23/5/19

4.- LA CAJA NEGRA Y SU GRAMÁTICA



“Una gramática es la organización articulada de nuestras percepciones, nuestra manera de pensar, nuestras experiencias, de nuestra consciencia y sus formas de comunicarse consigo misma y con los otros” (GEORGE STEINER)


Imaginemos al extraño observador descrito más arriba mirando desde fuera una escuela normal y corriente —aquí no contamos con las estadísticas; para muestra, un botón basta—. A primera vista, verá un recinto rodeado por una verja, un edificio rectangular más al interior y allí dentro una serie de habitáculos que todavía no verá. Le parecerá este edificio una especie de castillo rodeado por el típico foso, llamado por algunos pedagogos modernos espacio reservado para el segmento de ocio, y que el vulgo conoce como el patio de recreo. Además de este foso, el edificio tiene otros muros y defensas, como castillo que es, sus celdas y sus torreones, sus aposentos para el señor del castillo y los nobles que le sirven, su sala para las asambleas, las dependencias donde se guardan los legajos y las armas, las aulas, que ahora se van llenando de ordenadores, de pizarras digitales, de los smarphones que llevan ya los muchachos —cada vez con menos edad— en sus mochilas, de peso aparentemente cada vez más liviano por fuera y más peligroso por dentro… Cajas Negras dentro de Cajas Negras, como si toda la Escuela fuera como esas muñecas rusas que, todas iguales, se contienen unas dentro de las otras. Nuestro extraño observador, como cualquiera que mire la escuela por fuera, verá lo que entra y sale de la caja del edificio escolar, pero no sabe nada de la mecánica que pone en marcha la institución escolar ni del trajín interno que justifica su existencia. 
Nuestro extraño observador tendrá que ir penetrando poco a poco en la Caja Negra y al tiempo que vaya deshojando las sucesivas capas que constituyen su envoltorio de envoltorios, rebuscar en su oscuro misterio interior su lógica de funcionamiento, es decir, la lógica su gramática. Y adelantamos ya lo siguiente: que cada vez que quite una capa, se encontrará indefectiblemente con otra capa igual de la misma cebolla, del mismo modelo, con entradas y salidas y un proceso oculto, invisible, que suponemos hay allí en el fondo de la caja.  Y que por mucho que la tarea de destapar capas de cebollas lo haga llorar enternecido, no verá nada debajo de las capas que conforman este particular bulbo que no sean capas y capas hasta dejarlo pelado. Es decir, cada vez que destape o desarme una Caja Negra, aparecerá, como veremos, otra Caja Negra que sustenta a la que ha sido destapada. 
La última capa que debería ser destapada y que es en realidad la primera que da sostén a toda la organización de la Caja Negra es la de los muchachos y muchachas que este extraño observador ve entrar y salir por la verja del edificio. Se da por sentado que todo cuanto se programa para ser enseñado, las entradas, penetrará sin más en las cabezas de todos los aprendices, pues así ha sido estipulado según la ley que reconoce ese derecho. Pero penetre o no en sus cabezas —que está por ver—, el problema es saber qué hace cada muchacho o muchacha con aquello que les inyectamos y que continuamente se le pide que expulsen fuera para ser comprobado, mediante exámenes, exámenes y exámenes. 
Adelantemos también esta constatación: la poca coincidencia que suele haber entre las entradas y las salidas; y aún si las hay, tampoco esto nos dirá nada sobre el trajín interior a que ha sido sometida la enseñanza recibida e cada alumno. Y esto es justamente lo que se nos escapa en el fondo de la Caja Negra y justamente lo que debería justificar en última instancia la existencia de esta institución, la Escuela, a saber: que los aprendices hacen algo con aquellas informaciones que reciben y la convierten en carne de su carne y sangre de su sangre, es decir, se educan, se forman, adquieren una forma, de manera que cuando salgan por la verja del castillo después de tantas y tantas idas y venidas con un título debajo del brazo sean mejores personas, en toda la extensión de las palabras, que eran cuando entraron por vez primera en el edificio.

Esta es, en apretada síntesis, la tesis que vamos a mantener en estas reflexiones sobre la Escuela. Debajo de cada capa de la estructura del modelo educativo que tenemos, no hay sino otra capa formalmente estructurada, de manera que nuestro observador no encontrará nada sustancial que contengan las capas de la cebolla, sino siempre cebolla y nada más que cebolla, tarea que hará llorar sus ojos, extrañados de ver lo que ven, es decir, lo que no ven; que nuestro imaginario y extraño observador, después de esta su primera visita y todas las demás tratando de entender el funcionamiento de esta Caja Negra, luego “fuese y no hubo nada”, como dijo el clásico.

3.- UN MODELO DE ESCUELA: LA CAJA NEGRA



En uno de los diálogos que Ítalo Calvino intercala en sus Ciudades Invisibles, el Khan pregunta a Marco Polo, el viajero, por qué habiéndole hablado de tantas ciudades no le ha dicho nada de Venecia. Y Polo le contesta: “Cada vez que describo una ciudad estoy diciendo algo de Venecia. Para distinguir las cualidades de las demás ciudades, debe hablar de una primera ciudad que está implícita. Para mí, es Venecia”. 
Todos somos viajeros como Marco Polo y cuanto vemos son ciudades invisibles. Para traer una ciudad a la luz es preciso verla desde una que es modelo o arquetipo de ciudad y así la conservamos en la memoria. Luego, esta especie de visión arquetípica se tiene que desplegar en forma de discurso, en palabras y tiempo, para ser contada; así se convierte en crónica, anamnesis, relato, memoria. A esta memoria remite, para ser efectivamente comprendida —de com-prender, prender con—todo cuanto se manifiesta y sale a la luz del caos invisible de la realidad. 

Voy a utilizar esta idea de Calvino para referirme a un modelo de Escuela —entendiendo esta palabra, “escuela”, en su sentido amplio, es decir, como institución de enseñanza en todos sus niveles y formas. A este modelo que considero hoy en día vigente y operativo en todas partes —que no nos engañen las apariencias con las que la política autonómica reviste la realidad— lo voy a llamar la Caja Negra. La Escuela como institución se nos presenta bajo el modelo generativo —su gramática— de una Caja Negra.
Las Cajas Negras de los aviones nos dicen cómo fue el accidente que no pudo evitarse, pues la Caja Negra no avisa, sino que certifica lo que ya ha ocurrido. Las Cajas Negras que se usaban en la II Guerra mundial para proteger los datos de los equipos de transmisión tampoco podían informar de nada al enemigo, pues explosionaban al abrirlas. Las Cajas Negras que usamos hoy a diario en forma de nuevas tecnologías no sabemos cómo funcionan porque su interior es un misterio cuyo acceso nos ha sido vedado. Aparte de nombrar los artilugios citados, B. F. Skinner usó también este término, Caja Negra, para referirse a la psicología humana y su manera de entenderla y estudiarla, o sea, la psicología conductista.
¿Cómo saber qué ocurre de verdad en la Caja Negra de la Escuela sin que explosione en nuestras manos y nos sirva en cambio para diagnosticar sus averías y orientar su posible mejora? ¿Cómo estudiar una realidad compleja como la Escuela, donde se junta gente, de manera que se pueda estar a la vez fuera y dentro para mantener la complejidad de los factores humanos sin menoscabo de la objetividad del propio diagnóstico? 

Toda gramática, como ocurre con la gramática de la lengua que hablamos, funciona sin pensarla –-todos hablamos en prosa sin saberlo, como el personaje de Moliere —, sin que sea puesta en cuestión. El modelo, la gramática, es lo que no se discute, lo obvio, nuestra mentalidad o manera de leer y entender el mundo que tenemos delante de nuestras narices. Y esto es lo que queremos sacar a la luz para saber qué le pasa hoy a la Escuela que tenemos.



2.- UN EXTRAÑO EN MI ESCUELA



Imaginemos a un profesor o profesora que llega por primera vez a una Escuela y se pone a mirarla no solo atentamente sino con ojos nuevos —si esto es posible—, como si viera todo aquello por primera vez, como un extranjero, casi como un extraterrestre, una especie de “extraño paparazzi”. 
Cuesta trabajo imaginar lo que pueda tener de nueva esa mirada, pues por nuevo que sea el profesor en lo que a su edad se refiere, se trata de alguien que vuelve a un sitio en el que lleva ya, como quien dice, toda su vida, y del que, en realidad, nunca ha salido sin permiso: su infancia, su adolescencia y su prolongada juventud las ha pasado entre las paredes de un aula. Desde los tres añitos apenas cumplidos ha entrado en este lugar o en otros parecidos y ha hecho su parvulario y luego su primaria, su secundaria, su bachillerato y tal vez una carrera, corta o larga. Ahora es, por tanto, como si después de unas brevísimas vacaciones volviera de nuevo a casa con un flamante contrato de trabajo o como interino o con unas oposiciones recién aprobadas. 
Si este profesor nuevo llega allí como funcionario, sabrá ya sin duda a qué cuerpo y nivel pertenece —y sus correspondientes emolumentos—, pues los profesores, como todos los funcionarios, están ordenados como los tornillos en cuerpos de distinto tamaño y grosor. Y según esto, le corresponderá a nuestro profesor habérselas bien con pipiolos con los esfínteres todavía descontrolados, con enanos jorobados, con larguiruchos adolescentes o con mozos y mozas en edad de merecer.   
Este profesor no nos puede servir entonces como observador cualificado, pues sus ojos, como suele pasar, se habrán vuelto ciegos por las costumbres adquiridas, como hemos dicho, por una larga estancia en el lugar y mirando desde una sola perspectiva o punto de vista. Y, además, por su obligatorio confinamiento, le faltarán otros referentes de la vida que bulle fuera de las aulas con la que poder comparar la vida de las aulas. Joven como es, con todas las ventajas que tiene la juventud, no tiene sin embargo la virtud de la experiencia, algo esencial y básico cuando tenemos que habérnoslas con realidades complejas en las que el factor humano es determinante. 
Hay que imaginarse, pues, otra clase de observador que sea totalmente forastero y extranjero, que venga de otra cultura, otro planeta, otra galaxia. ¿Pero qué podría ver este forastero, si viera algo, ayuno de toda referencia previa, si como parece ser no podemos ver sino aquello que de algún modo ya hemos visto? Esta especie de extraterrestre tendría que ofrecernos, al mismo tiempo que unos ojos realmente nuevos y forasteros, su experiencia de las formas de vida de los terrícolas de esta parte occidental del mundo, sus costumbres, negocios y trajines, sus oficios y las maneras de ganarse el pan y producir bienes y servicios. Alguien que, aún tratándose de un funcionario, no sólo tuviera años de servicio, sino también años de experiencia. Un paradójico observador que ofreciera a la vez junto a los ojos extrañados de un niño la comprensión de alguien que ya ha vivido lo suyo, un antropólogo inocente sin prejuicios etnocéntricos, ni intereses espurios, ni presupuestos metodológicos, ni anteojeras de ninguna clase, pero que entiende bien lo que ve porque ya lo ha visto bien visto.
Como todo buen observador, debería tener la doble propiedad de hacerse invisible a los observados y poder viajar por el espacio y el tiempo, para hacer historia y geografía de las cosas, sin estar sometido a los condicionamientos de las opiniones del común. Y estar en uso pleno de sus facultades de sentido común y raciocinio, cosa poco corriente y de las que nadie está nunca del todo seguro. Ha de adquirir también una manera de hablar con cierto tono de forastería, que confiera a sus observaciones la distancia, importancia y objetividad que convienen al caso.
 El lector deberá hacer entonces, por su parte, un sobresfuerzo en la lectura de estas observaciones, tendrá que imaginarse que el autor de estos apuntes observa a su vez al observador, y no sólo en sus idas y venidas de viajero, sino también en el trasiego interno de sus pensamientos. Se trata de un ejercicio de extrañamiento difícil, ya lo sé, pero absolutamente necesario si queremos ver más de lo que vemos con nuestros ojos habituales, un tanto cegados siempre por los prejuicios mentales, las costumbres y los hábitos de la rutina diaria que refuerzan el poder de la burocracia y los discursos de la propaganda.  Pero si la escuela está en crisis, como lo está todo y más aún si cabe que todo, antes de hacer nada —reformas, leyes, metodologías, técnicas…—se necesita urgentemente y sobre todo un diagnóstico certero del mal.

Con esta doble visión sobre la realidad y contando con la imaginación del lector, dispongámonos a penetrar, lenta y concienzudamente, en las entretelas de la Escuela, institución que hoy funciona según un modelo o gramática que vamos a llamar la Caja Negra.

1.- CON OJOS DE EXTRAÑEZA


"El procedimiento del arte es el procedimiento del extrañamiento del objeto"  (VICTOR SKLOVSKI)


Mientras en otras formas de investigación, con sus métodos y maneras propias de justificación racional, se suelen describir minuciosamente los instrumentos de objetivación que se usan para recoger una información fiable y verificable, en el caso de la educación o de la pedagogía, me parece más congruente para el tema de estudio caracterizar no al objeto de estudio sino al estudioso u observador, que es ante todo un viajero, como Marco Polo o Ulises y no un conquistador como el Khan o un descubridor como Colón de tierras inexploradas. Pues hablamos de lo que todo el mundo conoce y ha visto ya, sólo que lo haremos con ojos de extrañeza. 

La idea de extrañeza tiene que ver con una manera de mirar las cosas. Para que las cosas, sobre todo esas que vemos todos los días, nos digan todo lo que nos tienen que decir es necesario que las veamos como extrañas. "Para que algo se nos convierta en tema de conocimiento es preciso que antes se nos vuelva problema, y para que esto acontezca es, a su vez, menester que lo extrañemos”, decía Ortega. Un ejemplo interesante es esa especie de antropología al revés que practica Erich Sherman en un libro lleno de sugerentes reflexiones, Los papalagi, a través de los ojos y las palabras de Tuaiavii de Tiavea, un jefe indígena samoano que describe nuestra “tribu occidental europea”, a la que observa de manera sobria e imparcial y describe con enorme sencillez y sabiduría. Su extrañeza ante lo que observa nos dice mucho más que el más exhaustivo de los estudios antropológicos propiamente dichos. 

Con esta mirada de “antropólogo ingenuo”, con esa premeditada segunda inocencia que da en no creer en nada, vamos a observar y describir la Escuela, entendida —siempre que esta palabra la escribamos así, con mayúscula—como la institución de enseñanza en general, en todos sus niveles, como ya se ha dicho. El doble juego de la premeditación y la ingenuidad nos será doblemente útil como ejercicio de reflexión sobre lo obvio, lo habitual, lo cotidiano. Ejercicio además de saludable urgente, por cuanto lo obvio y lo cotidiano se olvida hoy, sepultado como está por la chatarrería que genera un sistema que —son los signos de los tiempos— centra toda su actividad y concentra toda su energía en la reproducción de vistosos envoltorios llenos de colorines y frases hiperbólicas que cada día es preciso arrojar a la basura, muchas veces con su contenido, pues suelen caducar antes de abrirlos siquiera.