entre: a) conformarse con ser un obrero enajenado de la cadena de supermercados que vende sus productos a la clientela escolarizada; o, b) se convierte en un artesano que atiende con su trabajo a las necesidades humanas de sus aprendices. Sólo en este segundo caso podrá gozar de su oficio de dos maneras: con su actividad, como experiencia de una expresión vital individual; con la contemplación del fruto de su trabajo, en la alegría  de saber que dispone de un poder objetivo con el que se realiza como persona, a la vez que ayuda al aprendiz a cubrir una de sus necesidades humanas: la de formarse como hombre
.  


20/10/14

XCII.- LAS TENTACIONES DEL PROFESOR NOVATO (2)

Las tentaciones del profesor novato

II


SEGUNDA TENTACIÓN: EL MODELO

La segunda tentación que le asalta a nuestro profesor es la de identificarse con el rol que haya observado y vivido con algún maestro o algún profesor a lo largo de su carrera de estudiante. Seguramente, mal observado y mal vivido, pues el activismo de supervivencia de las aulas no deja mucho sosiego para las observaciones objetivas ni las transferencias psicológicas.  
Yo mismo, que no he fumado nunca, estuve a punto de convertirme en fumador de pipa porque mi profesor de filosofía, que tenía su empaque y personalidad, lo hacía. Me compré la pipa y el tabaco perfumado correspondiente el mismo año que terminé la carrera. Un primo mío me quitó el vicio y la idea nada más estrenarla. Pues iba yo paseando por la carretera de mi pueblo –que es donde paseaban antes los mozos y mozas en edad de merecer- con la pipa encendida cuando mi primo regresaba del campo con las bestias. Y viéndome a lo lejos me gritó: 
  • ¡Dónde vas, primo, con esa “jumarea”!
Guardé la pipa, dejé el tabaco y me olvidé del empaque del profesor de filosofía.
Esta identificación con una figura de profesor está también muy relacionada, en el caso sobre todo de los profesores de secundaria y universidad, con identificarse con la materia de enseñanza que se imparte. Muchas veces, una y otra cosa – la personalidad de un profesor y la materia que imparte- van indisolublemente unidas. Si nuestro nuevo profesor es químico, por ejemplo, intentará desarrollar delante del público de sus alumnos cuanta sabiduría química ha obtenido en sus años de carrera. Pongo el ejemplo de la química porque todos sabemos que los profesores que imparten materia de bata blanca, así como aquellos alumnos que las estudian en el bachiller correspondiente, tienen un mayor prestigio académico que aquellos otros que visten de calle y hablan de las cosas de la calle: de filosofía, historia, literatura y esas cosas -los “eventos consuetudinarios que acaecen en rue”, que decía Machado-.  
Y además, nuestro nuevo profesor, se resistirá a impartir información sobre cuestiones que no sean propiamente química y nada más que química, es decir, a enseñar cosas que no sean de “su especialidad”, pues se siente antes que nada un especialista. Y en fin, ya sabemos lo que es un especialista: alguien que cada vez sabe más de menos hasta que acaba sabiéndolo todo de nada. 
Independientemente de que nuestro joven profesor sea de primaria o secundaria, si sigue atento a su quehacer diario y reflexiona un poco sobre ello, deberá caer en la cuenta que la materia que enseña forma parte de un relato más general de la tribu a la que pertenece y en la que deberán ingresar sus alumnos con capacidad para desenvolverse medianamente en ella y conservar su memoria y su sentido. Entenderá que ese relato es como un gran texto –de textil- urdido con hilos de diversas procedencia, natural y artificial, tejido con discursos que pretenden dar cuenta de la realidad del mundo, de las personas y de uno mismo desde diversas perspectivas complementarias. Y hará bien en declarar los límites de su discurso especializado y relacionarlo en lo que pueda con los demás discursos del conjunto, si no quiere que sus alumnos en vez de formarse se deformen en visiones parciales, exclusivistas y equívocas sobre la realidad. 

No quisiera tener que referirme a aquellos profesores que ante la complejidad de la situación del aula, simplemente repiten la mecánica rutinaria de transmitir información sin pena ni gloria a los alumnos, tanto a los atentos como a los sordos, tal como él la ha recibido en su historial de estudiante. Hay pocos de estos, pero haberlos haylos. Deberían darse cuenta de que la otra parte de la organización a la que el profesor pertenece y en la que diariamente desarrolla su oficio, está también dotada al menos con la facultad del lenguaje; en fin, tendrán que oír, si no son sordos, que los alumnos hablan, quizá demasiado para su disgusto y de manera impertinente, pero hablan. Y de lo que se trata y el oficio honradamente pide de él es que ayude y reconduzca su hablar, para que lo hagan con corrección, propiedad, cohesión, adecuación, relevancia, veracidad y estilo, es decir, que se comporten con la racionalidad y honradez que el contexto práctico del aula exige y una conducta ética congruente les  exigirá en el mundo social adulto en que tendrá que vivir su vida. 

17/10/14

XLI.- LAS TENTACIONES DEL PROFESOR NOVATO (1)

Las tentaciones del profesor novato

I

Imaginemos a un profesor nuevo –o profesora- que entra por primera vez en el aula, bien con un contrato de interino por parte de la administración del Estado, bien con una oposición aprobada con plaza, o bien con un simple contrato empresarial en un colegio privado o concertado. Él (o ella) y los alumnos se miran curiosos y expectantes. Ellos miran al profesor y el profesor los mira a ellos. Ellos lo miran de arriba abajo, lo miden, lo examinan mucho antes de que ellos sean examinados. El profesor está allí y no está, tratando de pensar al mismo tiempo en los alumnos que tiene delante, en las exigencias de la materia que tiene que dar y su didáctica, en las complicaciones burocráticas del contexto, en su propia persona. Sea persona tranquila o nerviosa, tendrá la sensación inevitable de que ha aterrizado en medio de un país extranjero y en principio hostil, viéndose “sólo ante el peligro”. Y si no es todavía consciente, lo sabrá enseguida, a poco que lleve unas semanas de clase y le asalten las primeras tentaciones, alentadas por el síndrome del novato: todo profesor nuevo es por definición un inmigrante que ha pasado del confortable lugar de un lado del aula en dónde se sentía seguro y acompañado como estudiante al otro lado donde se encuentra solo y extraño como profesor. 
Las primeras tentaciones de este inmigrante lleno de miedo -peor sería que se sintiera seguro arropado en su papel institucional- consisten en simplificar la situación mediante la cómoda identificación con algún factor ya simplificado: con los alumnos, con la materia de enseñanza o con el reglamentismo escolar. 


PRIMERA TENTACIÓN: EL COLEGA

El nuevo profesor –o profesora-, a pesar de la zozobra que pueda embargarlo, no vuelve en realidad a un sitio extraño para él. Muy al contrario, vuelve, tras un tiempo de vacaciones –aunque sea estudiando oposiciones, de estudiante al fin y al cabo- que se ha tomado desde que terminó el último curso de universidad, a un lugar en donde, con ligeras variaciones, ha pasado media vida, casi toda su infancia y juventud, sentado allí enfrente, donde están ahora aquellos que ayer mismo eran sus colegas y ahora lo miran como a un enemigo. Allí está él, en la trinchera, convertido de pronto en capitán general sin experiencia ninguna de mando como cabo, sargento, teniente, capitán, comandante, coronel o simple general de brigada. La primera decisión que debe tomar es la de asumir su nuevo papel, que es difícil. 
La primera tentación que debe resistir, si es que la resiste, es la de la regresión infantil, la de identificarse de nuevo con los colegas de enfrente, pues se trata de un papel que conoce bien y tiene de él, como decimos, una larga experiencia. Hay, ya digo, quien no resiste esta primera tentación de salir huyendo de la mesa y la tarima, de los rituales de su recién investida autoridad institucional –hoy, por cierto, extremadamente precaria- y corre a refugiarse allí delante entre quienes se considera todavía como uno de los suyos, como un colega más. Para esto, ya no es necesario, como hace algunas décadas, hacer ningún gesto de acercamiento: “Llamadme de tú, por favor”, ni dar la mano con miedo a que se tomen también el pie. No: las distancias están de antemano rotas y el problema es como reconstruirlas sin romper el flujo comunicativo entre las partes. 
Recuerdo a este respecto una anécdota vivida en un Centro de Adultos con un curso de jóvenes de catorce años que no habían obtenido el Graduado Escolar. Con el mayor desparpajo del mundo –pues esto ocurría en el interregno de la llamada transición política y nadie tenía claro quién mandaba o iba a mandar y nadie mandaba- el grupo funcionaba de manera asamblearia. Y en una de las asambleas, un compañero profesor que se empeñaba siempre en darle la razón a los muchachos, recibió la siguiente lección, de la que yo también tomé nota. Un alumno pidió la palabra y dijo:
  • Oye, Fulano; que nosotros no queremos que nos den siempre la razón, lo que queremos es que nos quieran
Hay quienes, practicando o no pedagogía asamblearia, ceden a esta primera tentación y asumen este papel de colega en el aula y allí flotan durante mucho tiempo, quizá durante toda su vida profesional –si no recibe una llamada de atención a tiempo- como agarrados a un salvavidas inflado que puede explotar en cualquier momento. Deberá, claro está, pues si no esto sí tendría consecuencias para su nuevo estatus, cumplir con las formalidades burocráticas que exija la Consejería correspondiente a través de los mandos intermedios, y ponerle notas a los alumnos, seguramente generosas tratándose de colegas. 

Se dará cuenta con el tiempo, si no está ciego ni sordo, de que aquellos que ahora tiene sentados enfrente no son ya sus colegas. Que lo quiera o no, él ha sido separado de la panda y es ya otra cosa, que tiene otro papel asignado y que tendrá que responder de él si quiere ser consecuente con su elección, por las razones que sean, de la profesión docente. 

3/9/14

LXXX.- La lectura como alimento

LXXX
La lectura como alimento

Siendo a la sazón tutor de un segundo y último curso de nuestro escaso Bachillerato, tuve que llamar a los padres de los alumnos del citado curso para buscar remedio a su escandalosa apatía. Algunos padres acudieron en socorro. Y he aquí lo que me contó una madre sobre uno que otra vez repetía: “Mi hijo dice que no quiere tener la vida que ha tenido su hermano” - me dijo. Y luego me explicó: resulta que este alumno tenía un hermano mayor que había sido estudiante de verdad, que había sacado muchos sobresalientes, que había leído muchos libros, que había estudiado con dedicación y esfuerzo inusitados una carrera difícil y que desde los catorce hasta los veintimuchos años no había salido de casa, no había alternado con muchachas, no había ido a los botellones..., en fin, que a juicio del hermano menor había desperdiciado toda su juventud. Lea usted para esto. 
En los monasterios benedictinos se leía, porque así lo mandaba la regla, para salvar el alma: ora et labora, a Dios rogando y con el mazo dando. La lectura era a un tiempo rezar y trabajar. Por esa misma razón leen también los musulmanes el Corán: confía en Allah, pero ata tu camello. Leer bien es arriesgar nuestra identidad, dice George Steiner. Y Kafka, para quien la escritura era también una suerte de oración, dice que los libros están para sacarnos de nuestra dormilera: “Sólo deberíamos leer aquellos libros que nos muerden y nos pinchan. [...] Un libro debe ser el hacha que quiebra el mar helado que hay dentro de nosotros”. 
El Quijote se leía en un principio para reírse y pasárselo bien, cosa increíble para nuestros alumnos, que lo leen para aprobar la asignatura de Lengua y Literatura haciendo todos los ascos del mundo. Desde la perspectiva de la educación, no se lee por leer, se lee para algo: para formarse y entender el mundo en que se ha nacido. 
No es lo mismo información que formación, aunque lo segundo precise de lo primero, como el alimentarse necesita de los alimentos. Porque lo que reclama en primer lugar la lectura, especialmente en las aulas, es un régimen de alimentación, una dieta. Resulta interesante comparar la lectura con la alimentación, pues lo que impera en nuestra sociedad de consumo es la cantidad sobre la calidad. 
Dice a este respecto Pedro Salinas: “En este Olimpo de monstruos hay uno tan grande como el que más, el monstruo, el dios de la cantidad. Él es el que nos invita a resbalar hacia la catástrofe, poniéndonos a los pies de ese deslizadero, esa falaz ecuación: más, igual a mejor”
. Y de la misma manera que ante tanta abundancia de todo lo que los niños y los jóvenes están continuamente llamados a tragar, la madre naturaleza, que es sabia, reacciona con las alergias, las anorexias y las bulimias, también hay alergias, anorexias y bulimias ante la sobreabundancia de información que los niños y los jóvenes están conminados a tragarse fuera de las aulas y en las aulas, a las que llegan ya hartos y con la atención totalmente embotada y el apetito bajo mínimos. 
Pues no es cierto que se lee poco, sino que –aparte de lo que ocupan las pantallas- se lee demasiado, mal y con desgana; y lo que se lee sobre todo son esos best-sellers a la fuerza que se llaman libros de texto, que se  hacen, como los videoclips, a base de impactos que duran lo que dura pasar una hoja, mal redactados y peor organizados, de manera que parecen hechos a propósito para que los estudiantes no sólo no se enteren de nada, sino que no le vean al acto de leer o de estudiar el sentido por ninguna parte, a pesar de los guiños de complicidad que sueltan las páginas a cada momento confundiendo la pedagogía con el marketing publicitario. Se olvida que lo que más se aprecia en un libro es la capacidad que tiene de hacerse entender y hacer entrar al lector en un mundo desconocido para él que puede hacer suyo y compartirlo. Y para este fin lo que más forma, pues forma al tiempo al futuro lector, es la lectura de un buen libro, un libro que esté bien escrito y que además diga cosas importantes para cualquier ser humano.

Nasrudin, el sabio idiota, iba un día para su casa con cuarto y mitad de carne y la receta para guisarla. De pronto, un cuervo se lanzó sobre él y le arrebató de la mano el trozo de carne. 
Mientras el pajarraco se alejaba volando, Nasrudín le increpa así: -¡Pájaro estúpido! Ya tienes la carne, pero ¿qué harás sin la receta? 

El chiste de Nasrudín, aparte de otras lecturas en las que no entramos, pone en evidencia el comportamiento de aquel lector que, como un falso erudito, lee para demostrar cuánto ha robado leyendo para su uso particular y no para comprender lo que lee y usarlo convenientemente. Le falta la receta del diseño de la comprensión del conocimiento y su adecuada aplicación, y el resultado suele ser un plato soso que ni le alimenta a él ni alimenta a nadie. 
Plantearse las finalidades y funciones de la lectura desde la realidad de una actividad que se realiza de puertas adentro de cada individuo implica considerar el para quién en el para qué. Es decir, supone plantearse qué clase de hombre o mujer tiene que ir conformándose en base a la actividad lectora. Y se sobreentiende que esta actividad mejorará a quien la realiza en su forma de ver, sentir y pensar la realidad, empezando por la realidad de sí mismo. En relación con las finalidades de la lectura, hay por tanto, otro punto de vista, individual e interno, más real y más interesante, que convierte a la lectura en un resorte de evolución personal. 
Sigamos con la metáfora de la alimentación y concretémosla ahora en un melocotón
. ¿Qué ofrece un melocotón y qué podemos hacer con él? Podemos estudiar su composición química en el laboratorio: agua, azúcares, vitaminas, etc. Podemos analizar su etimología: 

Melocotón: 1. Del latín "malum cotonium", "membrillo". 2. Del bajo latín "[malum] persicum", "fruta de Persia". El diccionario de María Moliner da "pérsico" como sinónimo de melocotón. 3. De la voz mozárabe albérchigo (= el pérsico) "variedad de melocotón" y, a través del griego praikokion en albaricoque. 

Podemos admirar y contemplar su belleza de forma, color, aroma y textura. Podemos comerlo. 
En realidad, el melocotón se comprende verdaderamente cuando se prueba con apetito. Todos los sentidos intervienen en esa prueba. Pero, además, se trata de una comprensión -una apropiación- interna, exclusiva de cada uno. (Hay quienes no resisten el tacto aterciopelado del melocotón). A nadie se le ocurre dar a probar un melocotón a otro para que se lo cuente, por bien que el otro domine su lengua, en paladar y habla. 
Pero además de proporcionar alimento al que lo prueba, el melocotón lleva, oculta y protegida, una semilla (el hueso) que no es comestible, pero sirve para que la fruta se reproduzca. (¿Acaso no estamos perdiendo las auténticas semillas de nuestra cultura como perdemos las semillas del trigo o de los tomates de antes? ¿No las estamos cambiando por transgénicos de más rentabilidad y de dudoso acoplamiento a nuestra propia naturaleza?) Y aún más, las mondaduras pueden servir también de complemento -olor, sabor y alimento-, de un té o cualquier otra infusión. Y de estiércol para abonar el hueso, la semilla que se ha sembrado. 
Un buen texto para leer es como un buen melocotón. De secano, si es posible.


2/9/14

LXXIX.- ¿Tiene hoy sentido el lenguaje de los mitos?

LXXIX
¿Tiene hoy sentido el lenguaje de los mitos?

El aspecto peyorativo del término “mito” viene dado por el hecho de que ciertas narraciones o partes de esas narraciones, si se interpretan literalmente, puedan ser puestas en entredicho por discursos más racionales como los que aporta la ciencia, que es hoy a la que se otorga toda la autoridad (el poder, también sobre la ciencia, está en otra parte). Esta transposición literal ha producido toda una literatura de gran éxito editorial, en la que las narraciones bíblicas, por ejemplo -no suele hacerse con otros textos clásicos, como La Odisea o el Mito de Prometeo-, son puestas en ridículo al ser interpretadas como si fueran informes científicos. Esta posición acrítica y reduccionista supone convertir también en mito, en sentido peyorativo, a la propia ilustración que le sirve de justificación.  A este respecto dicen Adorno y Horkheimer: “Cuanto más domina el aparato teórico todo cuanto existe, tanto más ciegamente se limita a repetirlo. De este modo, la Ilustración recae en la mitología, de la que nunca supo escapar […] El hecho bruto es proclamado como el sentido que él mismo oculta”.
. La interpretación literal de estas narraciones, por la otra parte también -la religiosa-, han reforzado su desprestigio al enfrentarse con construcciones explicativas de la realidad fáctica más lógicas y cargadas de razón. Traducir las imágenes, los símbolos y los mitos tradicionales en términos positivistas y materiales priva al ser humano del reconocimiento de una parte sustancial de sí mismo, de su entera autocomprensión como ser reflexivo que es, y lo mutila, lo condena a renunciar a su plena realización humana. El mito está en la base de toda gran literatura, y es, como ha señalado Gilbert Durand, el que impulsa a la creación, mediante la palabra, de un espacio sagrado para el hombre, una morada, un ethos, un “universo ejemplar”, una “tierra prometida” a la que queremos regresar desde nuestra condición esencial de exiliados, una utopía y una ucronía que han anidado siempre en el corazón del hombre.  
Se suele citar el viejo proverbio chino “una imagen vale más que mil palabras” para afirmar la primacía de la imagen; pero se confunden la imagen literaria -el mito, el símbolo- con las imágenes que hoy proliferan mediante la inundación de las pantallas, que no ocupan el lugar de la palabra, si no es porque la palabra acude a leerlas e interpretarlas, sino que más bien reduce la resonancia interior de la palabra a la materialidad de su visibilidad, por lo general interesadamente provocativa. Un mito griego, una parábola evangélica, un cuento de la tradición sufí, zen o jasídica, un poema de Ibn Arabi, Omar Kayyan, Kabir, Gibran, Tagore, Blake, Rilke, Kathelen Raine, San Juan de la Cruz, Antonio Machado, Eliot o Celam, nos aportan, en genial síntesis, auténticos tratados de sabiduría que abarcan a la vez cuestiones teológicas y metafísicas, filósoficas, psicológicas y sociológicas que, en su integración, presentan dimensiones y niveles de sentido que cada una de las disciplinas mencionadas por sí solas no pueden ofrecer.  
Como ha dicho Mircea Eliade, en nuestra sociedad los mitos se degradan y los símbolos se secularizan, “pero jamás desaparecen, ni siquiera en la más positiva de las civilizaciones, la del siglo XIX. Los símbolos y los mitos vienen de demasiado lejos; son parte del ser humano y es imposible no hallarlos en cualquier situación existencial del hombre en el Cosmos”.  
 Precisamente nuestra sociedad, al tiempo que niega las explicaciones que los mitos tradicionales han ofrecido sobre las preguntas esenciales que el hombre se ha planteado desde tiempos remotos –quién soy, de dónde vengo, a dónde voy, cuál es mi misión-, y sobre su vivir cotidiano y los valores que le pueden dar sentido, ofrece multitud de discursos en los que el mito, degradado y degenerado en ideología y propaganda, sirve, mediante la manipulación de las emociones –esa parte irracional que el ser humano no puede negar sin pagar por ello, como nuestra reciente historia del siglo XX ha puesto de manifiesto- a causas ajenas al interés humano. Como ha dicho George Steiner, la palabra humana, por su propia manera de ser, lo mismo puede servir para “articular  la ética de Sócrates, las parábolas de Cristo, la construcción maestra del ser en Shakespeare o Hördelin”, que “diseñar y crear los campos de concentración y transcribir las sesiones de la cámara de torturas”. Y Sören Kierkegaard, hace ya siglo y medio, escribía proféticamente lo siguiente: “Ninguna época ha producido mitos del intelecto tan ágilmente como la nuestra, que produce mitos, justamente, por el afán de exterminar todos los mitos”, sin sospechar hasta qué punto se iban a incrementar tanto el afán de exterminio de las narraciones tradicionales como la producción propia de mitos espurios. Tenemos, por supuesto, libertad para ignorar e incluso despreciar el mundo de la mitología de nuestras tradiciones culturales, que presentan en su fondo común un contenido universal que afecta a todo el género humano, en nombre de la secularización y el materialismo positivista que el siglo XIX trajo a nuestra cultura desde una parcial y determinada interpretación de la ilustración; pero los mitos han acabado vengándose de ese desprecio y vuelven en formas degradas y a veces inhumanas, como vimos en los años treinta del pasado siglo.    
Mediante el mito, el hombre ha manifestado, sobre todo en los albores de las distintas culturas, sus intuiciones radicales, las propias de su ser y su existencia, y por su carácter quizá primitivo y originario, sus expresiones textuales son las más adecuadas para que en los comienzos de su formación, el niño y el joven emprendan su ritual de iniciación cultural a través de la lectura. Iniciación no sólo como puerta de acceso a un mundo, sino también como asunto que se sitúa siempre desde el inicio, desde el origen, pues el ser humano no construye nada de la nada. La estructura básica del ser humano, más allá de su realidad biológica y sus condiciones históricas concretas, presenta un componente espiritual, por encima de su espacio y de su tiempo vividos, pero encarnado en su concreción temporal, que se revela en esas imágenes primordiales que aparecen en los cuentos, los mitos, las fábulas, la poesía, los sueños, la inspiración del artista y el subconsciente del neurótico. Son lo que Jung llama “arquetipos”, y constituyen una realidad insoslayable que cada uno tiene que integrar en su alma si quiere realizarse plenamente. Esto no quiere decir, ni mucho menos, que los textos de que hablamos -ni siquiera los cuentos de hadas- sean sólo cosa propia de niños o de locos que reprimen su mundo subconsciente. Son expresiones de toda existencia humana cuya experiencia de vida busca su cumplimiento y plenitud. 

Con toda la carga de ambigüedad e insuficiencia -que no son exclusivas del mito, sino consustanciales con el mismo hombre-, que tienen esta clase de discursos, han sabido resistir, sin embargo, a lo largo del tiempo, todas las interpretaciones y todos los usos, y servir al fin y al cabo y siempre a la comprensión del ser humano y a la búsqueda incesante de su plena realización. 

29/8/14

LXXVIII.- ¿Por qué y para qué tenemos que leer? (2)

LXXVIII
¿Por qué y para qué tenemos que leer? (2)


El aprendizaje de la lectura es, en nuestra cultura, un rito de iniciación que consiste fundamentalmente en la formación de la mirada del que lee.  Y la situación en que se hayan los responsables de la iniciación, los que reciben a los miembros nuevos que deben iniciarse, es un tanto paradójica. Pues, ¿cómo podemos ayudar a esa tarea de formación de la mirada lectora los miembros adultos de la tribu ya instalados si no es también leyendo y formando nuestra propia mirada? Así este autor, para escribir esto mismo, ha tenido que leer cosas, releerlas para entenderlas mejor, cotejar sus opiniones con otras más autorizadas y discutirlas, escribirlas para pensarlas, reflexionarlas y reescribirlas una y otra vez para comprender a fondo el asunto y expresarlo de la manera más clara y elocuente. Para poder compartir nuestras propias ideas escritas hemos de atenernos también a la lectura, a que la mirada de otro lector se pose sobre lo que escribimos -que en principio no está escrito para las musarañas, las polillas, ni las carcomas-, y active con su mirada atenta estos garabatos en sí inertes.  
Puesto que se trataba de leer y releer, para que el lector ahonde conmigo en el asunto me sirvo de algunos textos que, a pesar de su antigüedad, ofrecen su vigencia a cierta clase de mirada. Con ello, pretendo ser coherente con la propuesta sobre la lectura que subyace en estas reflexiones. Una propuesta que se refiere a una clase particular de textos y a una manera peculiar de leerlos. 
Suelo recurrir a los mitos, fábulas, cuentos, epopeyas, poemas épicos y líricos, parábolas, apólogos… de la literatura clásica de todas las culturas, o si se quiere,  de la literatura misma entendida en sentido clásico y tradicional, antes de que fuera expropiada por la industria cultural, banalizándose y trivializándose en sus contenidos y pasara a ser una sección más del mercado de consumo de entretenimiento y propaganda en que vivimos.
No son esos textos raros, a veces trasnochados e irrelevantes, que sirven a la investigación erudita, especializada, que se ofrecen para ser acumulados en la demostración de un saber. Desde el enfoque que encierra mi propuesta, se trata de auténticos artefactos de transmisión de valiosos conocimientos, verdaderos instrumentos de aprendizaje que fueron elaborados, sabiamente construidos por seres humanos, y han sido una y otra vez leídos y requeteleídos, glosados y comentados, traducidos y traicionados, comprendidos y mal comprendidos, compartidos y discutidos, es decir, usados una y otra vez, aplicados a la realidad, a la experiencia humana en distintos contextos, por muchas generaciones y en distintas lenguas y culturas; textos que forman parte de aquello que permanece como memoria de toda tradición cultural, de la nuestra también, una tradición que se conserva y transmite precisamente gracias a la lectura; textos que reclaman por ello su presencia y permanente revitalización una generación tras otra para enseñarnos algo sobre el mundo y sobre nosotros mismos. 
La elección de esta clase de textos como ilustración y argumento a la vez de mis propuestas formativas mediante la lectura aporta también algo sobre el por qué de la misma. Son textos que responden a un saber originario que el hombre manifiesta sobre sí mismo, un saber que se expresa principalmente en una clase privilegiada de discursos o maneras de pensar que de forma general podemos llamar mito en contraposición a esos otros textos que utilizan la lógica y la argumentación.  
La palabra “mito” fue cobrando a partir de la Ilustración un sentido peyorativo, como algo irracional, perteneciente a la imaginación y la fantasía, que la razón debía desechar en pro de la materialidad de los hechos. Esta actitud frente al mito no era nueva, pues se esbozaba ya de manera más primitiva, ingenua y tolerante en los primeros filósofos griegos, que trataban de contrastar, más que oponer, la filosofía –el logos- como forma racional y discursiva de conocer la realidad a los mitos antiguos. Hoy el mito recupera su lugar legítimo entre las formas de conocimiento que el ser humano posee, y aún más, reivindica su preeminencia cuando se trata de realidades que atañen precisamente de forma directa al propio ser humano, en cuanto realidad compleja, dotada de un interior, una conciencia. 

Esa realidad compleja se manifiesta culturalmente de forma polifacética en distintas clases de discursos, en una especie de tejido donde hilos de distinta procedencia y valor lógico y epistemológico se entretejen en una suerte de oposiciones complementarias -complexio oppositorum-. Esta urdimbre discursiva constituye la base de nuestra tradición cultural, que no sólo se verifica mediante experimentos de laboratorio –los discursos científicos-, sino mediante la discusión argumentada y el acuerdo en la polis y también en la experiencia dramática del vivir y los testimonios que aportan. Son los discursos narrativos del mito los que recogen esa experiencia dramática milenaria del ser humano desde sus primeros balbuceos entre la inspiración y la revelación. Todas son formas válidas y plausibles de cotejar y verificar racionalmente nuestros discursos con la realidad. 

28/8/14

LXXVII.- ¿Por qué y para qué tenemos que leer? (1)

LXXVII
¿Por qué y para qué tenemos que leer? (1)
Desde que el pueblo sabe leer y carece de tradiciones orales son las gentes capaces de manejar la pluma las que proporcionan al público las concepciones de lo que es grande y los ejemplos susceptibles de ilustrarlas.
(SIMONE WEIL)

Borges decía que los gorilas son analfabetos porque no quieren que los pongan a trabajar. Como pasa con todas las malignas ocurrencias de Borges, esta hay que pararse a pensarla dos veces. ¿Acaso la alfabetización no ha sido una necesidad impuesta por las sociedades industriales para hacer rendir más al obrero –se preguntan algunos- y por los estados modernos para controlar mejor a sus ciudadanos, mediante los censos, los impuestos y las escuelas? ¿Hay en la estructura esencial del ser humano –dicen otros- algún error esencial o pecado que lo condena al trabajo y recaba entre nosotros, los que vivimos en culturas de libro, la necesidad de la lectura? Entonces, ¿los analfabetos no son humanos, son como los gorilas? ¿Se agorilan los que no leen? ¿Hemos olvidado los orígenes de nuestra cultura judeo-cristiana en la que la lectura estaba ligada a la fiesta y la paideia, al ocio? ¿Acaso la palabra “escuela” no significa precisamente eso, ocio? ¿Trabajamos para vivir o vivimos para trabajar? ¿Es la lectura un problema de cantidad o de calidad? Quizá no sea necesario que todo el mundo lea, ni que tenga que leer de la manera particularmente exigente que aquí se propone; pero alguien tiene que hacerlo y hacerlo bien si no queremos perder la memoria y volver con los gorilas. Por otra parte, nadie tiene por qué pensar que las personas tengan que saber leer para disfrutar de sus derechos como ciudadano, ya se encargarán los políticos de recordárselos y administrárselos a cambio de su voto y sus impuestos; lo estrictamente necesario es que el ser humano como tal, especialmente en nuestra cultura, lea; y cuanta más gente y mejor, mejor. ¿Por qué? 
Primero: porque existen condiciones y necesidades antropológicas de carácter estructural que en el contexto actual de nuestra cultura exigen aprender a leer para ver el mundo e instalarse convenientemente en él. La necesidad de saber, la curiosidad innata del hombre, su deseo de conocer el mundo, hacerse una representación de él lo más real posible está inscrita en su estructura originaria. Esta curiosidad viene determinada por el hecho de que el ser humano es un ser inacabado, abierto, un viajero curioso siempre en camino. En este camino, religioso y secular al mismo tiempo, de las civilizaciones, el viejo depredador se ha ido convirtiendo en un cazador de sueños; a veces sale del sueño y ve, horrorizado, que sigue siendo el viejo depredador de siempre.
Segundo: porque nuestra civilización tiene como base una tradición cultural que se transmite de generación en generación especialmente gracias a los libros. Porque nadie es sabio por lo que sabía su padre y ello plantea la necesidad de leer y volver a leer a los sabios de ayer. La necesidad de compartir lo que sabemos tanto en el orden temporal como espacial, en virtud de nuestras limitaciones. Esta necesidad viene determinada también por nuestra falta de acabamiento biológico, por una larga infancia que precisa de cuidados imprescindibles para que el infante madure y se desarrolle, para que aprenda a acoplarse a un mundo que ya está hecho y que él no ha elegido y hereda de las generaciones anteriores, que a su vez lo han construido sobre las anteriores. 
Tercero: porque el ser humano tiene un interior, una conciencia, es un animal reflexivo. El mundo, para el hombre, no es sólo lo exterior, sino el interior propio y también el de otros hombres y mujeres con quienes forzosamente hay que hablar y entenderse para que el con-vivir no sea un des-vivirse y un des-vivir. Esta característica de reflexividad, de tener una conciencia, nos exige a los humanos no sólo hacernos una representación del mundo, sino darle también un sentido acorde con nuestras exigencias personales, interiores y genuinas. Exigencias que tienen un fondo primordial y originario del cual el ser humano no puede prescindir sin que ello traiga consecuencias. 
Son estas características o necesidades antropológicas y las consecuentes exigencias para la vida humana las que hacen de la lectura en nuestra cultura un verdadero rito de iniciación. Un rito de iniciación que nos plantea las siguientes cuestiones: ¿Cómo conocemos el mundo? O mejor dicho: ¿Cómo lo leemos? ¿Cómo compartimos las representaciones y actuaciones que se derivan de su lectura? ¿Cómo le damos sentido a esas representaciones y actuaciones de manera que sintamos que merece la pena vivir?
De todas estas cuestiones, la última es, desde la perspectiva pedagógica, crucial, y constituye el eje de mi propuesta pedagógica: partir, en una tarea de formación por encima de la especializaciones y las competencias técnicas, de una selección de textos representativos de nuestra tradición cultural para formar una mirada lectora, comprensiva y crítica, que permita una mayor humanización del mundo, del papel y sentido de nuestra presencia en él. No se trata de crear otra área más bajo el título genérico de “humanidades”; se trata de aportar a los saberes de nuestra tradición cultural una perspectiva por la cual vemos en ellos su aspecto humanizador, de formación general, por encima de los particularismos académicos y laborales. 

Los textos esenciales que heredamos de nuestra tradición cultural son como partituras que compusieron músicos geniales y que nosotros hemos de leer e interpretar de la mejor manera que sabemos. No basta con saber solfeo, es necesario que el instrumento musical esté afinado, que uno sepa manejarlo bien, si no con virtuosismo, al menos con competencia fiel a la partitura. Debemos también saber hacerlo en armonía con los demás músicos de la orquesta. Puede haber, sin duda, interpretaciones originales, nuevas versiones, adaptaciones de los viejos sonidos a los nuevos instrumentos y oídos. Pero para todo ello se necesita antes que nada una gran sensibilidad en la interpretación; se necesita no sólo tener manos ágiles y embocadura conformada y encallecida, sino oído y corazón bien afinados. El músico y su capacidad como artista es el asunto principal para que suene bien la orquesta. 

25/8/14

LXXVI.- Del inspector o corregidor


LXXVI
Del inspector o corregidor
(A José-Antonio López, inspector)

El mundo es sagrado y pertenece al espíritu, por lo tanto, no debe ser manipulado. Quien lo manipula, lo corrompe; quien pretende conservarlo, lo pierde. Por eso, el Sabio evita todos los excesos de cantidad, de medida o de forma.

TAO THE KING

Después de haber ejercido toda una caterva de oficios diversos –zapatero, carpintero, chupatintas, músico, radiotécnico… -, empecé a trabajar en la enseñanza en el curso 1969-1970; la he dejado después de una experiencia bastante larga, variada y creo que bastante intensa también. Larga en años, intensa en compromisos asumidos, variada en puntos de vista, vivida en situaciones, tanto externas como internas, muy diversas. He tenido ocasión de hacer casi de todo en este oficio. Y he recibido muchas lecciones, como una que ahora recuerdo en una visita de inspección el primer curso en que me estrenaba como maestro.
 Estaba todavía vigente la Ley Moyano (adaptada por el profesor Ruiz Jiménez), que duraba ya casi un siglo. Yo tenía recién terminado magisterio y acababan de concederme el premio nacional fin de carrera. Por cierto, que el premio  (diez mil pesetillas de las de antes, un diploma y una insignia que te ponían en la solapa de la chaqueta), no pudo entregármelo el entonces ministro de educación (Villar Palasí), como se tenía previsto, porque precisamente estaba presentando ese día en las Cortes la nueva Ley General de Educación. La primera reforma que me tocó vivir; no sería desde luego la última. A las pocas semanas de volver de Madrid recibí mi primera visita de inspección. El director del colegio me presentó al inspector orgulloso de tener en su claustro a un premio nacional. Y el inspector dijo: “Eso quiere decir que es un buen estudiante, pero no significa que vaya a ser un buen maestro”.  
La lección hirió mi vanidad, recientemente inflamada por el premio, pues la verdad siempre duele, y tiene que ser así, porque de otra manera no tomaríamos nota ni aprenderíamos nada de nada sobre nosotros mismos. Luego fui comprobando que, en efecto, el inspector llevaba razón, pues este oficio es algo práctico y complejo a la vez, que sólo se aprende, y nunca bien del todo, con la experiencia, que es la idea que yo defiendo ahora, con algunos matices. Porque siendo verdad que el oficio se aprende por experiencia, eso no quita que sea una condición necesaria, aunque no suficiente, lo de ser un buen estudiante. No comparto esa idea peregrina de que uno puede enseñar algo que no sabe; es decir, que pueda existir una pedagogía o una didáctica sin un contenido bien asumido y comprendido -que no tiene por qué ser aquello que definen las especialidades académicas-.
Después, ya en pleno ejercicio de la profesión, vi que la mayoría de los inspectores -con honrosas excepciones, como uno que me dice haber ejercido la función como ejercía la suya San Manuel Bueno Mártir, el cura de Unamuno- dejaron de entrar en las aulas, no sé si por no molestar o porque no tenían mucho que decir o por ambas cosas a la vez. La verdad es que su función se les puso bastante complicada con las reformas y reformas de las reformas, por eso yo nunca me sentí llamado al ejercicio de esta importantísima tarea. Creo que se trata de un servicio realmente fundamental en un sistema educativo público, pero a mí me parece -y creo que en esto no han cambiado mucho las cosas- que está muy mal aprovechado. Para ejercer de inspector se necesita una buena experiencia, mucha formación y una independencia política plenamente garantizada. Yo creo que, en general, las dos primeras condiciones suelen cumplirse; no tanto la tercera. La reciente historia de la inspección y su progresiva dependencia de las políticas de los turnos de partido creo que le han hecho mucho daño y han menoscabado su autoridad. Esa dependencia de políticas partidistas me parece que se ha acrecentado con las transferencias de educación a las comunidades autónomas (muy especialmente en las llamadas “nacionalidades históricas”, como el País Vasco o Cataluña, en virtud de la ideología nacionalista). Por eso dice el refranero que “del amo y del mulo, cuando más lejos más seguro”. 
Quizá exagere, pero tengo la impresión de que este servicio, que se llama “técnico”, está excesivamente politizado (en el mal sentido de la palabra), como toda la educación por otra parte. El servicio de inspección de la enseñanza pública (incluyo naturalmente a los centros concertados) debería ser un servicio estatal independiente, al abrigo de los cambios de gobierno y la vieja costumbre de las cesantías; que se garantizara no sólo un acceso a la función inspectora totalmente basado en las competencias técnicas de los aspirantes, sino que garantizara también el ejercicio independiente de esa función, de manera que los informes técnicos de los inspectores tuvieran el valor y la operatividad que ahora mismo me temo que no tienen. No todo puede estar sometido a voto; el voto sirve para juzgar una política, pero no sirve para juzgar la competencia de una actuación técnica, dicho lo de “técnico” en un amplio sentido. 
De esa manera se ejercería la función como merece ser servida. Recuerdo a este respecto un proverbio latino que a mí me parece que viene como anillo al dedo para resumir mi punto de vista sobre las directrices de ese ejercicio, aunque no sea yo quién para decirlas: videre omnia, tacere multa, corrigere pauca. Creo que el aforismo (que guardo en la memoria no sé de dónde ni de cuándo) es de Tácito, según me dice mi amigo Luis Margüenda, que es de “clásicas”: verlo todo, callar mucho y corregir poco; también pudiera servir como lema a la actuación del profesor en el aula, si el aula tuviera hoy las condiciones de tal.
En cuanto al verlo todo, hoy el inspector, aunque el servicio de inspección no deja de ser, fuera del profesor y los equipos directivos, la instancia de la administración educativa más en contacto con la realidad,  está obligado a constreñir su mirada sobre los aspectos puntuales que marcan las políticas educativas coyunturales, los controles burocráticos correspondientes y las estadísticas al servicio de la retórica del poder. Esto reduce su campo de visión y pone velos a la realidad inspeccionada. 
En lo relativo a ejercer calladamente su tarea, creo que hoy el inspector se siente obligado también, por la configuración de una administración con mandos políticos en niveles que son técnicos, a estar de continuo predicando en el desierto las excelencias de las reformas, proyectos e ideas que surgen en los despachos con demasiada profusión y poca reflexión, bajo la presión de las estrategias de cada partido y de cada momento para la toma o conservación del poder. 
Y, finalmente, en cuanto a corregir, ciertamente dice el aforismo que hay que corregir, aunque sea poco. Pero ocurre que se corrige todo, que es lo mismo que corregir nada, pues se corrige a todo el mundo curándose en salud, como quien dice, a base de controles y más controles generalizados que lo especifican todo para que nadie se salga de las casillas. Todo ello, fíjense, en nombre de la autonomía de los centros de enseñanza. Esto es nefasto para el ejercicio de este oficio, pues frustra las buenas intenciones y las capacidades creativas de los profesores, que las tienen, y no son pocas ni pocos, y permite que aquello que realmente debe ser corregido y con la contundencia que sea necesaria en los menos se oculte bajo el socorrido manto del cumplimiento de las formalidades en los más.
Creo que esta dependencia del poder político circunstancial se corregiría, tanto en lo relativo al servicio de inspección como a otros servicios de asesoramiento y control de la administración educativa, o de formación pedagógica, haciendo que todos aquellos que tienen algún poder de influir en la enseñanza, se enfrentasen directamente a ella en las aulas de alguna manera. Pues cuando digo que enseñar es un oficio lo digo con todas sus consecuencias, y no conozco ningún otro donde el que orienta y controla a los que ofician no ejerza también y además con maestría y ejemplaridad. ¿Es que puede alguien con dos dedos de frente pensar que se puede aprender cualquier oficio en esos cursillos de tres al cuarto que se organizan sobre gestión de la gestión de la gestión de las cosas? ¿Cómo no vamos a encontrar la chapucería y la mediocridad en todas partes, si el arquitecto se desentiende de la albañilería, el médico del trato directo con el enfermo y el pedagogo huye de las aulas? 
En vez de repartir entre todos el poco trabajo que hay y también los sueldos, que sería lo cristiano, abandonamos el contacto con el sudor que conlleva todo quehacer real y nos elevamos, y con ello nuestros sueldos, hacia las alturas de los intocables dejando a cada vez más pocos cargando con lo mucho. El problema es que, como ya estamos viendo, empieza a pesar más el aire de las alturas que el suelo que lo sostiene. 

1/8/14

LXV Educación y reduccionismo cientifista (3)

LXV 
Educación y reduccionismo cientifista (3)


Cuando Machado, por boca de su apócrifo Juan de Mairena, dice que lo específicamente humano es que el hombre quiere ser otro -y de ahí su defensa de lo apócrifo-, lo que afirma y defiende es que está en la esencia del ser humano querer ser mejor de lo que se es por nuestros condicionamientos fácticos, tanto biológicos, como sociales e históricos. Y es la educación el factor principal que nos permite elevarnos por encima de esos condicionantes. 
 Una concepción del ser humano, derivada de estas posturas reduccionistas, invalida de antemano y de forma radical la propuesta pedagógica de una educación humanística.  En realidad, “educación humanística” es un pleonasmo: sólo un ser humano educa y es educable. Pero es cierto que podemos hacerlo de manera torcida y educar al hombre para ser menos que hombre.  Si el hombre no puede ser más de lo que le toca en suerte en el terreno azaroso de los hechos, es decir, por nacimiento, raza, sexo, territorio o clase social, ¿qué sentido tiene la educación? Y si quienes son partidarios del reduccionismo consideran que de todos modos hay que educar a los niños y a los jóvenes, no será de ningún modo en los términos que aquí la planteamos. La educación se reduciría, según el “nada más que”, a ser una especie de entrenamiento del animal depredador para que rinda al máximo para su propio beneficio y, sobre todo, reporte los máximos beneficios a quienes dirigen la manada. Así es como de hecho está ocurriendo ya sin que nos demos cuenta, y así se presupone que debe ser en las propuestas que provienen del mundo del poder político, de la economía y de los medios de información y propaganda, potenciados por la técnica -es decir, de la Máquina-, tanto si se declaran explícitamente, como si se disimulan bajo las prédicas ideológicas en los nuevos púlpitos del “haz lo que digo pero no lo que hago”. 
Para esta clase de educación, si se puede llamar así, no es necesario contar con que el hombre tenga libertad, ni autonomía, ni conciencia, ni responsabilidad a la hora de construir un mundo mejor -dentro y fuera de sí mismo, “lo de dentro es lo de fuera”-, del que le ha tocado al nacer. Bastará con que sepa manejarse con las herramientas técnicas, verdaderas prolongaciones de sus garras, que se les facilitan desde los centros de poder. De este modo vemos como se está consumando cada vez más la degradación del logos, de la razón apalabrada y empalabrada, de la razón en el sentido en que se ha entendido en nuestra tradición cultural, empezando por los griegos, siguiendo por los cristianos y más recientemente por la ilustración; una razón que se ha pervertido en Razón Instrumental -como ya denunciaran Horkheimer y Adorno en su Dialéctica de la Ilustración- al servicio, no sólo de la explotación de la Naturaleza, del predio planetario, sino de la explotación del hombre por el hombre, la explotación del hombre como caza y ganado del hombre. 
Toda formación de lo humano debe basarse no en el que el hombre es “nada más que”, sino que puede ser “más que”.  El hombre no es “nada más que” un patito feo, sino un cisne que necesita crecer y desarrollarse. El hombre es un bípedo implume que aspira a volar. Más que su genética y su cerebro biológico, más que mujer y más que hombre, más que catalán y más que extremeño, más que negro y más que blanco, más que de izquierdas y más que de derechas, más que proletario y más que burgués, más que lo que dicta su clan o lo que dicta su club, más que su empleo, sus títulos y su sueldo... Pues si el hombre no se esfuerza en ser mejor de lo que es, acabará siendo peor de lo que es.  
Nuestra autodestrucción será inevitable si en el corazón de cada niño -que es Adán, humus, tierra fértil- no se siembra la convicción de que un mundo que sea verdadera morada humana -y no la selva de tántalo y niobio que estamos conformando- es posible. 
Las claves de este mundo, esta morada humana, y su lectura y comprensión por parte de quienes se educan, están recogidas en los textos fundamentales de nuestra tradición y en aquellos otros que hoy como ayer conectan con la sabiduría primordial que todo ser humano lleva en sí como potencial propio, en la apertura de su conciencia a los principios éticos permanentes y al cumplimiento y sentido de su vida. 


8/7/14

LXI.- Educación y tradición (4)

Educación y tradición (4)


En el comportamiento de los hombres entre sí lo que importa es experimentar al tú realmente como un tú, esto es, no pasar por alto su pretensión y dejarse hablar por él. Para esto es necesario estar abierto [...] a la experiencia que caracteriza al hombre experimentado frente al dogmático. 


(T. W. ADORNO) 


Con motivo de tener que preparar una conferencia he vuelto a releer la novela de Mario Benedetti Primavera con una esquina rota. Y ello me ha puesto en evidencia que el tiempo no pasa en balde por nosotros. Uno quiere creer que entiende mejor las cosas, por lo que se ha vivido; pero no estoy del todo seguro: es posible que simplemente las entendamos de otra manera. 
La novela tiene dos citas introductorias, de las que me interesa la primera, de Fernando Pessoa -de su libro “O guardador de rebanhos” y su heterónimo “Alberto Caeiro”-: 

Se soubesse que amanhâ morrìa 
e a primavera era depois de amanhâ,
morrería contente, porque ela era depois de amanhâ.

La traducción de nuestro querido y recordado Ángel Campos es la siguiente:

Si supiese que mañana moriría 
y la primavera llegare pasado mañana,
me moriría contento, porque ella llegaría pasado mañana.

La cita es tan oportuna como significativa, pues la novela de Benedetti es claramente una novela de tesis en la que se apuesta por un "pasado mañana" muy determinado, que es la sociedad sin clases que propugna el comunismo. Se trata de un libro que a la vez denuncia y anuncia, de alguien que manifiesta su fe -una fe atea y secular- en una futura sociedad más justa. Yo he ido perdiendo poco a poco esta fe que mira hacia delante de la historia, como perdí la otra fe que miraba hacia arriba de los cielos. Una ha sido negada por la propia historia, y la otra no ha sido confirmada en su primitiva escatología. Hoy pienso, tratando de recuperar otra fe con más visos de realidad humana realizable y más acorde con una traducción e interpretación más adecuada de nuestra propia tradición, que ni adelante ni arriba, sino adentro, aquí y ahora. Ahí sigo buscando lo que posiblemente muchos hombres y mujeres encontraron ya hace tiempo, cuyos testimonios escritos leo y releo y cuyo ejemplo de vida tira de la pesada gravedad de mis egoísmos -individuales o de clase-. 

Volviendo sobre la relectura de Benedetti, veo que hay tres cosas esenciales que yo he aprendido en mi pérdida de fe -o mi pérdida de candor- en el progreso colectivo:
Una, que nada ni nadie puede violentar la llegada de la primavera: “La primavera ha venido / nadie sabe como ha sido”, dice el poeta, el mismo que dijo aquello de “se hace camino al andar”. De igual modo, nadie puede imponer la fraternidad universal  a la fuerza. “El don de sí mismo -dicen Juan Mateos y Juan Barreto comentando el Evangelio de Juan- es progresivo, es un camino, un crecimiento en intensidad y extensión. Se desarrolla la capacidad de amar y se descubren nuevas posibilidades de hacerlo”. Este es el camino que se hace al andar, no cabe violentarlo desde el poder, cualquiera que este sea. Aunque es cierto que a veces ayuda. 
Aparte de la revolución cristiana, que es permanente si se entiende como Dios manda, ha habido en nuestra reciente historia dos revoluciones importantes: una, la revolución francesa de 1789 que hizo la burguesía contra el Antiguo Régimen; y otra, en 1917, que hizo el proletariado contra la burguesía. La primera no supo resolver el encaje de la “égalité“ con la “liberté”; la segunda, no supo resolver el encaje de la “égalité” con la “liberté”. Ninguna de las dos supo dar respuesta a la cuestión de la “fraternité”. Por eso digo que la revolución cristiana es permanente, porque la “fraternité” -que es lo único que puede sostener al mismo tiempo la “égalité” y la “liberté”- no se puede imponer por la violencia de una revolución. Si cada hombre no cambia interiormente, los cambios revolucionarios se vuelven enseguida contrarrevolucionarios. 
La segunda cosa esencial, derivada de la anterior, que yo creo haber aprendido es que la actitud de entrega total a una causa noble -como la que Benedetti pone en evidencia en los personajes de su novela-, hasta estar dispuesto a dar la vida por ella, es algo que también viene del cristianismo -nada que ver con la yihad del fundamentalismo islámico-. Lo señala como de pasada el propio Benedetti - página 205 de su novela- dando las gracias a John Ford por la épica y la ética que nos regala en sus películas  Es cristianismo lo que vemos en las películas de John Ford, donde todo está humanamente en su sitio, incluso el pecado.
La tercera cosa esencial aprendida, que la lectura de Habermas -ateo, también como Benedetti- me ha confirmado, es que las religiones, y especialmente la cristiana, están aquí para quedarse. No son reliquias de un pasado que irá pasando a mejor vida como consecuencia de la tarea ilustradora y política del materialismo, el positivismo o el cientifismo. Es lo que yo creo que piensa, sin embargo, Bendetti, cuando en su novela dice que el rezar “todavía se usa” -página 196-.  En este “todavía” hay un prejuicio bastante común a la ideología progresista, que piensa que el progreso, tal como ellos lo entiende, arramblará con todo resto tradicional. Habermas, más sobrio, no lo piensa así, y considera que debemos todos acostumbrarnos no sólo a tolerarnos y convivir unos con los otros, sino que tenemos también que hacer el esfuerzo de aprender los unos de los otros. Esta apertura total al aprendizaje es, valga la redundancia, el aprendizaje más valioso de cuantos he aprendido. Como dice Adorno: En el comportamiento de los hombres entre sí lo que importa es experimentar al tú realmente como un tú, esto es, no pasar por alto su pretensión y dejarse hablar por él. Para esto es necesario estar abierto [...] a la experiencia que caracteriza al hombre experimentado frente al dogmático